La lluvia continuaba cayendo. La promesa de que amainaría para la noche yacía en pedazos por el suelo. Junto con todos los objetos que el vendaval había levantado y arrojado con juguetona violencia. El viento, ahora, no sólo no había decidido calmarse, si no que crecía más y más, amenazando la llegada de un ciclón. Al alcanzar la pared de la Torre, se bifurcaba y fluía a enorme velocidad por ambos lados del circular edificio, para volver a hacerse uno tras salvar el obstáculo, sin, ni por un instante, detener su avance. Aquello le hacía silbar un silbido grave e intenso, que llenaba todo el interior de la Torre.
En el interior del solemne edificio, Ana Cantero escuchaba aquel viento con preocupación. No era lo que se suponía que ocurriera. La tormenta debía haber pasado a la tarde; para la noche los cielos se deberían haber despejado.
―Van a enojarse con nosotros ―se dijo a sí misma, subiendo la voz para que se escuchase por encima de la lluvia y el viento.
―Y sí ―respondió, sin agregar más, Carlos Heredia desde la ventana.
Carlos miraba la noche negra y escuchaba también, él con resignación, el mismo silbar del viento.
Al despuntar el sol, la mañana siguiente, ambos bajaron de la Torre. Venían flacos de provisiones y tenían que ir a la proveeduría en busca de alimento. Salieron, por si acaso, los dos encapotados, con las capuchas bajas cubriéndoles el rostro. Una cuadra más adelante, Ana se detuvo y se descubrió un poco la cara para poder mirar en derredor.
―No parece haber estado tan mal. No veo grandes destrozos por la tormenta. Tal vez, esta vez no estén tan enojados ―le dijo a Carlos, unos cuatro segundos antes de que un enorme tomate, rojo tomate, blanco hongo y negro podredumbre, le diese de lleno en la cara.
Al otro lado de la calle, un motociclista, más mojado que foca holgazana, los miraba fijo, con restos de tomate en la mano, y el empapadísimo semblante lleno de resentimiento.
Ana se limpió la cara, le dedicó una sonrisa chueca a Carlos y le dijo:
―Mejor nos apuramos.
―Mejor.
Caminaron las dos cuadras hasta la proveeduría en silencio. En absoluto silencio; al verles pasar, los mojados habitantes del pueblo dejaban de hacer, lo que fuera que estaban haciendo, para quedarse quietos y en silencio. Clavándoles miradas de reprobación.
―Perdón, pero, ¿cuarenta monedas? ―preguntó algo sorprendido Carlos― A mí, la cuenta me da veinte.
―Aumentaron los precios ―fue la adusta respuesta del adusto encargado de la proveeduría.
―¿Aumentaron los precios?
―Sí, aumentaron. Anoche aumentaron ―explicó el encargado subrayando con el tono de su voz el “anoche” ― ¿Te vas a llevar las cosas, sí o no?
―Sí, sí, nos llevamos todo ―concluyó Ana y pagó las cuarenta monedas con un billete de a cincuenta.
―No tengo cambio ―le dijo el encargado.
A la vuelta, decidieron no ir directamente a la Torre, sino dar un rodeo por la plaza (en la esquina de la Torre estaba el motociclista charlando con el verdulero). Al llegar a la plaza se detuvieron un momento a suspirar y mirar los destrozos. El andamiaje para las luces del escenario estaba torcido hacia un costado, y ya no sostenía las luces, que estaban hechas pedazos en el pasto. El escenario en sí mismo ya no era tal, pues los tablones del piso se habían volado sin que se pudiese saber hasta dónde. La plaza se había transformado en un regadero de decoraciones, mesas, sillas y trozos de disfraz. El día anterior, se había preparado allí todo lo necesario para que el pueblo entero festejara por la noche el carnaval. A la mañana se habían visto algunos nubarrones, e incluso habían caído algunas gotas de lluvia, pero los meteorólogos de la Torre habían predicho que así sería, y habían predicho también que, si bien podría empeorar un poco la lluvia para el mediodía, para la tarde la tormenta habría pasado y el cielo se despejaría. Razón por la cual no había necesidad de posponer los festejos de carnaval, ni sus preparativos.
Ana Cantero y Carlos Heredia eran los meteorólogos de la Torre. Ésta no era la primera vez que sus predicciones climáticas erraban, ni la primera que erraban por tanto, y los habitantes del pueblo les tenían cada vez menos paciencia. Hecho que, con cada nuevo yerro, les hacían saber con más intensidad. Y ahora, además, todo parecía indicar, con tomates podridos en la cara. Algo tenían que hacer. El problema de los dos meteorólogos, era que sabían muy bien que algo había que hacer; mas no sabían ni un poco, ni siquiera mal, qué era lo que había que hacer.
―Hemos aplicado la ciencia meteorológica con la máxima rigurosidad y no nos da resultados ―se lamentó Ana, mientras continuaba limpiándose restos de tomate.
