Camino pensando en lo que pasó hoy. El dolor, el miedo, las heridas. El ataque fue sorpresivo, que me tocara ser la víctima, más decisión del azar que de mis victimarios. Todavía me duelen la pierna y el cuello, el resto, lo sé, volverá a doler por la noche, cuando intente dormir. Llego al edificio y un cruel cartel me anuncia que el ascensor se encuentra fuera de servicio. Dos pisos por escalera, la pierna me duele muchísimo. Finalmente en el diván, le dedico buena parte de la sesión a narrar el violento episodio.
―A ver, mostrame la herida de la pierna ―me dice con su neutro semblante y su neutra voz.
―¿Para qué querés que te muestre?
―Vos sabés para qué.
Miro el inexpresivo rostro y se me tensan los nervios. Anticipo el resultado y sufro. Empiezo a transpirar. El silencio continua y termino por cumplir lo solicitado, me subo el pantalón hasta la rodilla y miramos mi pierna. Sana, no hay heridas, me lo inventé todo otra vez. Lloro otra vez. Sufro otra vez.
Ya son casi diez años de tratamiento. Tantas veces pensé que progresaba, tantas veces pensé que se terminaba, tantas veces me volvió a pasar.
El martes por la mañana me detengo antes de abrir la puerta de mi casa y salir a la calle. Ansiedad; duda; vergüenza; todo junto y miedo a girar el picaporte. Se me ocurre que hoy es un día para tomar dos pastillas en vez de una. El pomo está frío, también lo estará la calle. Suspiro, abro la puerta y salgo. Lo logré. Termino todo el día sin que vuelva a pasar y regreso a la seguridad de mi casa con tranquilidad, paz y hasta un poco de alegría. Lo logré.
Ahora es miércoles y hoy estoy mejor que ayer, ya van tres semanas del último incidente. Me siento fuerte, capaz, resiliente. Acordé trabajar hasta tarde, para recuperar horas de licencia médica. Para cuando salgo ya es de noche. Faltan sólo cuatro cuadras para llegar a mí casa. Ya casi lo logro. Un día más. Ya casi. Entonces me detengo, en la otra esquina mi atacante me espera. Me mira fijo, el rostro rígido y los músculos tensos, espera para lanzarse sobre mí, para lastimarme, para quebrarme. Pienso en dar la vuelta y escapar, correr lejos, ponerme a resguardo ¿Y si no está realmente allí? Y éste es sólo otro incidente, uno más en una sucesión de cientos. Cuando llegue a casa me miraré en el espejo y no habrá allí más que la misma cara que había por la mañana. Y tendré que empezar de nuevo todo. Siento vergüenza y se me salen las lágrimas, mi atacante me mira y espera. Ya no importa nada, ya nunca sanaré, esto seguirá pasando por siempre ¿Qué importa, entonces, si está realmente allí o sólo en mi imaginación? ¿Importa si me ataca y me lastima? Tal vez, está vez, el agresor sea real, y tal vez sea despiadado, tal vez no se detenga hasta matarme. Puede que le ponga así fin a mi agonía, fin a mi lucha. Decido no dar la vuelta, decido seguir avanzando. A un paso de donde se encuentra, me detengo y lo miro fijo, como él me mira. Pasan unos segundos. Desvía la mirada y espera que me vaya. Al entrar a mi casa siento que el pecho me va a explotar ¿Era mi imaginación o sólo un pobre imbécil intentando asustarme? No importa, lo logré. Lo logré. Avanzo, progreso, sano. Lo logré.
