―Buenos días ¿Podría hablar con el señor Juárez?
―¡¿Quién habla?! ―respondió una voz estridente y cargada de tensión.
―Llamó de parte del banco Sánchez y Galucho ―mentí―, queríamos hablar con el señor Juárez ¿Podría comunicarme con él?
―¡¿Está llamando para vender algo?! ―se tensó aún más la voz―. No nos interesa comprar nada.
―No, no, nada de eso. Sólo queríamos conversar un momento sobre su cuenta en el banco.
―¡¿Les debe algo?! ¡Maldita sea! ¡Qué inútil! ¡Siempre lo mismo! ¡Le dije que se acuerde de pagar a tiempo las cuentas!
La idea de que Juárez fuese un cliente moroso me inquietó, pero decidí que no tenía sentido intentar sacarle información a su mujer en aquel momento. Mi artimaña era simplemente para lograr que la mujer me comunicase con su marido; no me había preparado para hablar con ella. Y, a decir verdad, la idea de escuchar esa chillona voz de pito por más de treinta segundos hacía que se me callera el pelo.
―No, no, señora ―traté de sonar cortés, aunque la mujer comenzaba a desagradarme (aun con lo poco que habíamos hablado)―. No es nada de eso, sólo necesito un minuto de su atención para comentarle algunos beneficios de los que dispone a partir de este mes ¿Podría hablar con él, por favor?
―Ya le dije que el señor Juárez no está interesado en comprar nada ¡Adiós!
Tras despedirse colgó el teléfono con bastante violencia, dejándome a solas con la impotencia de no poder decirle cuanto la odiaba. Suelo ser una persona tranquila (hasta donde la sensatez lo permite), y apenas y había hablado unas palabras con la mujer; pero algo en esa nerviosa y penetrante voz de pito me revolvía el estomago. Tuve que parame y dar dos vueltas alrededor de mi escritorio para ahuyentar el recuerdo. Sólo imaginármela enfurecida, porque su marido había vuelto borracho y dejado la puerta sin llave, me tensionó al unísono los hombros, el cuello y la mandíbula.
Todavía necesitaba hablar con Juárez, pero la idea de volver a martillarme el cerebro con aquel chirrido que su mujer tenía por voz, previno que telefonease de nuevo. Decidí entonces ir más temprano ese día, para poder interceptar a Juárez en su vuelta a casa. Algo me hacía sospechar que usaba el tren, y no su automóvil, para ir y volver del trabajo. Aun así me pareció que sería arriesgado esperarle en la estación y que podría perder el día entero si así lo hacía. No, me convenía esperarlo afuera de su casa donde seguro lo vería llegar.
No quería levantar sospechas por el barrio, por lo que me puse las ropas que mejor me permitiesen pasar desapercibido en mi espera. Mi armario no ofrecía mayores opciones y terminé poniéndome unos pantalones para correr de algodón marrón y una remera blanca con un estampado de un cachorro sosteniendo un globo. Hubiese sido mejor completar el disfraz con unas zapatillas, pero no tengo y tuve que usar mis zapatos de siempre.
Recordaba que en la cuadra de los Juárez había un banco que me podría ser útil, de esos de plaza que a veces, por alguna razón, aparecen fuera de ellas. Una vez allí me senté a leer el diario y esperar a mi cliente. Por un buen rato no pasó demasiado; una mujer (que identifiqué como la vecina metiche de la que me había hablado Juárez) pasó por delante mío con las bolsas de los mandados y se quedó un rato mirándome; un vecino gordo sacó a pasear a su perro gordo, sólo hasta la puerta de su casa por una renguera visiblemente dolorosa que llevaba; varios autos fueron y vinieron; y unos niñajos ensayaron un partido nocturno de futbol en la vereda; nada que me pareciese de utilidad para el caso. Juárez apareció cerca de las diez y media y se sorprendió visiblemente de verme. Vaciló varias veces sin estar muy seguro de qué hacer, dudando entre venir hacía mí o dirigirse a su casa tratando de evitarme, y finalmente se acercó y se sentó en el extremo opuesto del banco.
―¿Qué hace aquí? ―me preguntó entre dientes mientras fingía atarse los cordones, claramente turbado por mi presencia.
―Necesitaba habar con usted y no pude comunicarme por teléfono ―le respondí sin apartar la vista de mi periódico.