―Hemos probado aplicarla sin rigurosidad y tampoco funcionó ―replicó Carlos y siguió contando cuantas monedas les quedaba― Mi Dios, hemos incluso aplicado tantas otras formas de meteorología menos que científicas y tampoco funcionaron.
―Leer la borra de café no estuvo tan mal, pudimos predecir dos tormentas, un frente frío y casi una sequía.
―Y después el café nos dijo que se venía una semana de lluvia y se extendió el verano un mes. Lo mismo que las hojas de té. Fin de semana soleado ¡Malditas mentirosas!
―Entrar en comunión con los espíritus naturales, al ritmo de tambores paganos, en las noches de luna llena, nunca nos falló.
―Sólo funciona una vez al mes, bailar desnudo me da vergüenza y hay que pasarse toda la tarde revolviendo mierda de caballo para encontrar los hongos. El mazo de tarot casi casi nos funciona un par de veces.
―Tenemos las cartas pero no sabemos usarlas. Y claramente no nos funcionaron ni las reglas del chinchón ni las de la escoba del quince.
―Yo sigo pensando que deberíamos darle una segunda oportunidad a la sangre de gallina.
―Si, claro, vos siempre quieres intentar con la sangre de gallina. Pero, sos alérgico a las plumas, y siempre soy yo la que tiene que degollarlas. Y, como si fuera poco, también tengo que limpiar las paredes.
―Si, bueno, pero, ¿quién prepara el estofado luego?
―Siempre te pasás de sal y de papas. Sangre de gallina no. Vuelvo a insistir que deberíamos comprar uno de esos radares meteorológicos.
―Y yo te vuelvo a decir que mi primo del sur se compró dos. Al segundo tornado que pronosticó, y no vino, lo echaron de la ciudad, y se tuvo que ir a trabajar a la facultad de ciencias económicas. Esos radares meteorológicos son una chantada. Antes que comprar uno de esos, sacrifico una virgen. Mi primo dice que, ahí en economía, desde que consultan con Quetzalcóatl la pegan siempre.
―Sos alérgico a las plumas, ¿te acordás?
―Ya no nos quedan más alternativas. Llegó la hora del último recurso.
―Sí, no se me ocurre otra alternativa. Ponete el abrigo, vayamos antes de que cambiemos de opinión.
El local quedaba en las afueras del pueblo, sobre la ruta que iba al norte. Estaba muy decorado con esas decoraciones baratas que se despintan rápido y hay que cambiar seguido, pero que hace rato nadie cambiaba. En la vitrina que daba a la calle, se podía leer en grandes letras verdes “Compro y vendo almas usadas”. Más abajo ponía en azul “Mejoro cualquier presupuesto”.
―¡Qué alegría verles, amigos! ―les dijo el Diablo, abriendo la puerta antes de que llegaran a golpear.
El viejo joven estaba tan elegante y sonriente como siempre. Les ofreció asiento, café y masitas. Y se acomodó el bigote en el espejo antes de sentarse detrás de su escritorio.
―¿Con qué os puedo ayudar amigos míos? Tengo algo que os va a encantar, estamos con ofertas de carnaval: todos los pecados dos por uno, ¿qué os parece? También nos acaban de llegar unos consejos no requeridos, de afuera, que no sabéis lo que son, un lujo.
―Vamos Diablo, sabés a lo que vinimos ―lo interrumpió Ana.
―Dos por uno es buen precio ―acotó Carlos elevando las cejas.
―Pecados nos sobran. Lo que necesitamos son pronósticos. Y pronósticos buenos ―volvió a la carga Ana―. Vamos al grano Diablo. Te damos la mitad del alma de Carlos y un tercio de la mía a cambio de que nos des algo que nos permita predecir el clima.
―Eso ―se sumó Carlos, aunque un tanto contrariado por las matemáticas de la propuesta.
El Diablo les sonrió su diabólica sonrisa. Que, por supuesto, es la única sonrisa que podía sonreír. Después de todo, era el Diablo; hasta sus suspiros eran diabólicos.
―Amigos mío ―comenzó a hablar―, me dedico, no hace falta deciros, a ayudar a la gente. A la gente que necesita ayuda. Por lo que es esperable que mi negocio no sea siempre de los más redituable. Mas, por favor sin intención ofenderos, estáis pidiendo mucho y ofreciendo poco.
―Está bien ―arremetió Ana―. El alma completa de Carlos y un cuarto de la mía.
―Momento, momento ―dijo Carlos, mientras se miraba las manos y contaba con los dedos.
―Estimadísimos amigos. La realidad, y lo digo con profundo pesar, es que así no podré ayudaros. Las almas que me ofrecéis están bastante maltrechas. Se les notan los años de uso y poco cuidado. Si las compro así como están, tendría que mandarlas a remendar. Y eso no es barato. No por eso ―hizo una pausa para sonreír su diabólica sonrisa, y elevar sus diabólicas cejas―, no os ayudaré. Algo siempre se puede hacer.
