El mayordomo me condujo por el gran salón hasta la pequeña oficina, pasando por el cuarto intermedio. Al llegar, esperándome ya, sentado en su sillón de manera, a la vez, señorial y textual, se encontraba el antiguo presidente. El periódico para el que yo trabajaba llevaba años intentando concertar una entrevista con aquel celebre personaje. Que me la hubiesen asignado a mí, era el más elevado de los honores. Tanto así, que, ni bien recibí el encargo, sin hacer ni una pregunta, tomé mi anotador y mi grabadora de voz y me encaminé a la imponente mansión.
―¿Quisiera el señor una taza de café? ―me preguntó el mayordomo, mientras me estaba sentando, incluso antes de que terminara de hacerlo.
―Sí, por favor, muchas gracias ―respondí, quedándome quieto, en las semi cuclillas en las que estaba al no haber alcanzado todavía la superficie del asiento.
El hombre se dio media vuelta y yo reinicié el proceso de sentarme. Y apenas lo había completado, cuando él estaba ya de vuelta con una taza y una tetera de café. Ambas cosas me resultaron curiosas, pero sonreí y asentí. Y sonreía aún, cuando noté perforaciones en la base de la taza.
―Hay agujero en la taza ―hice notar frunciendo el ceño.
―Drenajes, drenajes ―me aclaró con su voz profunda y capital mi entrevistado―. He presidido grandes proyectos hídrico, y aprendí mucho sobre la necesidad de drenajes.
Sin dejar de fruncir el ceño abrí la boca para preguntar algo, pero no supe qué era lo que quería preguntar. Mientras tanto, sin consultarme, el mayordomo había empezado a servir el café, primero en mi taza y luego en la de su jefe. La bebida fluía ahora por el gran escritorio.
Sin decir nada, corrí mis piernas para evitar que el líquido oscuro, que avanzaba en mi dirección, me manchara el pantalón.
―¿Desea el señor más café? ―esta vez sí me preguntó el mayordomo.
―No, no, gracias ―me apuré a responder, mostrándole la palma de mi mano.
Saqué luego la grabadora de voz de mi bolsillo y la apoyé sobre la mesa, para dar comienzo a la entrevista.
―Sin grabaciones ―me dijo mi entrevistado con cortés sonrisa―, nunca permito que nadie me grabe. Hay quienes creen que, cuando nos toman una fotografía, ésta se lleva un fragmento de nuestra alma. Con todo lo que me han fotografiado en mi vida profesional, no puedo arriesgarme.
―Pero, es una grabadora, no toma fotografías.
―Dependerá de cómo definamos «fotografía» ―respondió, con su voz algo más grave que antes.
―Perdón, pero, sin la grabadora, ¿cómo registraré la entrevista? ―traté de razonar en medio de mi confusión.
―¿No trajo anotador? Si necesita, podemos proporcionarle uno.
―¡¿Quiere que escriba a mano toda la entrevista?! ―pregunté, intentando que no se notarán los signos de admiración a los lados de mis signos de pregunta.
―Sí, por supuesto ―me respondió, sin perder la sonrisa o la cortesía en su voz―. Más aún, se lo recomiendo, fortalece las muñecas. Todos mis excolaboradores me lo agradecen. A uno lo fue a buscar una vez la policía, cuando lo estaban por arrestar, no le pudieron poner las esposas de lo gruesas que tenía las muñecas. Mientras los oficiales iban a su patrullero a buscar una linga, él se escapó por la puerta del fondo. Una verdadera lástima, claro, deploro el crimen, en cualquiera de sus formas. Pero ya verá, todos esos años de escribir en lugar de grabar le fueron de gran utilidad. Aunque, debo decir, siempre me dice que le da pena no poder usar relojes.
El mayordomo se aclaró un poco la garganta.
―»Me decía», quise decir. Me decía que le da pena. Empecemos entonces la entrevista.
―Sí, claro, se lo agradezco, empecemos ―respondí.
Me di cuanta entonces, a la luz de todos mis años de profesión (uno coma tres, para ser precisos), que iba a tener que proceder con extrema cautela, avanzando por aquella entrevista con pies de plomo.