Pasan casi dos semanas sin que vuelva a ocurrir. Me siento más fuerte que nunca. Otra vez me pidieron trabajar hasta tarde. No me importa. Ya no hay nadie en la oficina y ya no me queda nada por hacer. Me acerco al ventanal a mirar la calle y dejar correr las agujas del reloj. Allí abajo, oculta tras un puesto de diarios, una amenaza acosa a su presa. Este atacante es más grande que cualquier otro que haya yo visto antes. Y su apariencia es más siniestra. Siento terror y un escalofrío me corre por la espalda. Nunca había visto algo semejante, pero, esta vez, no es a mí a quien él ve. Mira hacia la esquina, yo estoy en el primer piso, inerte en la ventana, incapaz de siquiera pensar. Miro hacia donde mira y veo lo que ve: por la calle se aproxima un hombre caminando. El hombre está distraído mirando su teléfono celular y tarde en detectar la amenaza. Hasta que al fin ve. Se queda quieto un instante, preso del mismo terror que yo. La lúgubre figura sale de detrás del puesto de diario. Es aún más grande de lo que había creído. Da pasos lentos hacia el hombre. Pasos cautelosos, pasos amenazantes: pasos de cazador. Se dispone a atacar, es claro, el hombre lo sabe y hecha a correr. Ambos lo hacen. En cuatro zancadas lo alcanza y lo embiste con el hombro. La víctima vuela por el aire y cae al suelo, desesperado busca incorporarse y continuar la carrera, pero su agresor está ya a su lado y lo golpea con fuerza con el antebrazo, lanzándolo nuevamente al aire como si fuera un chiquillo. Tiene una fuerza descomunal. El hombre vuelve a intentar escapar, y la cruel escena se repite. Ahora jadea, sangra, sufre, mas no pide socorro. No puede. Un nuevo golpe le quita el conocimiento. El atacante se acerca y se inclina sobre él. Lo inspecciona muy de cerca, demasiado, por un instante me parece que lo huele. Ahora se incorpora, toma el cuerpo de su víctima por el tobillo y se lo lleva a la rastra. Da la vuelta a la esquina y la calle vuelve a la quietud y al silencio. Dentro de la oficina donde me encuentro, a salvo, escucho el corazón que me late aterrorizado.
Intento dos veces salir a la calle, pero no puedo. Mi voluntad se niega. El miedo la paraliza. Intento razonar con ese miedo, explicarle que lo que vi debe ser sólo un incidente más, pero no escucha. Repito en mi interior que esto es otro incidente ¿Otro incidente? Tal vez, mas uno como nunca antes sufrí. Esta vez el ataque, la violencia, no fue contra mí, esta vez el dolor no fue mío. Eso nunca antes había pasado. Me da miedo salir a la calle. Finalmente decido no hacerlo de noche. Vuelvo a mi oficina, me escondo debajo de mi escritorio e intento dormir. No puedo. La vergüenza no me deja.
―Sí, es verdad ―me dice, siempre con el mismo tono de voz neutro que tanto detesto―. Nunca antes tus alucinaciones habían incluido otras víctimas. Eso es verdad. Pero ―hace una de sus practicadas pausas―, ¿es eso suficiente como para afirmar que está vez realmente ocurrió? Describime de nuevo al atacante.
―Era alto, muy alto.
―¿Qué tan alto?
―Muy alto. Le sacaba unas dos cabezas al hombre.
―¿Y el rostro? ¿Cómo era?
―Blanco, muy blanco y huesudo. Tenía las cuencas de los ojos anormalmente grandes y los ojos tan hundidos que no se podían ver porque su propia cara les hacía sombra. La quijada era larga y afilada, casi como un hocico. Era terrible.
―Casi no suena a un rostro humano.
―Tal vez era una máscara.
―¿Y cómo estaba vestido?
Hago una pausa, no respondo. Se queda en silencio, mirándome y esperando.
―Estaba vestido con una túnica larga, de color gris oscuro.
―Parece salido de una película.
Con su maldita inexpresividad nunca termino de saber si le da placer ver cómo me avergüenzo, si disfruta humillarme.
Odio hacer terapia. Aunque, para mi sorpresa, está vez la sesión termina en optimismo. Me dice que esta recaída, como no lo fueron las anteriores, es señal de progreso. El incidente ha cambiado porque yo he cambiado. Estaba empezando a controlarlos. No a evitarlos, pero sí logrando evitar que me controlaran a mí. Y por eso han cambiado. Sus palabras me suenan a verdad. Las fieras son más peligrosas cuando se sienten en peligro. Tengo que prepararme para lo que se viene. Se alimentan de mi atención, mientras menos se las entregue, más hambre sentirán y más violentas serán.
