En Barrio Viejo, allí donde todo es lo que parece, siempre y cuando no cruces ninguna puerta, tuvo lugar una subasta secreta nocturno. Distinta de las subastas secretas diurnas en lo inmoral del secreto; sólo facinerosos y perversos subastan sus secretos de día.
Entre la acaudalada concurrencia al evento se encontraba, en medio de otros aristócratas de menor estirpe, el matrimonio Canelones, Leopoldo y Esme. Inusual ver tan elevada presencia en esa colección de vulgares ricachones. Mas no era confusión ni casualidad; se habían enterado que se ofertaría esa noche, un articulo nada común y nada concordante con la indigna concurrencia. Se remataría allí un mapa; no cualquier mapa; el mapa por el cual el bisabuelo de Esme había matado y muerto.
Se hicieron con el añoso tesoro sin mayores dificultades, ni siquiera tuvieron que comprometer demasiado capital; nadie allí se atrevió ni se atrevería a disputarles algo que ellos deseaban. Una vez de regreso en su hogar (en las afueras de la ciudad, recostado en las barrancas y al arrullo del rio) desplegaron la extensa carta sobre la mesa del comedor principal y la estudiaron con detenimiento. Estaba cargada de numerosas marcas de variadas formas y colores. Leopoldo no era varón de palabra suelta, pero levantó la cabeza para mirar a su mujer a los ojos, entrecerró los suyos manteniendo los labios estáticos y le dedicó una pequeña inclinación de cabeza.
―Salimos mañana ―habló.
―No, no, mañana no ―respondió su mujer―. Salimos el otro lunes.
―Está bien ―mantuvo su firme expresión Leopoldo.
Un mes después el marido cargó sus valijas y las de su mujer en el viejo automóvil de la familia y se dispuso a esperar que Esme concluyese sus preparativos y saliese de la casa.
―¿A dónde primero? ―preguntó la mujer tras poner en marcha el motor.
―No sé.
―¿Y el mapa?
―En el baúl ―contestó el hombre de ceño fruncido.
Eligieron ir primero a la marca más prominente del trozo de papel, un gran punto rojo a sudeste. El viaje era de casi quinientos kilómetros y el punto estaba algo alejado de la carretera, por un terreno menos que agreste pero no apto para el vehículo. Decidieron entonces pasar la noche en algún hotel cercano y postergar la caminata para la mañana siguiente. Así lo hicieron y, tras una fatigosa hora a pie, lograron ubicar la marca carmesí, a la vera de una pequeña laguna. No vieron allí más que piedras (grandes y pequeñas), mucho pasto, un peral y varias familias en improvisado día de campo. Algo desilusionados, la pareja dio varias vueltas por la zona, mas sin encontrar nada de interés.
Para descansar lo más posible de la ajetreada jornada, Esme propuso ir luego a la marca más próxima a su posición actual; una pequeña mancha triangular en las inmediaciones del poblado dónde habían pasado la noche. Llegaron los dos antes de la puesta del sol, e inspeccionaron el área. Era una calle de viejos caseríos, empedrada y con algunos nogales mal distribuidos a cada lado. Se dio inicio a la pesquisa tocando timbres para cuestionar a los vecinos, pero sin lograr demasiado. Tal vez sintiendo la dentellada de la frustración, los Canelones fueron algo bruscos con el dueño de la última casa, quien, a su vez, los despachó con rudeza; llamando a la policía cuando se rehusaron a marcharse.
Tras hablar con el comisario local, el matrimonio volvió con ocho oficiales y tres no identificados para registrar la casa. Cosa que hicieron hasta el último rincón.
Concluido un nuevo fracaso, Leopoldo eligió unos irregulares trazos azules cerca de las montañas. Confiado de que deberían haberlo hecho la vez primera, cuando él había hecho notar que las montañas era hogar de algunas de las más arcanas familias del país, y que innumerables intrigas se contaban del territorio donde se erguía el aislado cerro, el hombre viró el andar del automóvil que comandaba, sin dudarlo, sin consultar y asegurándose de no despertar a su esposa.
Esta vez, establecer con precisión el lugar que demarcaba la azulada rúbrica en el mapa no fue nada simple. La zona estaba mucho menos poblada y el paisaje de montaña la hacía difícil de transitar y de identificar señales geográficas que confinasen la cercanía con el destino buscado. Si bien se habían propuesto no dejar saber a nadie de su empresa, los dos debieron aceptar que esta vez necesitarían de ayuda. Contrataron los servicios de un versado baquiano de la zona, quien, tras mucho estudiar la carta y compararla con las suyas propias, le dijo a la pareja que el lugar no podía ser otro que un pequeño mirador, poco conocido y algo escondido en la ladera oeste del monte. Llegar, les aclaró, no sería nada fácil y, seguramente, nada barato. Además de un guía necesitarían la asistencia de varios hombres de montaña; dada la naturaleza supersticiosa de la gente de la zona, no sería nada fácil conseguir compañía para un viaje hasta ese lugar en particular.
El asenso fue algo más corto de lo que el baquiano había dejado esperar, y al llegar finalmente al mirador, los tres acompañantes pagos se despidieron abruptamente y bajaron al trote por el apisonado acceso de vehículos de la ladera opuesta. Tras seguir con los ojos la huida de los indecentes montañeses y esperar pacientemente que se extinguieran los ecos de sus risas, Esme miró a su marido como quien se sabe estafado mira a quien ha decidido culpar por ello. El severo rostro de Leopoldo se dirigió fieramente al suelo. La terraza natural era atracción turística pero no por mucho que trajese esperanzas a los Canelones; espacio para holgazanear, una vista interminable y un viejo árbol que, con la misma irreverencia con la que había elegido crecer justo al borde del precipicio, ahora reverdecía tras haber sido partido al medio por un rayo.
Muchas otras penurias les trajo su travesía a Esme y Leopoldo, que con la obstinación que sobrevive a los años (la más rígida de todas las terquedades) siguieron visitando marca tras marca del amarillento mapa. Alejándose una noche de lluvia de la última, Esme cayó en un profundo silencio mientras revisaba por enésima vez la carta. Ya no quedaba nada, habían estado en cada demarcación sin ver más que nimiedades. Pero entonces, mirando la zona donde estaba emplazada la eterna mansión de su familia, vio algo que no había visto antes; una marca más. Un pequeñísimo borrón grisáceo que alguna vez, incontables años atrás, había sido una cruz.
Cuando Leopoldo intentó rezongar al respecto, la señora Canelones lo hizo callar con los ojos y le indicó que comandaría ella el automóvil familiar. Ni para descansar estaba dispuesta a retrasar la marcha hasta la última cruz, tal vez la «primera» cruz. Llegaron cerca de las tres de la madrugada, agotados y en silencio. Esta vez era fácil saber qué era lo que demarcaba el mapa. Una pequeña plaza a una cuadra de la mansión. En el centro de la misma un manzano dejó caer una de sus manzanas a los pies de Esme. La mujer no pareció reparar en lo sorprendente de que aquel árbol, que a las claras era ya más que centenario, siguiese dando frutos.
―Ti bisabuelo era un imbécil ―espetó Leopoldo.
―Sí ―aceptó Esme.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»