Nunca entendí esa expresión «pies de plomo». De seguro, si tuviese pies de plomo avanzaría torpemente, haciendo un gran alboroto. Nada similar a lo que necesita este tipo de situaciones. Como metáfora de cautela, realmente pienso que es mucho mejor decir «guantes de seda». Así que eso diré que es lo que hice, me puse guantes de seda en los pies, me paré de manos, y avancé con gran cautela por la espinosa entrevista delante mío.
―Señor presidente ―comencé a decir, haciendo una pausa para medir mis palabras (cinco y diez letras, hasta allí)―, imagino que un hombre tan importante como usted debe tener grandes historias para contar.
―Por supuesto que sí ―me respondió, dando una corta exhalación que pareció empujarle la cabeza hacia atrás.
―Me encantaría escuchar una.
―Recuerdo siempre aquella cena con el presidente de la Burner Motor Company. Quería conversar conmigo sus planes de abrir dos plantas productivas en las provincias del sur. El pidió un bife de chorizo, y yo una pechuga de pollo. El pollo estaba bastante seco.
Tras aquel «bastante seco», alisté mi lápiz para comenzar a registrar la anécdota. Y alistado estaba, cuando noté que el hombre del escritorio me observaba en silencio, como esperando algo. Miré entonces la hoja vacía, giré adelante y atrás el lápiz sobre mi dedo índice, tragué saliva y pregunté:
―¿Ese es el final de la anécdota?
―No ―comenzó a decir, bajando la mirada, apretando un poco los labios y volviéndola a subir―, también le faltaba sal.
―¿Le dio el permiso para abrir las fábricas?
―¿Darle permiso? El presidente de la Burner Motor Company era él, no yo.
―Entiendo ―dije, sin entender, e iniciando un silencio incomodo.
Fue durante el antes mencionado silencio incomodo, que me di cuenta de algo importante. Me atrevería a decir «crucial». O, tal vez, incluso, «cruceal». Ya que, al advertirlo, cruce al vació de lo desconocido. Desconocido pues, al haberme apurado tanto a iniciar mi encomienda, saliendo de la redacción sin siquiera hacer una pregunta, se me había olvidado averiguar de qué había sido presidente mi entrevistado.
―¿Quisiera el señor algo para acompañar su café? ―me preguntó entonces el mayordomo, tal vez intuyendo algo detrás de lo grande que se me acababan de abrir los ojos.
―¿Tendrá usted bizcochos? ―pregunté, perdido en mis pensamientos.
―Por supuesto. En la cocina. Ya le traigo ―me respondió y, acto seguido, saltó por la ventana de la oficina (oficina que, gracias a Dios, era de planta baja).
―¿Acaba de salirse por la ventana? ―pregunté, como si hubiera posibilidad de que lo que acaba de ver no fuera lo que acaba de ver.
―Así es. Dijo que iba a la cocina, ¿no?
―¿A la cocina se llega por una ventana?
―No, no ―se sonrió―, miré usted si yo hubiera hecho semejante tontera al diseñar mi casa. A la cocina se llega por una puerta: la puerta del patio.
―¿Saltó, entonces, por la ventana para llegar al patio, y por ahí a la cocina?
―Correcto.
―¿Por qué no salió al patio por la puerta del patio?
―Porque estamos en la oficina, y la puerta del patio da a la cocina.
―Entonces, ¿La cocina tiene una única puerta que da al patio, y el patio tiene una única puerta que da a la cocina? ―pregunté, aguantándome las ganas de rascarme la cabeza.
―¡Precisamente! Dos cuartos y sólo una puerta. Nos hemos ahorrado una fortuna en madera. Eficiencia, sabrá usted. Eficiencia. La clave de todos los éxitos de mi carrera.
―Entiendo ―dije, aún sin entender―. Menciona usted éxitos en su carrera. Un hombre de su estatura debe haber tenido múltiples logros fuera de lo ordinario. Cuál, diría, fue el primer proyecto que le hizo sentir por encima de los hombres normales.
―Con seguridad la fábrica de helicópteros.
