Inspirado por “El sofá” de Enrique Amberson Imbert
En una de las muchas ciudades de este nuestro mundo, vivió una vez un hombre con el más notable de los talentos; era capaz de poseer cosas. Con sólo estar lo suficientemente cerca, y disponiendo de algún recuerdo visual del objeto, era capaz de transportarse a su interior, controlándolo a voluntad.
Por supuesto, las cosas no pueden moverse por sí mismas. Incluso un automóvil es incapaz de hacerlo; hace falta presionar el acelerador y, para eso, hace falta que alguien lo haga. Una vez en el interior, el hombre únicamente podría hacer aquello que pueden hacer los objetos por su cuenta: estar.
No obstante, su peculiar actividad le otorgaba una posibilidad que no tendría de otra manera, pues este hombre tenía una vecina en el departamento de junto. Vecina que ocupaba frecuentemente sus pensamientos. Vecina que siempre cerraba la puerta tras de sí. Mas este hombre podía, si así lo deseaba, ser esa puerta y así burlar el límite que la mujer le imponía.
Durante años calmó su obsesión observándola de lejos, siguiéndola cuando ella no lo veía, realizando ocultas e indiscretas averiguaciones y poseyendo su puerta cuando ella se retiraba a la intimidad de su hogar. Pero todo eso pronto dejó de alcanzarle. Supo muchísimo de ella y se le acercó tanto como es posible sin estar cerca, pero no era suficiente. Quería más, fuera de su morada ella compartía su vida con innumerables personas, que incluso podían hablarle y hasta tocarla. Él quería ver lo que ella reservaba únicamente para sí misma, lo que sucedía allí donde nadie más estaba. Hacerse puerta de entrada no sólo le negaba esto último, si no que lo enloquecía llevándolo justo hasta el umbral y luego negándole el ingreso. Codiciaba poder penetrar la intimidad de aquella mujer, adentrándose en su hogar donde sólo ella exitista.
Quiso la suerte que un día estuviese él en el pasillo cuando ella salía demasiado cargada de bolsas de basura como para cerrar la puerta. Sin siquiera pensarlo, entregándose a su desenfreno, el hombre entró en el departamento y tomó fotografías de todas las posesiones de la mujer. Perversa fortuna le permitió salir antes de que su anhelada regresase y lo descubriese. Ahora sí podía él entregarse a sus oscuros deseos.
Y lo hizo sin pudor o mesura. Fue la mesa donde ella cenaba; fue la silla donde ella se sentaba; fue la cortina del baño cuando se bañaba; fue la cama en la que dormía y a la que invitaba a sus amantes; y fue el solitario sillón sobre el que ella lloraba. Sin importar lo que su vecina hiciese, el hombre estaba allí.
Pasó el tiempo y la mujer vivió su vida en total ignorancia de lo que quien vivía a su lado hacía con ella. Sus años trascurrieron como trascurren los años, entre alegrías, penurias, esperanzas y tedio; dentro y fuera de su hogar. Y siempre, sin saberlo, fue acompañada por él, que fuera de la casa la seguía y dentro la invadía.
Poco y nada supo aquel hombre de lo que ocurría puertas adentro de la vida de su vecina. Ni las cortinas, ni las camas, ni los sillones pueden ver, oír o palpar. Mas eso a él no le afectó. Aun si no percibía ni sentía nada, estaba allí con ella, sin importar que lo desease o no.
El hombre del notable talento ya no está allí con ella, murió en su propio hogar, en soledad y consumido por lo años.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»
Amor platónico, no es sano amar sin expresarlo.