Dos semanas de tranquilidad pasan. Empiezo a sentir paz. Empiezo a sentir felicidad. Sé que eso no les gusta, que les enfurece. Seguro vienen ya por mí. Estoy en casa cuando escucho los alaridos. Salgo al balcón y miro a la calle, una mujer con el rostro ensangrentado grita pidiendo socorro. Dos figuras tenebrosas la rodean. Me recuerdan al último incidente, son corpulentas, visten de gris y sus rostros inhumanos cargan una calma que paraliza. Ambas figuras se abalanzan sobre la mujer y la tiran al suelo. Luego se inclinan sobre ella y descargan salvajes golpes de puño. Ya el primero deja inconsciente a su víctima, pero no les importa. Sin emoción alguna en sus semblantes, dan hasta veinte puñetazos antes de detenerse, incorporarse y llevarse el cuerpo a la rastra. Sigo mirando la calle. Nadie viene. Nadie respondió a los gritos de socorro. En ningún otro balcón hay gente mirando lo que pasa ¿Qué otra cosa podría ser sino un nuevo incidente?
Dos semanas más pasan. Tres veces más veo a las siniestras, perversas e impávidas figuras brutalizar transeúntes. Trato de no prestarles atención. Tengo que evitar prestarles atención. Es jueves y estoy en la oficina, mis compañeros hablan entre ellos. En la cuadra del edificio donde trabajamos aparecieron manchas de sangre en la calle. Todos están nerviosos. El sudor me corre por la espalda y siento escalofríos. Sé de dónde vienen esas manchas. Esto no había pasado jamás. Los incidentes empiezan y terminan, y nadie que no sea yo puede dar cuenta de ellos. Esto nunca antes había pasado ¿El hambre y la furia les ha llevado a un nuevo nivel? ¿O es esto otra cosa?
Más días pasan y más semanas pasan. Escucho cada vez más rumores de violentos ataques y gente que desaparece en la noche ¿Acaso ataques que yo he visto y confundido por incidentes míos? Recuerdo las palabras de mi terapeuta: «Casi no suena a un rostro humano». Nunca antes los incidentes habían tenido esos rostros grotescos, inexpresivos y aterradores. Todo lo contrario, siempre se escondían en caras imposibles de diferenciar de tantas otras. Era su forma de siempre atraparme. No me han atacado en meses y les he visto atacar decenas de indefensos. Nunca antes dejaron pasar tanto tiempo sin atacarme ¿serán incidentes o será otra cosa? Día tras día reviso las noticias, buscando señales de gente extraviada o brutalizada por desconocidos. Nadie reporta nada, son sólo rumores. No sé qué pensar. No sé qué pensar.
Ya no le temo a la noche. Me piden que trabaje hasta tarde otra vez y acepto sin siquiera dudarlo. Recién a medianoche salgo a la calle. Es muy tarde, hace frío, no hay nadie. No me importa. Siento que ya no sé lo que es real y lo que no ¿Estoy realmente volviendo del trabajo a mi casa? ¿Es de noche o sólo creo que lo es? ¿Importa? Empiezo a pensar que no. Hago varias cuadras de mecánico caminar. Mi mente en estado nebuloso de pensamientos inconexos. Miro el cartel de la calle y me doy cuenta de que estuve caminando en la dirección equivocada. En consonancia con el estado de mis pensamientos, en lugar de recorrer el camino hacia mi casa, he venido a la oficina donde hago terapia. La confusión se acrecienta en mi interior y pierdo más y más confianza en mis propias decisiones. Elijo no preocuparme e irme a mi casa. Doy cinco pasos y escucho un grito aterrorizado. Otro más.
―¡Socorro! ¡Socorro! ¡Alguien que me ayude! ―suplica una voz que me resulta familiar.
Me doy la vuelta y veo venir hacia a mí a mi terapeuta. Corre con dificultad y tiene el rostro cubierto de sangre. Me reconoce y me ruega:
―¡Ayudame! ¡Ayudame! Me persiguen ¡Ayudame!
Reacciono sin pensar. Tomo su antebrazo y echamos a correr. En la esquina hacia la que nos dirigimos aparece uno de ellos. Escucho como grita a mi lado. Doy media vuelta y corro en la dirección opuesta. No suelto su brazo. Intentamos por una diagonal. Hacemos dos cuadras y vemos, delante, otro que nos espera. Volvemos a cambiar de dirección y pienso por primera vez. Estoy cometiendo el mismo error que los demás: todos escapan. No hay que escapar, hay que ocultarse. A pocos metros hay un contenedor de basura. Voy allí, abro la tapa y le digo que se meta adentro. Me obedece sin cuestionamientos. Yo también me meto. Le digo que trate de respirar despacio y no sollozar. Pasan minutos que se sienten como horas y la noche devuelve sólo silencio. No hacemos nada, se paraliza por el miedo, yo por la duda. Una eternidad después decido mirar fuera a ver qué pasa. Al ver lo que hago me tira del brazo, pero levanto la tapa de contenedor e inspecciono la calle.