―Veo, claro ―titubeé si repreguntar o no― y, en cuanto a usted como individuo, ¿qué proyecto le reportó más crecimiento personal?
―La fábrica de zancos ―me respondió en voz grave que subrayaba su semblante ilustre.
Asentí, pues, e intenté otra cosa:
―Parece que usted ha gestionado un número importante de fábricas.
―No realmente, yo no gestiono, yo soy presidente, yo presido. Y aprendo, por supuesto, como todo verdadero presidente.
―Que interesante eso que acaba de decir ―mentí―. Y, dígame, Durante sus tiempos como presidente, como presidente ―repetí―, ¿cuál diría usted que fue la lección, presidencial, más importante que le dejó haber presidido, lección referida, y específica, al ejercicio de la presidencia, quiero decir, para alguien que es o buscar ser de presidente y presidir?
―Qué gran pregunta ―respondió mi entrevistado, con su aire catedrático y la voz cada vez más grave― yo diría ―hizo otra contemplativa y profunda pausa―, «decide qué ropa usarás por la mañana, antes de irte a dormir» ―y luego repitió, mirando fuera por la ventana― «antes de irte a dormir» ―tras lo cual, tal vez esperando una expresión de admiración de mi parte que no llegó, agregó― «para asegurarte de que esté planchada» ―todavía no sabía yo qué se suponía que respondiera― «planchar toma tiempo», «planchar toma tiempo» ―dijo dos veces― «por la mañana» bueno, digo, «no hay tiempo para ponerse a planchar». «Hay que preparar el desayuno» ¿no? «y leer el diario». «Leer el diario». «Decidir, descansar, preparar y leer» Eso, sepa usted, es lo que hace un presidente ¡Y no planchar! «Decidir, descansar, preparar, leer y no planchar».
Afortunadamente para mí, que no lograba conectar más de dos palabras dentro de mi mente, volvió entonces el mayordomo con los biscochos prometidos.
Le tomó algo de trabajo trepar por la ventana por la que, minutos antes, había saltado con tanta destreza. Tenía ambas manos, y parte de la ropa y la cara, cubiertas de hollín. Ya dentro de la oficina, se apoyó encorvado con la mano izquierda en la pared e inclinó la cabeza, mientras seguía jadeando en busca de aliento. En la mano derecha aferraba, con firmeza que le marcaba los nudillos, una bolsa de bizcochos de grasa. Tras unos cuantos jadeos más, soltó la pared, se irguió y se acomodó el pelo con la mano; que, cubierta de hollín como estaba, le tiño de negro las canas. Fue entonces hasta un plato grande que había cerca mío y volcó el contenido de la bolsa de bizcochos. Luego se acercó con el plato en la mano y lo extendió hacía mí, mirándome fijo. Con el apretón que le había dado a la bolsa mientras ¿escapaba?, los bizcochos eran ahora más polvo de bizcochos que bizcochos. Sin embargo, viendo en la cara del hombre que acabada de ¿arriesgar su vida? por traérmelos, más ruego que oferta, me sentí obligado a no decepcionarlo. Le pasé un dedo al plato para cargarlo de polvo de bizcocho, y me lo chupé. Me asintió entonces él con la cabeza y, con ojos de alivio, me palmeó el hombro, dejándome en la camisa la impresión de su mano en hollín, y se retiró de la oficina.
Instantes después, dándome cuenta que todavía tenía la boca abierta, la cerré, tragué saliva y volví mis pensamientos a mi doble objetivo actual: por un lado, completar mi entrevista con preguntas que desentrañasen para el lector los secretos de la ilustre vida de mi ilustre anfitrión y, por otro, obtener yo algún indicio de por qué demonios era ilustre este peculiar señor.
―Volviendo a la entrevista ―comencé a decir―, ¿siente que haya algo que le quedó pendiente?
―Siempre quise aprender a surfear las olas en la playa.
―Miré que curioso ―dije, tratando de mantener los ojos quietos y de no suspirar―. Pero, digo, ¿cómo presidente?
