La conserje (cuyo nombre era Lucrecia Corven) recibió la noticia con gran sorpresa y algo de enojo (o tal vez algo de sorpresa y gran enojo) y fue rápidamente a buscar al dueño y director del hotel (Florencio Benavidez). Juan Piedra lo había visto antes, si la conserje se esmeraba en mostrar una actitud servicial y cordial, el director parecía molestarte cada vez que uno de los huéspedes osaba cruzarse por delante suyo.
―Piedra, ―increpó al detective con ese mismísimo malestar― ¿no vio usted los carteles que dicen que no le está permitido a los huéspedes cruzar el puente los días de lluvia?
―Le digo que hay un hombre muerto en sus terrenos y me habla de las reglas del hotel ―dijo Piedra mirando fijo a Benavidez―. Raro ¿no? ―agregó ahora levantándole las cejas a la conserje.
―Está bien, está bien ―suspiro el director―. Díganos que vio.
―Caminaba por uno de los senderos del sur, del otro lado del arrollo ―comenzó su crónica el detective, en vez de simplemente decir dónde estaba el cadáver―, cuando me encontré un hombre tirado en el suelo, inmóvil en una posición incómoda. Tenía la cara bastante ensangrentada, a pesar de la lluvia que, si bien era muy liviana, ya comenzaba a lavar la escena. No obstante pude encontrar restos de sangre en el suelo, en las manos y en una bota, y una cantidad importante en una roca del suelo.
Hizo una ligera pausa antes de continuar.
―También había huellas algo confusas y profundas en el pasto de los alrededores. Un tanto deformes por lo blando de la tierra.
―¿Era huellas de caballo? ―preguntó Lucrecia Corven― Muchos huéspedes van a cabalgar más allá del puente, donde hay menos gente en los caminos. Tal vez se cayó del caballo y se golpeo la cabeza con la piedra.
―Estoy completamente seguro de que se cayó del caballo y la piedra lo mató ―respondió quien narraba en tono suspicaz―. Eran, en efecto, huellas de herradura. Pensé que me convendría inspeccionar el cuerpo en detalle antes de que la lluvia arruinase más la escena, pero también era cierto que todo parecía bastante reciente; si me apuraba todavía estaba a tiempo de alcanzar al caballo. Eventualmente decidí que, siendo que no convenía mover o tocar el cuerpo, lo mejor sería ver si el animal tenía algo que decir ―Piedra decidió no explicar que, al momento de decidir, el dado le había vuelto a mostrar un “tres”―. Encontré uno bastante rápido, en un codo del arrollo, bebiendo profusamente y respirando agitado, hasta tenía el pelaje manchado de sangre a la altura de las costillas; no podía ser otro que “él” caballo. Intenté revisarlo pero, apenas me escuchó llegar se agitó y me clavó la mirada, con los ojos rojos de furia. Supe lo que iba a hacer antes de que él terminara de decidirlo. El muy maldito se me vino encima al galope ¡Casi me mata! Tuve que tirarme al arrollo para evitarlo ―al decir esto levantó su campera del pecho con el índice y el pulgar de ambas manos, como para mostrar lo mojada que estaba―. Traté de encontrarlo de nuevo pero se escapó a galope tendido. No había chances.
―Entiendo lo que dice ―habló ahora el dueño algo más calmado―. El tipo salió a galopar y el caballo se le reviró. Vaya a saber que le pasó; por ahí estaba enfermo. La cosa es que lo tiró y se la fue a dar contra una piedra y se mató ¡Puta madre!
Juan Piedra miró a los otros dos y luego le asintió con la cabeza en silencio al hombre, antes de decir.
―Sí. Excepto que no. A este tipo lo mataron ―declaró exagerando un poco la modulación.
―¡¿Qué?! ¿Estás loco, Piedra?
―No, no estoy loco. Y va a ser mejor que se calme ―heló con la mirada al hombre el detective.
Tras otro silencio habló Lucrecia Corven.
―¿En qué se basa para decir que fue un asesinato? ―dijo un tanto vacilante.
―Llamemos a la policía ―no respondió Piedra―, mejor explicárselo a ellos.
―No, no ―se alteró el dueño del hotel―, primero díganos que vio. Sino no voy a saber que decirles.
―No se haga problema, los llamo yo y les explico.
―¡Piedra, por favor, se lo suplico! Esto puede arruinar el hotel. Si se equivoca nos va a dejar en la calle por nada.
―Está bien ―concedió el detective tras rascarse la barbilla―. Primero que nada el caballo. El bicho estaba como loco, con los ojos inyectados en sangre y muerto de sed, además que casi me mata ¿Dónde se vio un caballo de paseo así? Cuanta gente desconocida se le sube encima y el tipo ni se mosquea. Estaba drogado. Obviamente no lo drogó el muerto. Y, además, si el bicho estaba drogado ¿cómo pudo el tipo llevarlo hasta dónde se cayó sin que se le revire antes? ―tras la pregunta, Piedra hizo una pausa y les levantó el mentón a los otros como esperando una respuesta― Tenia sangre en el costado ¿no? Primero pensé que era sangre del muerto, pero ¿por qué sólo en el costado? Si se hubiese salpicado cuando el tipo se golpeo contra el suelo, o si él se hubiese dado la cara contra el cuello del caballo habría más sangre ¿Por qué sólo en el costado? El muerto tenía sangre en la bota, ni cerca de ningún lado que haya podido sangrar con la caída. Lo que pasa, es que la sangre en el caballo y en la bota era la misma; sangre del caballo, no del muerto. Alguien puso algo en el estribo, para que el jinete fuese inyectando al caballo cada vez que apuraba la marcha. Por eso la droga no hizo efecto hasta entrada la cabalgata.
