Mi nombre es Juan Piedra y soy un detective privado. En Buenos Aires ése no es trabajo fácil; mucho menos si se es, además, honesto. Es que los porteños saben mucho, pero mucho, mucho, y entre todo lo mucho que saben suele estar la verdad. Entonces si, por ejemplo, le llega un cliente pidiéndole que investigue quien robó una estatuilla dorada del dios maya Kukulcan de su oficina, y usted le lleva fotos de la estatuilla en la casa del hijo, el tipo seguramente se enoje, le grite y se vaya sin pagar porque él «sabe» que fue el mayordomo. Que sea esa una lección para todo proto-detective: la evidencia es más fácil de fabricar que de encontrar, y mucho más redituable si es la que el cliente quería desde un principio. Yo no hago eso porque soy honesto (hasta donde la sensatez lo permite) y, por ende, suelo tener la billetera flaca.
***
―Lo escucho, señor Juárez ―dije para pasar a lo que realmente importaba: el caso.
―Sí claro. Verá ―comenzó él a narrar susurrando fuerte―, tengo un problema recurrente en mi casa y necesito ayuda para esclarecerlo. Ya viene pasando hace meses y me está empezando a generar verdaderos problemas. Cada tanto, y cada vez más frecuentemente, cuando mi mujer se levanta a la mañana para prepararse el desayuno, encuentra la puerta de calle sin llave.
El hombre hizo entonces una pausa que, sentí, esperaba llenase yo; lo que, tras reclinarme contra el respaldo e inclinar la cabeza, por supuesto hice.
―Y usted teme que alguien se esté metiéndose en su casa por las noches.
―No.
―No.
―Déjeme que le explico. Yo voy a la oficina tipo cuatro de la tarde, me entiende. Por eso siempre llego a casa tarde, cuando Adela ya se fue a dormir. Entonces, cuando se despierta y encuentra la puerta abierta siempre me echa la culpa a mí. Ya no la soporto más.
―Y entonces usted lo que quiere es que yo averigüe quién está dejando la puerta abierta ―agregué un poco menos seguro que la vez anterior.
―No.
―¿No?
―No, yo ya sé quién deja la puerta abierta ―ahora hizo una nueva pausa, pero claramente era para remarcar la importancia de lo que estaba por decir. Acercó su cabeza a la mía por encima de mi escritorio y dijo―. En mi casa hay un fantasma.
Entonces dejé escapar un «Ah» largo, entre aliviado y esclarecido, mientras asentía con la cabeza. Esta no era la primera vez que me llegaba uno de estos casos. Es más, diría que, por quién sabe qué razón, mi despacho es un imán para este tipo de investigaciones. Y suelo tratar de rechazarlas, siendo que no creo en fantasmas; pero bueno, usted sabe, el alquiler se paga todos los meses.
―Y su mujer no le cree.
―¡Y la muy conchuda no me cree! ―ratificó el hombre levantando ambas manos― Insiste que soy yo el que deja la puerta abierta. Pero eso no es lo peor. Déjeme que le explico: hace algunos años, tras un malentendido con el vecino y su perro, le prometí a mi mujer que no tomaría más. Después de eso tuve algunos traspiés, que hicieron que ella no me crea por completo que realmente lo dejé. Y ahora usa todo este asunto de la puerta sin llave como evidencia de que todavía bebo, y se pone insufrible. Se imaginará que cuando le explico que la puerta la deja abierta el fantasma se pone aún peor ¡Ya no puedo vivir en esa casa! ―y por último agregó juntando las manos por los dedos y separándolas bruscamente― La verdad, el tema del fantasma fue siempre un problema. Incluso antes de empezara a joder con la puerta.
―Para ir aclarando un poco, Señor Juárez ¿Usted quiere que yo le demuestre a su mujer que en la casa hay un fantasma, o que usted no toma antes de llegar a su casa?
―Y no. Lo del fantasma; obvio. Escúcheme ―se irguió para darle peso a sus palabras―, yo trabajo hasta pasadas las diez de la noche. Un vaso de vino de vez en cuando es lo mínimo que me merezco.
―Está bien, está bien. Le hago una pregunta ¿Qué tan seguido se toma unos vasos de vino antes de ir a su casa?
―¿Usted es pelotudo, Piedra? ¿No me escucha lo que le digo? ―Juárez acababa de perder los estribos― El problema no es el vino, ni la puerta, ni la pelotuda de mi mujer; el problema es el forro ese del fantasma, que me destraba la puerta para romper las pelotas.
Apoyé entonces la mano en el escritorio frente a él y dije:
―¿Se calma, Juárez?
No me había pasado la vida dando y recibiendo trompadas como para que me dijeran «pelotudo» en mi propia oficina. Él vio en mis ojos todo lo que necesitaba para entender la situación y endulzó su tono de voz.
―Está bien, está bien, perdóneme. Es que todo este tema me tiene mal. Usted no sabe los planteos y los griteríos que he tenido que soportar.
―No se preocupe, Juárez. Ya entendí todo. Lo que usted quiere es que, durante algunos días, vaya a su casa, me quedé cerca de la puerta después de que llega, y consiga evidencia de quien la deja sin llave.
―No.
―Y no, claro que no.
―Es que si llego a decirle a mi mujer que le estoy pagando a un tipo para demostrar que hay un fantasma en la casa, me mata.
―Bueno, pero no hace falta decirle, puedo entrar a la casa con usted por la noche, Juárez. Ella ya va a estar durmiendo y ni se entera. En todo caso me escondo mientras desayuna y usted me abre la puerta después.