―No, como presidente no, como surfer. No se puede surfear olas como presidente; se te mojan los zapatos.
―Cuando digo algo que le haya quedado pendiente de hacer, quiero decir de presidente ―aclaré.
―No, de presidente hice un montón de años.
―Sí, no, claro que lo hizo ―contemplé mi nuevo fracaso.
Tras otro dialectico callejón sin salida, recorrí la habitación con la mirada buscando algo que me pudiese ayudar a salir del paso.
Estaba mirando esa fotografía sobre su escritorio ―dije, apuntando con el dedo un cuadro en la pared―. Un grupo muy interesante de gente con la que se encuentra usted.
―Sí, por supuesto ―me respondió inflando el pecho―, prohombres, grandes líderes, sin dudarlo, cada uno en áreas muy distintas, por supuesto, pero indiscutiblemente grandes líderes.
―Áreas distintas deben requerir liderazgos distintos, imagino ―me entusiasmé.
―Está usted en lo correcto.
―¿Qué clase de liderazgo en particular le requirió su presidencia? ―alisté nuevamente el lápiz.
―Un liderazgo asertivo, dinámico, proactivo, con buen manejo de las habilidades blandas, como así también las duras. Atendiendo siempre a los detalles, pero nunca perdiendo de vista el conjunto y el objetivo. Sabiendo reconocer lo que funciona, para perseverar en ello, como así también lo que no funciona, para cambiarlo. Siempre, siempre, hacia adelante. Con la sabiduría y humildad necesaria para entender los momentos en que, para avanzar, hace falta primero retroceder.
―Un estilo muy, por lo que veo, específico ―dije, golpeando la hoja con la punta del lápiz―, debe ser realmente muy distinto al de esos otros líderes, imagino ¿Se mantiene usted en contacto con alguno de ellos?
―Sí, puedo decir que sí, nos intercambiamos muchos mensajes de texto ―me explicó.
―¡Vaya! Su teléfono celular debe ser el sueño de un reportero.
―¡Claro que sí! ¡Lo diseñe yo mismo!
―Me refería a los mensajes de texto que debe contener.
―No, no, nunca envío mensajes de texto por celular, me parece muy poco eficiente.
―¿Los celulares le parecen poco eficientes? ¿Y entonces cómo envía mensajes de texto a los otros líderes?
―Paloma mensajera.
―¿Paloma mensajera?
―Paloma mensajera.
―¿Una paloma mensajera es más eficiente que un mensaje de texto por teléfono celular?
―Desde luego. La paloma no requiere corriente eléctrica o carísimas torres de celular.
―¿No le parece que es menos seguro? ―hice la pregunta incorrecta― Alguien podría capturar la paloma mientras vuela e interceptar el mensaje.
―Algunos de mis colaboradores me decían eso también ―comenzó a responderme, torciendo un poco la cabeza y la sonrisa― y, como todo gran líder, siempre escucho lo que tienen para decir mis inferiores. Fue así que diseñé un sistema para hacer imposible que alguien capture mis palomas en vuelo.
―¿En serio? ¿Y cómo logra eso? ―pregunté con, está vez, sincero interés.
―Bueno, verá usted, no se puede atrapar del aire, aquello que no se encuentra en el aire ―hizo una pausa para elevar las cejas―. Una vez redactado y aprobado el mensaje, lo atamos en un pequeño papel a la pata de la paloma y mi mayordomo guarda el ave en una caja fuerte y la lleva en su automóvil hasta el destinatario. Incluso si alguien asaltara a mi mayordomo en el camino, sólo yo sé la combinación de la caja fuerte y, por ende, no hay forma de acceder al mensaje.
―Si sólo usted conoce la combinación de la caja fuerte, ¿Cómo la abre el destinatario cuando la recibe? ―hice otra pregunta sin sentido.
―Excelente pregunta. Verá, cuando vuelve mi mayordomo de entregar el mensaje, envío una segunda paloma con la combinación.
Luego de eso permanecí cinco minutos en absoluto silencio.