Carlos Heredia y Ana Cantero intercambiaron miradas cansadas y suspiraron años de infructuoso esfuerzo.
―¿Sabés? ―Le dijo Carlos a Ana, algunas horas después, ya de vuelta en la Torre―, pensándolo, creo que fue un buen trato. Es cierto que nos dejó desalmados, y que no vamos a poder pronosticar nada que no sean tormentas, pero, si lo pensás, las tormentas son lo único que le importa a la gente. Es cuando erramos con las tormentas que se enojan. Que se quedan en la casa por tormentas que no vienen, o salen a pasear y vuelven con los zapatos y los bolsillos llenos de agua.
―Sí, es verdad ―se entusiasmó Ana―, con que podamos predecir correctamente cuándo va a haber tormenta y cuándo no, ya vamos a ser meteorólogos de gran estima.
El Diablo les había vendido dos cristales mágicos. Para predecir la próxima llegada de una tormenta, había que sentarse encima del cristal, “cual gallina que empolla”, había dicho el Diablo, y entonar algunos cánticos graves. Graves bien graves, como para hacer vibrar las zonas más bajas del cuerpo y que la vibración se trasmitiera al cristal. Si se vibraba correctamente, se alcanzaba la frecuencia de resonancia del cristal y se entraba en trance. Si el trance era anaranjado o purpureo, se avecinaba una tormenta. Si era azulado, o con sabor a canela, entonces el bebé sería niña.
Dos semanas pasaron de tranquilizadores trances blanco y negro. Hasta que, un día martes, con el reloj marcando las diez y diecisiete, los ojos de Carlos se abrieron tanto como pudieron, y él, entero, dejó de vibrar.
―Ana, ¡Ana! Estoy teniendo un trance naranja ¡Es el naranja más naranja de toda mi vida!
―¡Carlos! ¡El mío es violeta!
Se levantaron, se sentaron, se volvieron a sentar y finalmente se pusieron de pie. Corrieron lenta y onduladamente hasta la ventana de la torre y miraron fuera. El cielo, encapotado de nubes psicodélicas, confirmaba sus visiones.
―Va a llover ―dijo Ana.
―Sí, va a llover ―respondió Carlos.
―Pronto ―agregó Ana tras un silencio.
―Ya ―respondió Carlos.
―Qué lindo.
―Hermoso. Me voy a la cama.
―Dale. No, esperá ―se esforzó Ana en descifrar los indefinidos sonidos en su mente―. Nubes. Lluvia. Nubes y lluvia. Trance violeta. Tengo hambre ¡La tormenta! ¡Es nuestro momento!
Salieron entonces disparados de la Torre. En direcciones opuestas corrieron por todo el pueblo pregonando que se avecinaba la tormenta.
Si bien la gente del pueble tenía ya escasa confianza en la capacidad de los meteorólogos de pronosticar el clima, verlos a los dos corriendo enardecidos por las calles, con los brazos en alto y pelándose las gargantas al grito del “¡Tormenta! ¡Tormenta! ¡Viene una tormenta!”, “¡Métanse todos adentro!”, “¡Sálvese quien pueda!” y “¡Naranja, naranja, quiero una naranja!”, le hizo sentir cierta incertidumbre a algunos que, rezando un “Mejor prevenir que curar”, fueron a resguardarse bajo techo. Los que ya sólo tenían férrea desconfianza por los meteorólogos, decidieron ignorar las advertencias. Primero. Mas luego, viendo como los demás se metían a resguardo, refunfuñaron por lo bajo, y quejándose de que el pueblo estaba lleno de idiotas, se metieron a resguardo del pronosticado temporal.
Temporal que, nunca llegó.
―¿Necesitamos salir a buscar provisiones?
―No.
―¡Gracias a Dios!
Luego de su último yerro climatológico, Ana Cantero y Carlos Heredia habían decidido encerarse en la Torre y mantenerse alejados de la gente del pueblo. Tal vez no podían pronosticar con precisión la caída de agua, pero, la lluvia de insultos y vegetales podridos que les esperaba, era una absoluta certeza.
Se pasaron varios días hablando por lo bajo tratando de entender lo que había ocurrido. Buscaron por la Torre objetos naranjas y violetas para comparar con sus recuerdos de aquellos vívidos trances cristalinos, haciendo múltiples pruebas y desafíos ciegos y doble ciegos. Al final, concluyeron que ninguno de los dos era daltónico. Todo parecía correcto, los cánticos habían sido los correctos; los cristales habían vibrado correctamente, al igual que habían vibrado correctamente ellos; el trance se había iniciado como el Diablo había dicho que se iniciaría; y los colores había sido los que el Diablo les había dicho que indicaban una tormenta venidera. Decidieron esperar a que se hiciera de noche, para que nadie les viera salir de la Torre, e ir a pedirle explicaciones al muy taimado Satanás.