―¿Llamó a mi casa? ¿Está loco, Piedra? ¿Tiene idea lo que ocurriría si alguien se entera de quien es usted?
―Sí, pero no me importa. Cayese y escúcheme, Juaréz. Encontré la manera de entrar a su casa sin que me vean los vecinos. Necesito que se asegure de dejarme la puerta del patio abierta.
―¿La puerta del patio? ¿Para qué?
―Este no es el lugar para ponernos a charlar, Juaréz ―lo atajé sin nunca quitar la vista del papel frente a mis ojos―. Deje de molestar y haga lo que le digo. Y dese una ducha antes de dormir; el olor a vino se le siente a una cuadra.
El comentario pareció entristecer al hombre que se quedó quieto con la cabeza gacha. Tal vez era simplemente uno de esos ebrios depresivos, pero me pareció que realmente lo había avergonzado con mis palabras.
―No se ponga así, Juárez ―le dije―. Yo no lo juzgo. Ya la conocí a su mujer.
No pude evitar mirarlo a los ojos y dedicarle una media sonrisa. Él me devolvió una parecida pero más chueca, exhaló fuerte por la nariz y se fue a la casa.
En el silencio de la noche pude escuchar los engranajes de la cerradura, girando al son de la llave.
***
Sin perder un instante me dirigí al baldío para poder colarme en la casa de mi cliente. Tuve que ahogar un insulto al comprobar que la puerta del lavadero estaba cerrada con llave. No había alternativa, trepé la pared hasta el primer piso y me volví a meter por la ventana. Parado en el pequeño cuarto de servicio, el ruido de un golpe en la planta baja me puso en alerta; sonó amortiguado, como si un objeto pesado cayese sobre la alfombra. Me detuve en el pasillo a escuchar lo que ocurría. Primero escuché un sonido bajo e intermitente, como si alguien arrastrara algo por el piso. Luego escuché el rechinar de una puerta de madera; por su localización pensé inmediatamente en el lavadero. Debía ser Juárez que finalmente se había acordado de destrabar la puerta del patio.
Decidí ir a montar guardia cerca de la puerta de calle para ver si alguien pasaba y la abría. Recorriendo el pasillo hasta la escalera pasé por la recamará principal. El dueño de casa se había dejado un velador prendido y pude observar, para mi gran sorpresa, que la pareja dormía en silencio. Juárez no estaba en la planta baja; alguien más estaba allí. Bajé la escalera tan rápido como pude sin hacer ningún ruido y, con gran cautela, fui hasta el lavadero. La puerta estaba cerrada y la casa entera parecía ahora inmersa en el más estridente de los silencios; no se escuchaba absolutamente nada. Entonces me percaté que se me habían erizado los pelos del brazo. Tenía frío; hacía frio ¿Cómo podía ser? Era cierto que yo no llevaba abrigo pero, era febrero, aquello no tenía sentido. Inmediatamente pensé en la puerta principal y me dirigí a ella. Estaba sin llave.
Antes de irme di algunas vueltas más por la casa. No esperaba encontrar nada nuevo pero, ahora que comenzaba a sospechar lo que ocurría en aquella casa, me surgió la duda de si Juárez estaría dispuesto a pagar por la verdad que iba a entregarle, por lo que decidí asegurarme de poder cobrar, pasara lo que pasara. Era una casa verdaderamente elegante.
Al día siguiente me pareció mejor estar allí antes de que llegase mi cliente. Esta vez vestido más de acuerdo con mi profesión, salté nuevamente la medianera y me dispuse a entrar a la casa. Se me ocurrió que, si bien era cerca de la hora en la que llegaba el marido, podría ser que la mujer estuviese despierta y me convenía extremar el sigilo al trepar la pared. Para mi fortuna no hizo falta; aquella noche la puerta del lavadero sí estaba abierta. Entré y empecé a caminar hacia el comedor. El aire se sentía más pesado que nunca y apenas podía distinguir siluetas en la fantasmagórica penumbra. Quería esconderme para ver llegar Juárez y vigilar luego la puerta; pero saliendo del lavadero la temperatura bajó de golpe y una corriente de aire gélido que me subió por la espalda me paralizó. Entonces empecé a escuchar unos extraños sonidos que bajaban desde la planta alta. Al principio se escuchaban como golpes rítmicos y bajos, como un lúgubre tambor, o pasos, o tal vez algo más. Luego comenzaron a sonar unos chirridos espantosos. Eran agudos e indescifrables, por momentos asemejaban quejidos infrahumanos pero cada tanto se tornaban casi en alaridos. Parecían el rechinar de los engranajes de una tétrica máquina de tortura, o los lamentos de una harpía condenada. Sentí frio y miedo y quise irme de aquella casa maldita. Me di media vuelta para escapar por el lavadero, y entonces la vi. Era la cadavérica figura de una mujer, vieja y encorvada, de piel pálida que le colgaba de los huesos como harapos, a penas cubriéndole partes de la cara y los brazos. Vestía un delantal negro que parecía pesarle cruelmente y se movía con una lentitud inexorable. La habitación entera estaba ahora inundada por una vacilante luz blanquecina que no parecía provenir de ningún lado.