―No hay nadie ―le digo y llora de angustia y alivio.
―¡Gracias! ¡Gracias! ―me dice y sigue llorando― Iban a matarme.
―Sí, no sé ―le respondo.
―No, sí, sí ―me dice―. No sabés como me pegaron. Estaban locos. Querían matarme.
―La verdad, no sé ―vuelvo a decir.
―¿Cómo no sabés? ―me pregunta tras un segundo de silencio e incomprensión―. Te lo estoy diciendo yo.
Me doy cuenta de que empieza a enojarse.
―Sí, tal vez debería creerte. Pero siempre es así. Siempre pienso que las cosas pasan como creo que pasan. Hasta que me doy cuenta de que no.
―¡No seas imbécil! ¡Esto no es uno de tus incidentes! Esto es real. Estoy acá diciéndotelo ¡¿No ves como me dejaron la cara?!
―Sí. Igual que me la dejaron a mí cien veces.
―Esos eran delirios tuyos. Esto es real ¡Mirame! ¡¿No me ves?!
―No sé. Tal vez sí, tal vez no. Empiezo a pensar que no importa de una u otra manera.
―¡¿Cómo no va a importar?! ¡Demente! Querían matarme. Casi me matan. Me duele muchísimo.
―¿No te parece raro que salga de trabajar a medianoche y justo me confunda y camine hacia tu consultorio en vez de mi casa? Y cuando estoy llegando, aparezcas en medio de la noche, atacantes persiguiéndote que casi no parecen humanos ¿Qué hacías a esa hora tan lejos de tu casa? ¿Por qué te persiguen? ¿Qué razón pueden tener para querer lastimarte? ¿Qué de todo esto suena razonable? ¿Por qué te atacan a vos y no a mí?
―¡Demente! ¡Demente! ¡Imbécil! ¡¿No me ves la cara?! ¡¿No ves lo que me hicieron?! Yo qué sé por qué mierda me persiguen. Me quedé trabajando hasta tarde ¿Qué tiene eso de raro? Vos sí que no tenés cura ―Me mira con una expresión que no entiendo y se larga a llorar de nuevo.
Nos quedamos un tiempo más ahí en el contenedor. Llora y le pide a Dios ir a su casa. Tiempo después la luz comienza a filtrarse por los bordes de la tapa de nuestro refugio. Está amaneciendo. Todavía es tarde, pero en esta época del año amanece temprano. No soporta más el encierro y me dice que va a intentar salir. No sé qué responder y me encojo de hombros. Me vuelve a mirar con otra expresión que no entiendo y se incorpora. Levanta la tapa y se pasa un rato mirando fuera. Finalmente junta coraje y sale del contenedor. Pasa poco más de un instante cuando escucho cómo golpea el suelo. No le dan tiempo ni a gritar. Puedo escuchar los feroces golpes que le pegan. Ahora ya no escucho nada. El ataque terminó. Me llega de fuera el sonido de su cuerpo siendo llevado a la rastra. Me quedo donde estoy, No me muevo. No hago nada. Nada pasa. Estoy a salvo.
Dejo pasar varias horas, hasta que los ruidos de la calle me dicen que hay gente fuera. Yendo y viniendo como cualquier otro día. Decido entonces salir de mi refugio e irme a mi casa. Recién en mi habitación regresan pensamientos a mi mente. Pienso en lo que acaba de ocurrir y en cómo sigo sin saber si ocurrió realmente. Recuerdo entonces la expresión en el rostro de mi terapeuta justo antes de salir del contenedor y que ellos ataquen. Creo que ahora sí la comprendo. Era miedo. Rendición y miedo. Pienso en como nada hice y nada me pasó a mí. Sigo pensando en aquel momento. Sigo pensando en que nada hice y nada me pasó ¿Volveré alguna vez a ver a mi terapeuta? ¿Importa? Nada hice y nada pasó. No, no importa.
La siguiente vez que veo un ataque la victima me ve y me suplica que le ayuda. Sonrío, saludo y sigo. Sé que no es nada. Los incidentes ya no me controlan. Finalmente lo logré. He sanado. Bendita sea mi suerte. Descanso al fin.
Autor Javier Banchii