Cobijados por la oscuridad de una noche sin luna, llegaron al local comercial del Diablo en las afueras del pueblo. El cartel en la puerta rezaba “golpee, nunca cerramos” pero, preocupados porque alguien los viera esperando, decidieron dar la vuelta e intentar entrar por la puerta de atrás. En el fondo del local había un pequeño y cuidado jardín. En el centro del jardín, sentando en una reposera para observar sonriente las estrellas, el Diablo fumaba un cigarrillo sin filtro.
―¡Qué alegría volver a verles amigos! ―les dijo sin dejar de mirar el firmamento― ¿En qué os puedo ayudar hoy?
―¿”Ayudarnos”? Parece que en nada ―dijo Carlos Heredia.
―Carlos, por favor ―lo moderó Ana Cantero―. Diablo, trajimos de vuelta los cristales. Queremos que nos devuelvas nuestras almas.
―Amigos más preciados, incluso si ofreciese devoluciones, que no ofrezco, lamentablemente, ya he vendido sus almas.
―¿Ya las vendiste? Dijiste que hacía falta remendarlas.
―Claro que sí, yo nunca miento. Soy el Diablo, arreglo almas más rápido que nadie. Así lo hice, y así las vendí.
―¿A quién se las vendiste? ―cargó de desconfianza Carlos su pregunta.
―Eso no os lo puedo decir. Infringiría la confidencialidad maldecidor/maldecido. No sería ético de mi parte.
―Pues entonces nos buscás otras almas y nos das esas ―se impacientó Ana―. Diablo, tus cristales no funcionan. Los empollamos como dijiste, cantamos como dijiste, vibramos como dijiste y vibraron los cristales como dijiste. Tuvimos trances naranja y violeta como dijiste. Pero la tormenta no llegó como dijiste.
―¿”Naranja”? ―frunció el ceño Satanás― Debe haber alguna confusión, yo no dije nada de trances color naranja. También os aclaro que dije “purpúreos”, no “violetas”, hay una diferencia.
―¿Cómo que no dijiste naranja? ¿”Purpúreos”? ¡Esto es una estafa! ―se exaltó Ana mientras un trueno grave sonaba en la distancia.
―Vaya, vaya ―se levantó con una gran sonrisa el Diablo y se paró entre Ana y Carlos―. Oigan como truena ―dijo mirando a su izquierda―. Hay tormenta, se ve ―agregó, ahora volteando a derecha―. Tal y como el trance de los cristales predijo ¿No son, acaso, una maravilla?
―El trance fue hace cinco días ¡Y esa tormenta está a kilómetros de distancia! ―exclamó incrédulo Carlos.
―Asumo que sabéis ―les dijo ahora, rodeando a Carlos con su brazo izquierdo y a Ana con el derecho―, como sabe todo el mundo por estos días, que el tiempo y el espacio son relativos. Los trances purpúreos avisan de la tormenta venidera, luego hay que canalizar al espíritu del espacio-tiempo para que nos desrelativice el cuándo y el dónde.
―¡No nos dijiste nada de eso! ¿Cómo se canaliza el espíritu del espacio tiempo?
―Os debo mis más sinceras disculpas ―apretó un poco más con los brazos el Demonio―. Asumí que sabíais. Estabais tan entusiasmados, y habláis del clima con tanta pasión y conocimiento que, bueno, simplemente asumí que sabíais.
―¿Vas entonces a devolvernos nuestras almas?
―No se hacen devoluciones. Pero no os preocupéis, soy un hombre sensato y aceptó cuando me equivoco. Y, está vez, me he equivocado. Les ofrezco lo siguiente, en mi tiempo libre doy, entre otros, un cursillo de comunión con el espíritu del espacio-tiempo que, perdón si lo digo yo, es una delicia. Os ofrezco un curso privado, para ambos. Y les cobró uno solo, ¡y a mitad de precio! ¡¿Qué os parece?! ¿No es acaso un regalo?
―¿Y eso cuánto es? ―preguntó Ana algo consternada.
―Una matrícula, a mitad de precio, pues dos mil cien almas. Para ti, Ana querida, lo dejamos en dos mil ―dijo el Diablo, con una sonrisa que era diabólica hasta para él.
―No puedo creer que nos haya estafado de esa manera ―se quejó amargamente luego Ana Cantero, en el camino de regreso a la Torre.
―Te dije que no se podía confiar en Satanás.
―Sí, está bien, pero, ¿en quién se puede confiar estos días?
―”Dos mil almas” ―rememoró Carlos Heredia―, la verdad que ni sé de dónde se sacan almas que no sean la propia ¿Conocemos alguien que sepa cómo conseguir almas ajenas?
―Sí, pero ninguno nos va a querer decir cómo se hace.