―Ya se ha cumplido el tiempo pactado ―me dijo, a las cinco en punto el hombre del escritorio, mirando su reloj pulsera―. Han quedado muchas cosas fuera, mas aun así, esta entrevista ha sido realmente interesante. Será todo un éxito. Présteme sus anotaciones por favor. Quisiera revisarlas antes de que las publique.
Extendió entonces su mano, en señal de solicitud. Lo miré a los ojos, miré su mano y luego miré las hojas completamente en blanco del anotador que tenía en la mía.
―Espero entienda usted que eso iría en contra de las buenas prácticas periodísticas ―le dije para ganar tiempo, mientras el más ártico de los sudores me corría por la espalda―, no puedo compartirle mis anotaciones. Por supuesto que le haremos llegar el artículo antes de publicarlo, para que verifique los datos allí volcados. Pero, el vínculo entre periodista y sus anotaciones es sagrado.
―Y yo espero que usted entienda que no soy un entrevistado normal y que quiero ver sus anotaciones. Deme el cuaderno ―me dijo con la suavidad de una caricia y la determinación de una puñalada.
―¿Puedo ir primero al baño?
―No.
―¡O Dios santo! ¡¿Qué es eso?! ―dije apuntando a la ventana detrás del presidente.
Al momento que el hombre volteó a mirar la inventada amenaza, comencé frenéticamente a escribir sobre el papel lo que fuera que se me ocurría (en retrospectiva, tal vez hubiera sido mejor huir).
Tras confirmar que detrás de sí no había más que una ventana, el antiguo presidente volvió a voltear para mirarme. Al sentir su mirada me paralicé, cual zorro en la ruta viendo las luces del bólido que se aproxima, con los ojos bien bien abiertos, y el lápiz todavía apoyado sobre el cuaderno.
―¿Qué está haciendo? ―me preguntó mi formidable entrevistado, frunciendo el ceño por vez primera desde que llegase yo.
―¡Estoy terminando mis anotaciones! ―respondí con voz de pito― Si me da cinco minutos, las termino y se las doy. Tal vez mejor diez, seguro no más de noventa.
―¿Por qué necesita noventa minutos para terminar unas anotaciones? ―indagó, retomando la parsimonia en su voz.
―¡Mentile! ¡¡Mentile!! ―me rogó a los gritos una voz en la cabeza.
―Sí, sí, ¡ya sé! ―respondí, también dentro de mi cabeza (quiero creer)―, pero, ¿qué? ¡No se me ocurre nada!
En la desesperación de superar el peligro, todas las mentiras en mi cabeza se habían lanzado a la carrera al mismo tiempo. Agolpándose unas con otras, estaban ahora atoradas en los corredores de mi mente, incapaces de alcanzar mi boca. En pánico creciente, decidí dar la única respuesta que se me ocurría, sabiendo que era la peor: la verdad.
―No escribí nada ―dije.
―No escribió nada ―repitió, monocorde, el antiguo presidente.
―¡Es que no hay nada que anotar! ¡Lleva usted más de una hora diciendo puras pavadas! ―respondí, presa del terror, una pregunta que no me habían preguntado― ¡¿A quién demonios se le ocurre enviar palomas mensajeras en auto?! ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué, por el amor de Dios, hacerle drenajes a una taza de café?!
―Llevo más de una hora diciendo pavadas ―volvió a repartir el hombre, sin el más leve cambio en su neutra expresión.
―¡Puras! Pavadas.
―Usted considera que las tazas no necesitan drenajes.
―¡Dios santo! No me está entendiendo, la verdad es: ¡ni siquiera sé de qué ha sido usted presidente! ¡No lo sé! ¿De este país? ¿De una empresa? ¿De otro país? ¿Del club nacional de presumidos no anónimos? ¡No lo sé! ¡No lo sé! Por el amor de Dios, ¡no lo sé!
―No sabe de qué fui presidente yo ―volvió a repetir, y luego guardo un instante de silencio―. Entiendo ―agregó luego.
Tras esto último, miró a su mayordomo y le apuntó hacia la puerta con el mentón y los ojos. El hombre se retiró y nos quedamos solos. El antiguo presidente y yo.
―¿Va usted a matarme? ―le pregunté.