El dueño del hotel intercambio miradas incrédulas con la conserje.
―Un poco tirado de los pelos ¿No le parece, Piedra?
―Puede ser. Pero eso no es lo que importa. Lo que importa es que al tipo no lo mató la caída ―otro silencio dramático―. Si se hubiese caído del caballo se hubiese dado la nuca contra la piedra, y la sangre la tenía en la cara. Si hubiese tenido la cara ensangrentada por dársela contra el caballo cuando se encabritó, el caballo hubiera tenido las crines manchadas de sangre y no era así. Yo creo que la idea era que se matara al caerse del caballo, o que después de tirarlo el bicho lo pisase en la locura. Pero, como no era seguro, el asesino lo siguió y cuando vio que se caía del caballo y no se mataba, agarró una roca y se la reventó en la cara. Después acomodó el cascote cerca del cuerpo para que pareciese que el muerto se había caído contra la roca y se había matado. Por eso también tenía las palmas ensangrentadas; se llevó las manos a la cara tras recibir el golpe.
―Es muy rebuscado eso, Piedra.
―Bueno, no hay problema. Llamemos a la policía, dejemos que digan ellos qué pasó.
―No, no, Piedra. Espere un poco. Cálmese ―se agitó Benavidez―. Acá estamos lejos de todo. Para investigar un asesinato tiene que venir policía de capital. La policía de acá lo único que va a hacer es cerrarme el hotel hasta que vengan los de Cordoba Capital. Y a esos no les importamos un carajo, van a tardar días o hasta semanas en venir. Si me cierran el hotel tanto tiempo me fundo.
En medio de la suplica del hombre, Juan Piedra notó que Corven miraba a su jefe, pero con una expresión neutra, como perdida en sus pensamientos (o en los de alguien más).
―¿Y con el muerto que hacemos, Benavidez? Lo dejamos ahí tirado ―increpó Piedra, señalando con la palma el exterior del hotel―. Que se lo coman los conejos. No, mejor traigámoslo para acá, lo metemos en el congelador. Avísele por favor al cocinero, no sea cosa nos lo haga a la parrilla.
La burla surtió efecto sobre el dueño, que parecía no haber considerado el asunto del cadáver. El hombre meditó un instante (corto) y dijo:
―Hagamos lo siguiente: llamamos a la policía local y les decimos del cuerpo. Pero no les decimos que lo mataron. Osea, no ahora ―Benavidez explicaba su plan desordenadamente y con prisa―. Primero les decimos lo que hay. Un tipo muerto, que salió a cabalgar, la piedra, la sangre; les decimos que parece que se mató ―exageró el “parece”―. Así los tipos se llevan el cuerpo y llaman a quien tengan que llamar, pero no me cierran el hotel. Entre eso y que caen los de la capital a investigar, usted investiga por su lado. Cuando llegan ya tenemos todo resuelto y yo puedo seguir laburando. ¿Qué me dice, Piedra?
―Que al asesino le encantaría que le digamos a la policía que fue accidente ―respondió el detective en un tono plano y desprovisto de emociones.
―No, no, Piedra. No, no. A la policía de verdad le decimos lo del asesinato. A los que le decimos sólo lo que se ve, es a los locales. Escúcheme, Piedra; en esta zona si viven setenta personas es mucho. La policía local no es policía “policía” ―explicó Benavidez con ese tono cuasi amistoso de restar importancia que le era tan familiar a Juan Piedra de las calles de Buenos Aires, acompañado, por supuesto, de un exagerado zarandeo de manos―, son más bien trabajadores municipales con pistola; poco más que guardias de seguridad. Son pichipingones, Piedra ¡Pichipingones!
―¿Qué carajo es un “Pichipingón”? ―le preguntó el detective a la conserje que se le encogió de hombros.
―Espere, Piedra. Mire que yo no le estoy pidiendo un favor ―prosiguió Florencio Benavidez―. Usted trabaja de detective privado. Estamos hablando de una investigación. Una muy delicada, que a mí me puede ahorrar mucho dinero. Obviamente que le pienso pagar por sus servicios ―concluyó con las cejas más altas que nunca antes en su vida.
El detective Juan Piedra se preció siempre de ser hombre honesto; tan honesto como la auto preservación lo permita; pero todo hombre honesto sabe que el hambre acecha a la vuelta de cada esquina. La oferta de Benavidez (y la desesperación con la que la acompañaba) se mostraba como una oportunidad insensato de no considerar.
―Déjeme que tengo que ir al baño; lo pienso y le digo.
En el baño el dado dijo “seis”; el bolsillo aplaudió; y la conciencia y el sentido común se fueron de paseo. Juan Piedra puso fin a sus vacaciones.
<Continuará.>
Autor Javier Banchii
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