Entonces levantó la vista y me miró. Se me extinguieron la respiración y el pensamiento. No podía moverme; sólo ver y escuchar. El rostro era terrible, una mitad conservaba la piel y se arqueaba en una expresión de tristeza; y la otra mitad era hueso desnudo: el sórdido rostro de la mismísima muerte. El corazón me latía ahora lentamente pero con mucha fuerza, en simultaneo con los rítmicos ruidos sordos que todavía llegaban del primer piso ¿Había acaso más de un fantasma? Entonces se escuchó algo más que apagó los golpes del primer piso; era la cerradura de la puerta de calle que giraba sobre sí misma. El espectro frente a mí dio entonces media vuelta y se dirigió a la puerta del patio, sacó de un viejo cajón una llave de hierro y la cerró. La mortecina luz que iluminaba el cuarto comenzó a menguar y comenzó a llegar el sonido de pasos vacilantes desde el frente de la casa. Perturbado por todo lo que ocurría, únicamente atiné a esconderme en un armario de servicio a mi lado.
Desde allí me llegaban con claridad todos los ruidos de la casa. Los pasos se detuvieron por un instante y escuché como alguien abría el agua de una ducha. Dos o tres minutos después volvieron a sonar y escuché como hacían crujir la escalera principal. Luego más pasos y más indescifrables sonidos. Tras unos instantes de silencio volví a escuchar el susurro intermitente de algo que era arrastrado por el piso. Volvió a crujir la escalera y el sonido vino hacia el lavadero y pasó delante del armario donde me escondía. Después se escuchó algo metálico y un pequeño golpe. Volvió a pasar por delante del armario el ruido de arrastre y se dirigió hacia el frente de la casa. Entonces sonó de nuevo la cerradura; la puerta principal se abrió y se cerró y toda la casa calló en impenetrable silencio.
***
Volví una vez más a aquella casa de Olivos a recabar un poco de evidencia, y luego cité a Juárez a mi oficina. Las fotos del fantasma lo horrorizaron. Horror que duró el corto tiempo que le tomó llegar a la conclusión de que esto significaba que tenía razón. Entonces empezó a blandir las fotografías en el aire y vitorear, gritándole desde mi oficina a su mujer que de ahora en más las cosas serían distintas. Cuando se fue me estrechó fuerte la mano y hasta me pidió que conservara el cambio. Otro caso cerrado con éxito.
Soy hombre honesto y les entrego a mis clientes nada más que verdad. Pero de las dos verdades que tenía para Juárez, me pareció que la que él había traído consigo el día que entró por primera vez a mi oficina, era la única que necesitaba escuchar. El hecho de que su mujer lo engañaba con el vecino rengo, que se metía por el patio mientras él no estaba pero que, por culpa del espectro, tenía luego que salir por la puerta de calle (dejándola sin llave), no le traería más que problemas. Y los clientes con problemas suelen ser clientes insatisfechos y, por ende, problemas ellos mismos. El hecho de que en la casa había un fantasma, y que el fantasma andaba por ahí entrometiéndose con las cerraduras, era indiscutiblemente verdad, y una verdad con las que los cuatro podían estar tranquilos.
Además, los divorcios son costosos y dificultan pagar otras cosas, como por ejemplo los servicio de un detective privado, y yo todavía debía el alquiler. Después de todo soy, por sobre todas las cosas, un hombre sensato.
Autor Javier Banchii
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