―¡Ana, Carlos, hola, qué gusto verlos! ―los saludo sonriente el sereno de la estación de tren al verlos pasar.
Los dos meteorólogos se quedaron paralizados en el lugar, y se miraron el uno al otro tratando de entender lo que ocurría ¿Por qué estaba siendo amable con ellos aquel habitante del pueblo? Sus instintos de supervivencia intentaron desesperadamente activarles la respuesta Lucha o Huida para que huyesen (o luchasen) pero, que el hombre les estuviera dirigiendo tan cálida expresión, a sólo días de semejante error meteorológico, había incrustado sus cerebros en un shock de incomprensión.
―Se está acercando ―le dijo Carlo Heredia a Ana Cantero en estado de alarma―, ¿por qué viene sonriendo? ¿Va a matarnos?
―Sí, creo que sí ―Respondió Ana, aterrorizada, sin poder quitar la vista de la amable y amistosa amenaza asesina que se acercaba.
―¿Cómo les va? Soy Juan, el sereno de la estación, un gusto finalmente conocerlos ―les dijo el hombre, tomándolos de la mano, primero a uno y luego al otro, para un fuerte apretón, sin nunca dejar de sonreír―. Verán, llegué al pueblo hace algo más de un mes, pero como trabajo de noche en la estación de tren, y duermo buena parte del día, todavía no conozco mucho a la gente del pueblo.
―Sos nuevo ―dijo Carlos Heredia.
―Y no conocés a la gente del pueblo ―dijo Ana Cantero.
―Exacto ―respondió Juan, el nuevo sereno de la estación.
Los meteorólogos suspiraron sonoros alivios. Los músculos se les relajaron todos juntos y a Carlos la cabeza le cayó sobre el pecho. Ana tuvo que sostenerse de hombro del él para no caerse. Los dos juntos volvieron a suspirar.
―Sí, bueno ―dijo Juan, haciendo pausas luego de “sí” y del “bueno”, intentando entender lo que ocurría―. Eso, como les decía, soy nuevo y no conozco mucha gente en el pueblo. Pero el otro día estaba haciendo algunas compras y los vi pasar corriendo, avisando a los gritos de la tormenta. Pregunté al almacenero quiénes eran y me dijo que Ana y Carlos, los meteorólogos ¡Lo que me asusté! No uno, sino dos meteorólogos gritando de esa manera que se venía la tormenta, debía ser un vendaval. Agarré las cosas y me fui rápido para mi casa, cerré todas las puertas y ventanas, me encerré en mi pieza, puse música, y me fui a dormir. Odio las tormentas. Gracias a ustedes, de ésta ni me enteré. Bueno, enterarme me enteré ¡Me enteré a tiempo! ―dijo y se largó a reír― ¿Al final fue tan grande como pensaban?
Se hizo un silencio. Ana Cantero y Carlos Heredia miraban a Juan, el nuevo sereno de la estación, que esperaba respuesta con una gran sonrisa en la boca y en los ojos. Ellos con sus bocas entreabiertas. Luego se miraron el uno al otro.
―Sí, enorme ―respondió Ana sin dejar de mirar a Carlos.
Juan, el nuevo sereno de la estación de tren, los invitó entonces a pasar al andén donde les compartió mates con biscochos y les contó su vida entera y todo lo que hay para saber de ser sereno de estación. Hacía tiempo que no hablaba tanto, pero sus invitados parecían fascinados con cualquier cosa que él les dijera, no paraban de hacerle preguntas, y se reían de todo lo que decía, fuera o no gracioso. “Qué gente más agradable”, pensó luego Juan, el nuevo sereno de la estación de tren.
―¡Qué hombre más agradable! ―Le dijo Carlos a Ana, ya de vuelta en la Torre.
―Un amor, y que vida más interesante ha tenido. Todas esas estaciones de tren que conoce.
―Sí, sí, y eso de “evitar que se metan los perros” suena peligroso ¡Qué tipo corajudo!
―Todo un valiente ―coincidió Ana Cantero asintiendo fuerte con la cabeza―. Raro que le den miedo las tormentas. Pero, bueno, ¿a quién no?
―Totalmente, totalmente, ¿a quién no? Que suerte que hayamos podido prevenirle de la última, a tiempo para que llegara a su casa antes de que comenzará.
―Es verdad, que suerte. Pero, bueno, es nuestro trabajo ―sonrió, como hacía años no lo hacía, Ana Cantero.
―Para eso estamos ―le devolvió la sonrisa Carlos Heredia, al tiempo que una lagrima le rodaba por la mejilla y un fuerte trueno anulaba la quietud de la noche.
