Después de la cuarta vuelta sobre la mesa de madera el dado se detuvo, con la cara del «tres» hacía arriba.
―¡Puta Madre! ―se dijo a sí mismo Juan Piedra.
El tres significaba caminata; y estaba lloviendo.
El mes anterior Juan Piedra había logrado cerrar uno de los casos más grandes de su carrera como detective privado. Y lo había cerrado con gran clase; juntando suficiente evidencia como para que sus conclusiones fuesen irrefutables, hasta para un juzgado argentino, y guardándose algún que otro documento comprometedor para cuando su adinerado cliente se rehusase a pagarle. La evidencia extra era tan buena que, tras replantearse su negativa, el cliente incluso había aceptado pagar el «Bono Piedra al Pagador Reacio». Bono que el detective, siendo, como era, hombre honesto, aplicaba únicamente a los más reacios pagadores.
―Váyase y no vuelva nunca más ―le había dicho la mujer.
―¿Por qué habría de hacerlo? ―respondió de Piedra.
Todo esto significaba que el detective privado se encontraba en una situación no del todo desconocida por él, pero de seguro inusual: tenía más plata de la que necesitaba. Y, considerando que le costaba ya recordar la última vez que dicha situación se había presentado, le pareció que sería una buena idea aprovechar y tomarse unas vacaciones. Esta vez, no sólo tomarse vacaciones, sino incluso irse de vacaciones. El momento no podía ser mejor, su anterior cliente le había ofrecido en parte de pago, hospedarse en un hotel de las sierras cordobesas que era del primo de un amigo suyo.
Tras algo más de seiscientos kilómetros en autobús (autobuses en realidad) y después de llamar al primo, al amigo y al cliente, y de que, ante la fuerte insistencia de Piedra, ellos se llamaran entre sí, la conserje del hotel le había dado la llave de una de las habitaciones de servicio. Llave que él se había metido con una sonrisa en uno de los bolsillos delanteros de sus pantalones cortos, sin esperar que la empleada le ayudase a encontrar la habitación o a llevar la valija. Para su sorpresa, la mujer hizo ambas.
Ahora, tres días después, caminaba por los bosques que rodeaban al hotel. En realidad no tenía muchas ganas de caminar, menos aún debajo de la lluvia, hubiera preferido el «seis» que era comer o incluso un «uno» que era dormir, pero el dado había dicho «tres» y él se había propuesto obedecerle.
Para ser honestos, la lluvia era poco más que llovizna, y la temperatura era agradable. La arboleda era bastante densa y los senderos algo angostos, pero estaban bien mantenidos y eran fáciles de transitar. Esto, el verdor a su alrededor, y el canto de algunos pajarillos rebeldes que no se dejaban amedrentar por el agua, le pusieron al detective privado de buenas y terminó caminando más de lo que se había propuesto. Juan Piedra es, sobra decirlo, un hombre rudo, endurecido al fragor de las calles de la ciudad de Buenos Aires y de mil criminales; con un sólo grito le «bajaba los humos» a cualquier brabucón, y sí la voz no le alcanzaba, los puños le sobraban. No por esto dejaba de gustarle oír caer la lluvia o cantar los pájaros, claro está.
Entonces, caminó más de lo que se había propuesto originalmente, más incluso de lo que le hubiese convenido. Tal cual se dijo a si mismo tras descubrir el cadáver.
Autor Javier Banchii
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