El siguiente sábado los dos amigos se juntaron en la casa de Juan. Cerca de las dos de la tarde sonó el timbre, era Pedro. Al abrirla se acercó a su amigo para saludarlo pero se detuvo a mitad camino.
―Juan, ¿vos te afeitaste? ―preguntó frunciendo el ceño.
―Y sí ―respondió Juan encogiéndose de hombros―. Me afeito todas las mañanas.
―¡¿Vos sos pelotudo?! ¿Así querés reinventarte?―se indignó Pedro.
―Uy, tenés razón. No me di cuenta ¡Qué boludo!
―Ahora ya está ―intentó calmarse Pedro―. Pero no lo vuelvas a hacer.
Terminado el altercado entraron y Juan se puso a preparar mate.
―¿Y? ¿Conseguiste todo? ―le preguntó a su amigo desde la cocina.
―Sí. Venite que te muestro ―respondió Pedro desde el comedor.
En el comedor le dio a Juan lo que había preparado para comenzar el trabajo cinematográfico: unos pantalones chupines bordó y una camisa escocesa. Juan fue al baño a cambiarse y al salir vio a su amigo parado frente al espejo. Se había puesto una remera desgastada del Che y tenía unos pantalones cargo con algunos agujeros. Mientras se miraba en el espejo se acariciaba la remera. Juan se le acercó y le apoyó una mano en el hombro.
―¿Esos eran los de tu abuelo?
Pedro no respondió pero miró a su amigo a los ojos y asintió con la cabeza.
―Tomá ―le dijo luego y le entregó un estuche azul oscuro―, la frutilla del postre.
Juan abrió el estuche, extrajo un par de anteojos y se los puso. Pedro hizo lo propio con los que había comprado para él y los dos se miraron al espejo. Ahora sí, listos para cambiar sus vidas.
―Nunca en mi vida había visto lentes de marcos tan gruesos ―dijo Juan mirando a su amigo a través del espejo.
―Los mandé a hacer a medida, Juan.
―No me digás así ―lo corrigió el compañero y, mirándose al espejo agregó―. Yo no soy más Juan. De ahora en más soy “Jaun”. Y vos, vos sos “Peter”, Peter.
―Vos sí que sabés ―dijo Peter―. Ahora vamos a lo importante que esto era sólo el principio, Jaun ―agregó profundizando el tono de su voz―. La ropa y los lentes ya están pero ahora tenemos que ponernos a laburar en serio. Filmar una película no es una pavada. No es para giles. Tenemos que tomarnos esto bien en serio. Hay que trabajar.
―¿Qué me estás diciendo, Peter? ―preguntó Jaun ya sabiendo la respuesta.
―Ahora nos tenemos que drogar.
La respiración se le cortó a Jaun. Escuchar aquello, en ese tono tan seco, tan áspero, tan despojado, lo sobresaltó.
―No, no, pará, yo no puedo hacer eso. No me quiero drogar. Te quema la cabeza eso. Natalia me mata si me empiezo a drogar.
―Yo tampoco Jauncito, pero si no, ¿para qué hacer nada? Vos sabés que todos los grandes cineastas del mundo fueron y son merqueros. Coppola, Tarantino, Scorcese, Spielberg, Disney, Hanna y Barbera, todos. No sé por qué pero es así. Por algo debe ser, ¿no? Si queremos dedicarnos al cine tenemos que seguir los pasos de los que lo lograron antes que nosotros.
―No puedo Peter, no puedo ―dijo Jaun con la vista fija en la remera de “Sol sin Drogas” que tenía enmarcada en su cocina. La voz se le quebrada y una lágrima le rodó por la mejilla.
Peter miró a su amigo por un instante eterno y luego, asintiendo sin reproches, le dijo:
―No te preocupés, Jaun. Yo te entiendo ―lo consoló apoyándole una mano en el hombro―. Tendré que hacerlo solo ¿Por qué no hacemos unos bizcochitos para la tarde? ¿Querés?
―Dale ―sonrió el amigo―, pero me quedé sin yerba.
―No pasa nada, yo voy a comprar. Vos arrancá los bizcochitos.
Minutos después Jaun estaba en la cocina solo, quieto por fuera, turbulento por dentro, sin poder empezar a amasar. Había preparado los ingredientes pero ahora no hacía más que mirar por la ventana. En cierto momento se miró las manos. Las tenía cubiertas de harina. La revelación le llegó como un relámpago abriéndole de par en par los ojos y la boca.
Cuando volvió Peter, lo que vio lo alarmó. En la mesada de la cocina los ingredientes para los bizcochitos estaban listos pero nadie los había mezclado. El cuadro de la remera de “Sol sin Drogas” estaba hecho trizas en el suelo. La remera no estaba, Jaun tampoco. Fue al comedor y allí estaba él, de espaldas, mirando por la ventana.
―Jaun ―lo llamó.
Jaun se dio vuelta y lo miró. Tenía la nariz y el labio superior cubiertos de polvo blanco. Caminó hasta su amigo y se lo quedó mirando. Entonces se pasó la mano por la cara y después se la pasó por la nariz a Peter, manchándosela también de blanco. Sin nunca sacarle los ojos de encima, se tomó la remera que se acaba de poner y besó la ese y la o.
―¿Y los bizcochitos? ―preguntó Peter absorto en aquel momento que todavía no lograba procesar.
―Los bizcochitos son para los giles ―respondió Jaun sin parpadear― vos y yo somos cineastas. Ahora andá a la cocina, hacé lo que tenés que hacer y volvé, director, que tenemos una preproducción que arrancar.
Autor Javier Banchii
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