La tormenta que relampagueaba en la distancia mientras ellos discutían con el Diablo unas horas antes, había decidido apurar el paso y estaba ya sobre el pueblo. Oscura, pasional y enojada. Al comenzar, algunos perros habían intentado plantarle cara al vendaval, con valerosos ladridos, mas éste había respondido ladrándoles un trueno tan grave y amenazante, que los valientes canes habían trocado ladridos por llantos y su “plantarle cara” por un “meterse debajo de la cama”. A los truenos los acompañaban portentosos vientos y agua cayendo a chorros, como si los ángeles estuvieran manguereando el pueblo. Ésta sería una tormenta “de aquellas”. Carlos Heredia y Ana Cantero se habían ido a dormir, y dormían ahora profundos sueños de satisfacción.
Cerca del mediodía dejó de llover. Los dos meteorólogos se sentían tan contentos que decidieron salir a dar un paseo. Mientras le daban vuelta a la plaza, llevaban los ojos llenos de ensoñación y esperanza. La gente en la calle llevaba sus ojos llenos de furia, fijos, fijos fijísimo en los dos meteorólogos. Incluso antes de que ellos terminaran la vuelta, se había congregado espontáneamente una turba iracunda. Turba iracunda que avanzaba ahora hacia los meteorólogos, con la señora Bernabé a la cabeza. Les cortaron el paso cerca del gazebo de la plaza.
―Queridos amigos ―les habló Ana Cantero con su sonrisa (ahora) imperturbable―, no hace falta que nos agradezcan. Sólo hacíamos nuestro trabajo.
―¡¿Agradecerles?! ―bramó la señora Bernabé haciéndose eco de la indignación de la turba― Agradézcanos ustedes que no les rompamos la cabeza acá mismo ¡¿Qué tenemos para agradecerles?!
―Haberles avisado que se aproximaba una tormenta ―respondió Carlos Heredia―. Pensé que por eso venían ¿Pasó algo más?
―¡Mequetrefe endemoniado! ―le respondió la señora Bernabé, haciendo eco, esta vez sólo de su sentir, ya que nadie más en la turba sabía qué significaba “mequetrefe”― Tú no diste ningún aviso de tormenta. Sólo dan aviso de tormentas que nunca llegan ¡Estoy tan harte de escuchar sus pavadas que ya no les presto atención, ni me molesto en escuchar lo que dicen!
―Si no escucha lo que decimos, ¿cómo sabe que no avisamos que venía la tormenta? ―indagó pacientemente Ana Cantero.
La señora Bernabé abrió grande la boca para responder, pero así la dejó, sin llegar a emitir palabra. La implacable lógica de la meteoróloga le había sacudido las ideas ¿Habían pronosticado tormenta y ella no les había prestado atención? ¿Cómo saberlo? Dio vuelta la cabeza para mirar a sus coturbanos con cara de duda; buscando alguno que le supiese decir si habían, o no, pronosticado tormenta la noche anterior. El resto de la turba le devolvió encogimientos de hombros y desvíos de mirada. La ira comenzó a dar paso a la vergüenza y a las no ganas de reconocer que tal vez estaban equivocados. Uno de los más grandotes pateo una piedrita y empezó a alejarse despacio. La señora Bernabé no tenía el beneficio de esa opción. Eligió redoblar la apuesta.
―¡Sería la primera vez! ―gritó― Aquí todos sabemos que ustedes no la pegan nunca.
―Señora Bernabé ―habló ahora Carlos Heredia―, si alguna vez les causamos algún malestar con nuestros pronósticos, lo sentimos muchísimo. Y les prometemos a todos hacerlo mejor la próxima vez.
―¡Más les vale! ―respondió la señora Bernabé, sin que se le ocurriese mucho más que decir, luego, aprovechó una oportunidad, hizo como que saludaba a alguien y se fue.
Sin su líder, la turba se diseminó rápidamente.
―¿Crees que hubiera ayudado que le digamos que la pronosticamos hace seis días atrás? ―le preguntó luego Carlos Heredia a Ana Cantero.
―No creo que entienda del espacio-tiempo ―respondió ella.
Tiempo después, Juan, el ya no tan nuevo sereno de la estación, fue un domingo al bar de la plaza a jugar a los dados con los parroquianos. Siendo sereno de la estación de tren, no tenía muchas oportunidades de hablar con otras personas, pero había descubierto que, los domingos, el bar de la plaza abría casi de madrugada, para recibir algunos habitantes del pueblo que, aprovechando que era domingo, se juntaban allí a tirar unas manos de dados antes de que hubiera que ir a la iglesia. Juan, el ya no tan nuevo sereno de la estación, podía entonces dejar su puesto de trabajo a la hora indicada, un poco antes de despuntar el sol, ir hacía el bar de la plaza, donde siempre encontraba algún que otro ya no tan joven parroquiano, y quedarse charlando mientras esperaban a los demás y a José, que era el único que siempre se acordaba de traer los dados.
―¡Juancito, Juancito! ―lo saludó afectuosamente Alberto Rossi, sin dejar de patear el suelo.