―No.
―¡La puta madre!
―Lo que pasa es que enfrente vive una vieja chusma que siempre mira todo lo que pasa en la cuadra. Y no se duerme hasta como las dos de la mañana. Si entro en mi casa con alguien seguro que le cuenta a mi mujer.
―Está bien. No importa. Usted no se preocupe, yo me encargo de meterme en su casa sin que se entere su mujer o la vecina. Listo, basta, no hace falta más nada. Hablemos de mis honorarios.
Como es usual el tipo se quejó del valor de mis servicios y, siendo que ya casi terminaba el mes, tuve que aceptar ofrecerle un descuento (de todas maneras siempre inflo un poco mis honorarios previendo dicha eventualidad). Habiendo despedido a Juárez, y con el adelanto en el bolsillo, decidí que era una buena noche para irse de copas; el alquiler podía esperar.
***
La casa de los Juárez estaba en Olivos, lo que implicaba tomar el tren; no era eso algo que me molestase demasiado, pero me hizo preguntarme por qué el tipo habría ido tan lejos a buscarse un detective privado. Tal vez trabajaba cerca de mi despacho, o tal vez no.
Como fuera, hice una única parada breve en las doce cuadras que separaban la casa de estación de tren. Llevaba algo de atraso mas, en un trayecto así, es casi inevitable parar aunque sea una vez; especialmente si es de noche. Es que en mi profesión es importante observar todo, uno no se puede dar el lujo de caminar con la cabeza gacha mirando el suelo; por eso me aseguro siempre que la suela de mis zapatos sea bien lisa.
La cuadra de los Juárez resultó ser un poco distinta de lo que me esperaba; las casas estaban todas algo más cerca de lo que me hubiese gustado. Meterme sin que me viera nadie sería difícil desde la calle; y la policía rara vez te cree cuando le dices que el dueño de la casa te ha invitado entrar por la ventana. La cautela es buena compañera de los de mi estirpe y decidí, cobijado por la oscuridad y la soledad de la noche, dar unas vueltas por el barrio primero, para ver si encontraba alguna forma más disimulada de colarme en la casa. Así pude comprobar que uno de los terrenos del otro lado de la manzana era un baldío que conectaba con la casona de junto de mi cliente. No estaba seguro si me serviría de algo, sin embargo no me atemoriza el esfuerzo físico y trepé la pared que separaba la casona del baldío para llegar al techo del vecino de los Juárez.
¡Éxito! Desde aquel techo era bastante fácil saltar al patio trasero de mi cliente y meterme en su casa. El patio conectaba con la casa por la puerta del lavadero; ésta estaba cerrada pero una de las ventanas del primer piso estaba abierta así que pude eventualmente entrar en la morada. Antes que nada fui hasta el frente de la casa para revisar la puerta. Había llegado demasiado tarde; estaba sin llave. Tras cerrarla cordialmente, y sin mucho más que hacer esa noche, decidí recorrer un poco la casa para familiarizarme con mi cliente y su esposa.
El lugar era verdaderamente grande pero tenía pocas ventanas y, tan entrada la noche, la luz era muy escasa. Probablemente por lo mismo el aire se sentía pesado y difícil de respirar. La decoración era bastante recargada, con mucha madera y muchos dorados, y los muebles parecían ser en su mayoría antigüedades; de esos que rechinan cuando baja la temperatura a la noche o se cuela una ráfaga de viento. Era fácil ver por qué el dueño creía que espectros le ocupaban la casa. Caminando por el lugar en la penumbra, inhalando con esfuerzo el aire denso, uno se sentía bastante incomodo, incluso intranquilo.
La planta alta era aún peor, con pasillos angostos y claustrofóbicos por los que llegaban, cada tanto, ecos sordos difíciles de identificar ¿Estaba esta casa realmente vacía? No, por supuesto que no, los Juárez dormían en ella ¿Por qué no me tranquilizaba eso? Me di cuenta que el corazón me latía con fuerza y me sentí un verdadero estúpido. Había estado en lugares como ese (y otros tanto mucho peores) mil veces y el pulso jamás me temblaba. Me obligué a mi mismo a calmarme. Bajé las escaleras y recorrí una vez más la planta baja, una cosa era clara; los Juárez eran gente acomodada. Me acordé de cuanto se había indignado él de mis honorarios y me agarré un par de billetes de la mesa de la cocina; lo justo es justo. Sin más provecho que sacarle a ese primer día, decidí dejar allí la pesquisa y volver a la ciudad.
Pensé en salir de la misma forma que había entrado (un árbol convenientemente ubicado en la parte trasera de la casa daba acceso a la terraza del vecino), pero no pude encontrar por ninguna parte la llave de la puerta entre el lavadero y el patio. Bajar por la ventana del primer piso tampoco era una opción: el descenso era bastante más ciego que el ascenso. Y, de todas maneras, no era necesario, podía salir por la puerta principal. Abrí el cerrojo de la puerta principal y salí a la calle. Desde allí no había manera de volver a cerrarlo pero tampoco había por qué hacerlo; yo estaba allí para averiguar quién dejaba la puerta sin llave, no para solucionar el problema.
Todavía faltaban algunas horas para el primer tren a Buenos Aires y estaba demasiado lejos como para caminar hasta mi oficina. Pensé en dormitar un rato en la estación pero me pareció que mis piernas (y mi cuenta bancaría) sacarían provecho del ejercicio y me fui por el costado de las vías para sacarle algunas estaciones a mi viaje.
Autor Javier Banchii
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