―No ―me tranquilizó―, pero sí voy a decirle algo, que espero me escuche con atención ―antes de retomar la palabra, miró por la ventana a la lejanía distante e inhaló con sonoridad― ¡Yo tampoco sé de qué fui presidente! ―espetó con la voz bien aguda.
―¡¿Qué?! ―me consterné.
―Y no ―se encogió de hombros―, por supuesto que no ― elevó las manos, manteniendo los hombros encogidos― ¿Por qué piensa que acepté esta entrevista? Esperaba que usted me lo dijese ¿Qué clase de periodista es usted? ¿Cómo puede haber aceptado el encargo de entrevistar un gran presidente, sin antes consultar presidente de qué fue? ―me recriminó, sacudiendo la cabeza.
―¡¿Cómo puede usted haber sido presidente sin antes, durante o después, haberse enterado presidente de qué?!
―¿Y eso qué tiene de raro? Un presidente tiene muchísimo trabajo. Yo estaba siempre demasiado ocupado cumpliendo con mis obligaciones como para ponerme a averiguar cuáles obligaciones eran las que cumplía.
―¡¿Qué?! ―me consterné por vez segunda.
―Qué suerte la mía ―miró al techo― ¡¿Va usted a ayudarme o va a seguir ahí gritando «Qué»?!
Claramente, no se podía negar, el hombre y yo estábamos en el mismo barco, en las mismas aguas traicioneras. Si yo contaba la ridícula forma en la que ejercía su profesión, él haría lo propio con la mía. O salíamos los dos juntos, o no salía nadie.
―Está bien, está bien, tiene usted razón, tranquilicémonos ―tomé aire― ¡Documentos! ―exclamé epifaneticamente― Ser presidente implica montones de documentos. De seguro sus colaboradores le traían todo el tiempo documentos para firmar ¿Sobre qué clase de temas eran?
―Me los traían para firmar, no para leer, ¿cómo podría yo saber de qué temas trataban?
―¡Colaboradores! ―epifaneé por vez segunda― Yo podría ir a entrevistar a sus colaboradores y, mientras los entrevisto, colar alguna que otra pregunta sobre en qué colaboraban. Siendo que lo que ellos colaboraban, colaboraba con su presidencia, sus respuestas nos van a decir con qué necesitaba colaboración su presidencia y, por ende, qué presidencia era ¿entiende? Los panaderos requieren colaboración con sus panes, los remeros con sus remos, y los herreros con sus erres, ¿entiende?
―No servirá ―me respondió apesadumbrado―. El principal aporte que siempre le solicité a mis colaboradores era el de no hacer preguntas.
―Un café me ayudaría a pensar ―me dije a mi mismo en voz alta.
―Si quiere llamo a mi mayordomo.
―No, gracias, no creo que la taza me quepa en la boca ¡Un momento! ―las epifanías seguían llegando― Su mayordomo. Puedo ir y preguntarle a su mayordomo de qué fue presidente usted.
―No servirá de nada, es sordo.
―Pero si le hablé varias veces y me respondió.
―Y sí, es sordo no maleducado.
―¡Otro momento! ¿Qué tal si le pido a él que lo entreviste a usted?
―Pero si le acabo de decir que es sordo.
―¡Exacto! Él no va a poder escuchar la estupidez de sus respuestas.
―¡Brillante!
Y esa, hijo mío, es la historia de como gané mi primer premio a la excelencia periodística y me ascendieron a la gerencia de redacción.
―Esa historia no tiene sentido.
―¿No? Bueno. La próxima haceme acordar y te la cuento distinto.
―Al final, ¿de qué había sido presidente ese hombre?
―Fue presidente de grandes cosas, de grandes cosas.
―Nunca lo averiguaste, ¿verdad?
―No.
―¿No lo decía en la entrevista que te dio el mayordomo?
―No sabría decirte, nunca la leí.
―Veo. Voy a seguir con la tarea del colegio, ¿me traes un vaso de leche?
―Por supuesto, hijo. Dame un minuto, no sé dónde dejé la llave de la ventana.
Autor Javier Banchii