Todos en el bar le había tomado afecto casi de inmediato a Juan, tan bonachón y parlanchín como era. Y no sólo ellos, hasta los habitantes del pueblo que no jugaban dados le tenían cariño. Juan Pérez (pues ese era el nombre de Juan, el sereno de la estación) era la comidilla del pueblo. Todos hablaban de lo simpático que era, y de cómo, si pasabas los domingos por la mañana por el bar de la plaza, siempre te saludaba con algún comentario afectuoso o alguna anécdota graciosa y alocada, y te preguntaba por tus padres, tus hermanos, tus tíos, tus primos y por los padres de ellos.
―Alberto, ¡qué alegría verte! ―lo saludó Juan Peréz mientras le daba un firme apretón de manos― ¿Ya preparaste todo para ir a la playa con tu familia hoy?
―Sí, pero no sé si ir.
―No, ¿por qué no? ―se sorprendió y preocupó a la vez Juan― Me dijiste que estaba todo preparado y que tenían muchas ganas de ir.
―Sí, pero los meteorólogos de la Torre dicen que hoy llueve ―explicó Alberto Rossi apuntando al cielo con el dedo y moviendo la mano arriba y abajo.
―Ah, entonces llueve seguro ―palmeo el aire Juan Pérez.
―Qué fe que les tenés, Juancito.
―¡Y sí! ¿No te conté de la vez que llegué al pueblo? De cómo me salvaron de la peor tormenta de mi vida.
―Sí, Juan, como veinte veces me contaste.
―¡En mi vida había escuchado llover como ese día! ¡Se sacudía la casa entera! Tuve que atar el techo a la pata del horno para que no se vuele.
―Buen día, chicos ―se les unió entonces Clotilde Mijaloski― ¿De qué hablan?
―Iba a ir a la playa hoy con mi familia ―explicó Alberto Rossi―, pero los meteorólogos de la Torre dicen que hoy llueve. Ahora no sé qué hacer.
―Yo antes no les creía nada de nada a esos. Diga lo que diga Juancito. Pero mi amiga Casilda Bernabé me contó el otro día, que pronosticaron la tormenta fuerte esa que hubo aquella vez.
―Y, sí ―elevó los hombros Juan Pérez, sintiéndose reivindicado―. Igual, andá igual Alberto ¡¿Qué importa si lleve?! Lleven paraguas y tortas fritas. Si está soleado se meten al agua, si llueve se quedan en el auto mirando el mar, la lluvia, y las tortas fritas.
Alberto Rossi soltó una risotada, lo pensó un poco, y luego palmeo la espalda de su amigo y le dijo “tenés razón, Juancito, tenés razón”.
―Qué día más soleado que hubo hoy ―opinó esa noche Carlos Heredia mientras se calentaba la cena.
―Sí, ―coincidió Ana Cantero―. Estuvo hermoso.
―¿No habíamos pronosticado lluvia?
―No creo ―respondió ella frunciendo el ceño―, si estuvo muy soleado ¿Ayer decís que pronosticamos lluvia?
―Me parece que sí.
―¿Pero la pronosticamos para hoy?
―Ahh, ―miró para arriba Carlos Heredia haciendo fuerza con los labios para recordar―, eso, la verdad, no me acuerdo.
―¡Acá está! ―exclamó Ana Cantero apuntando un triunfal dedo al grueso libro que usaban de bitácora de pronósticos, ahora abierto sobre la mesa― El martes pasado pronosticamos día soleado. Y hoy fue día soleado. Otro éxito rotundo. Hablando de eso, me parece que en la charla de la universidad dedicamos demasiado tiempo al pronóstico de tormentas. Creo que deberíamos agregar algunas filminas de cómo pronosticar no tormentas.
A la mañana siguiente se levantaron, cómo todas las demás mañanas, antes del alba para iniciar sus mediciones meteorológicas y rituales predictorios. Ana Cantero se decidió por el barómetro y los cristales satánicos, y Carlos Heredia, aprovechando que todavía no había terminado de desayunar, por las borras de café y la velocidad del viento. Cerca de las nueve juntaron todos sus hallazgos para completar sus pronósticos.
―Nublado, con probabilidad de precipitaciones por la tarde ―concluyó en voz alta Carlos Heredia.
―¿”Nublado, con probabilidad de precipitaciones”? ―se sorprendió Ana Cantero― Para mí van a subir las temperaturas y va a despejarse ―agregó provocando estupor en Carlos Heredia.
Se pasaron las siguientes tres horas revisando todo, midiendo y remidiendo lo medido, tratando de entender quién se estaba equivocando. Pero, por más que revisaron, el resultado seguía siendo el mismo. Ana Cantero decía “despejado”, Carlos Heredia decía “probabilidad de precipitaciones”.
―¿Y ahora qué hacemos? ―preguntó nervioso Carlos Heredia― Hace horas que deberíamos haber bajado a comunicar el pronóstico del clima ¡Dios Santo! ¡Todo venía tan bien! Tantos pronósticos acertados. La gente ahora nos respeta, nos admira, ¡Nos quiere! ¡Y ahora esto! Cuando se enteren que no sabemos si mañana llueve o no, se van a volver a enojar, como se enojaban antes, y nos van a tratar mal, y nos van a decir cosas feas ¡Qué calamidad! ¡Qué calamidad!
Ana Cantero miraba y escuchaba a su colega meteorólogo, pero también no lo miraba y no lo escuchaba. Algo se le estaba escapando, esto no podía ser, se dijo, si acertaban tan seguido, ¿cómo podía ser que ahora se equivocaran? O, por lo menos, ¿que uno de los dos equivocara?
“Uno de los dos se equivocara”, resonaron las palabras en su mente y su corazón.
―¡Lo tengo! ―se levantó triunfal, alzando el dedo índice de las ideas― Los dos estamos equivocados… ¡Y los dos tenemos razón!
―¿Cómo? ―puso cara de confundido Carlos Heredia― ¿Entonces qué? ¿Decís que pronostiquemos arcoíris?
Ana Cantero abrió grande la boca para responder, y luego se detuvo a pensar la idea.
―No ―dijo finalmente―, lo que digo es que va a llover y va a estar despejado. El tema es que no sabemos cuándo cada una, y si va a estar primero despejado y después llueve, o si primero llueve y después va a estar despejado. Pronostiquemos eso, entonces, lluvia y despejado, después vemos cuál fue primero.
―¿Y si llueve todo mañana y recién se despeja el martes, o el miércoles, o el sábado? Vos sabés bien que la gente no tiene paciencia y que no entiende cómo funciona la meteorología.
Ana Cantero exhaló un suspiró antes da responder:
―Sí, tenés razón ¡Momento! ―exclamó después, levantando su otro dedo índice de ideas― Ya sé qué hacer. Si el problema no es nuestro pronostico, sino la gente que lo escucha, que no sabe de meteorología, y por ende no lo puede entender. Lo que tenemos que hacer es encontrar la manera correcta de comunicarlo. Una manera didáctica, que les ayude a superar sus propios desconocimientos. La clave está en enseñar.
―¡Ya lo tengo! ―casqueo sus dedos Carlos Heredia― Vos salí por la puerta del norte y decíle a la gente que te encuentres por el norte que va a estar despejado. Yo salgo por la puerta de sur y les dijo a los que me cruce por ahí que va a llover. Mañana, si llueve, vos te quedás adentro de la Torre y yo salgo a recordarle a la gente que les había dicho que llovía y a explicarles que tenía razón. Si está despejado, me quedo yo en la Torre, y vos salís a recordarle a la gente que habías dicho despejado y explicarles que tenías razón.
Viendo ahora cómo habían solucionado el escollo, Ana Cantero y Carlos Heredia alzaron los brazos al cielo en satisfacción y orgullo, y se fundieron en un abrazo de alegría.
Tras varios meses más de pronósticos acertados, la gente del pueblo estaba tan contenta con la labor de los meteorólogos de la Torre, que decidieron dedicarles un festival nocturno. Carlos Heredia y Ana Cantero estaban preparándose con sus más elegantes atavíos para el agasajo en su honor, cuando alguien llamó a la puerta.
De pie en el umbral, elegantemente vestido él también, pues iba de camino al festejo, estaba el Diablo, con su dulzona sonrisa satánica y una caja de chocolates.
―¡Queridos amigos! ¡Tanto tiempo sin veros! ―los saludó.
―Diablito querido ―lo saludó Carlos Heredia―, ¿qué te trae por aquí?
―Bueno ―dijo ahora Satanás, perdiendo por un momento su eterna sonrisa, y poniendo cara de vergüenza―. Es que no nos hemos vuelto a ver desde aquella noche. Y la verdad es que no os traté del todo bien. Quería venir a ofreceros mis disculpas y a resarcirme por lo ocurrido ―dijo, extendiéndoles sus brazos para ofrecer la caja de chocolates―. Quiero ayudaros, esta vez de verdad, con vuestras predicciones meteorológicas. He decidido ofrecerles el curso de comunión con el espíritu del espacio-tiempo, para que podáis usar correctamente los cristales, ¡Gratis! ¡¿Qué os parece?!
―Gracias Diablo ―comenzó a responderle Ana Cantero con una sonrisa bienintencionada―, pero no, gracias. Ya no te necesitamos, hemos aprendido el secreto de la meteorología. La paciencia.
Viendo entonces el Diablo que ya no tenía nada más que hacer allí, se fue sin despedirse. Mas, luego de un instante, volteó y volvió sobre sus pasos.
―Una cosa más, antes de irme ―les dijo― ¿Podré pedirles un autógrafo?
Autor Javier Banchii