―Verá, señor Peréz. Lo que nosotros estamos necesitando es una persona triste.
El señor Peréz tomó un sorbo de su café para ganar algo de tiempo.
―¿Una persona triste? ―preguntó finalmente, tras no encontrar la manera de ocultar su desconcierto.
―Tristísima. Ofrecemos un sueldo veinte por ciento por encima del valor de mercado.
―E importantes beneficios.
―Con plenas posibilidades de crecimiento y desarrollo profesional.
El señor Peréz tomó otro sorbo de café. Hacía ya ocho meses que no tenía trabajo estable, teniendo que vivir de lo que le quedaba y algún dinero eventual que conseguía a fuerza de trabajos por día. Y sus ahorros se estaban agotando. Antes de tragar consideró mentir ¿Qué otra alternativa le quedaba? Sin embargo, al volver a apoyar la taza en la mesa, su naturaleza bien intencionada lo traicionó.
―Es que… Verán ustedes, no tengo mucha experiencia en eso de la tristeza.
“Ahh” dijo uno. “Mmm” dijo otro.
―Le diré qué podemos hacer. Tenemos también abierta una posición junior. Podríamos empezar con eso, de manera temporal. Un tiempo, para que podamos evaluar su desempeño. Eventualmente, si su tristeza cumple con nuestras expectativas, le contrataremos de manera permanente.
―¡Muchísimas gracias!
―Señor Peréz…
―Perdón. Muchísimas gracias.
Unas semanas después, el señor Peréz despertó a otro día de trabajo. Se peinó, se vistió y caminó las cuatro cuadras hasta el café en la boca del subterráneo con el mostrador a la calle.
―¡Buen día, Juancito!
―¡Buen día, don Carlos! Un café con leche, por favor.
―¿Medialunas?
―Un tostadito hoy.
―¿Cómo sigue el trabajo, Juancito? ―preguntó el hombre sin perder la sonrisa, mientras acomodaba la taza y el plato frente a su cliente.
―Bien, bien, ¿la verdad? ¡No me puedo quejar! Hay mucho para hacer, y a veces es un poco repetitivo, pero es buen trabajo ¡Y es trabajo! Que no es poco.
―Para nada Juancito, para nada es poco. Me alegro por vos.
Ya en la oficina, se quitó el gabán y lo colgó en el perchero lentamente. Suspiró por lo bajo antes de soltar la prenda. Luego, caminó hasta su escritorio y encendió el computador, tratando de encorvarse un poco sobre el teclado y no mantener la cabeza demasiado erguida.
―Hola, Carolina. Buen día.
―¡Hola, Juan! Buen día, ¿cómo estás?
―Bien, la verdad, no me puedo quejar. Aunque hay tanto para hacer, y es bastante repetitivo. Pero, bueno, es trabajo, por lo menos eso.
―Sí, te entiendo, yo también estoy bastante agotada.
Tecleo entonces sin demoras. Sentía que ya estaba adaptándose a sus nuevas responsabilidades. Incluso empezaba a sentir que podía realizarlas verdaderamente bien. Aquel día, no sólo tenía el último análisis ya encaminado, con dos días de anticipación, si no que había logrado teclearlo todo de una manera que era, a la vez, frenética y monótona. Podía sentir que la posición permanente estaba cada vez más cerca. Echó una mirada en derredor y, al ver que nadie le miraba, golpeo suavemente la mesa con ambos puños y se dedicó a si mismo unas palabras de aliento.
―¡Junacito, Juancito! ¿Cómo te trata el día?
―Bien, Carlos, bien. Estoy tratando de terminar este análisis. Está difícil y pasado mañana lo tengo que entregar. Encima, todavía tengo pendientes las correcciones que me marcaron en el último, y hoy tengo dos horas perdidas por el curso de Seguridad e Higiene. Está difícil. Pero, bueno, un poco lo mismo de siempre, tampoco me puedo quejar.
―¡Juancito, Juancito! Arriba ese ánimo. Si no llegás, no llegás, no pasa nada ¿Quién entrega a tiempo su trabajo en esta empresa? No es para tanto. Olvidate del análisis, contame cómo anda tu mujer.
―Ahora no puedo, Alberto. Está todo bien, por suerte. En el almuerzo te cuento.
―Dale, después me contás ―se despidió Alberto, apoyándole la mano en el hombre y apretándoselo con firme suavidad.
“No dejaste de teclear ni un segundo. Sos un genio, Juancito” se dijo entonces a si mismo el señor Peréz. Al día siguiente, entregó el análisis completo.
―Esto se lo habíamos solicitado para mañana, ¿no es así, señor Peréz?
―Sí, sí, le pido disculpas. Es que pude juntar la información que necesitaba bastante rápido. Me pareció que ya estaba completo. Si quieren, puedo darle una revisión más, para ver si se me pasó algo, y traerlo mañana a primera hora.
―No, no, señor Peréz. Confiamos en usted. De hecho, cierre la puerta y siéntese por favor.
Se tomó un segundo para examinar a sus superiores, antes de vacilar medio segundo más y, finalmente, voltear y cerrar la puerta.
―Siéntese, por favor.
―Queríamos aprovechar que lleva usted en la empresa ya un tiempo, para darle una devolución sobre su desempeño.
―Señor Peréz, estamos sustancialmente satisfechos con su trabajo. Creemos que tiene usted un gran futuro en nuestra empresa. Se ha desempeñado por encima de las expectativas en todas sus labores.
―Especialmente en la tristeza.
―Indudablemente. Nos sorprende que no tenga experiencia previa. Es usted un talento natural.
―Felicitaciones, señor Peréz. Siga así. Ya podemos ir anticipándole que hemos solicitado una posición permanente para usted dentro del lustro corriente.
Tras una tenue sonrisa, el señor Peréz agradeció a sus superiores las cálidas palabras y la oportunidad.
―¿Algo más que necesiten de mí? ―preguntó.
―Verdaderamente excepcional.
―No, no, señor Peréz. No lo retenemos más. Puede volver a sus labores.
Se tocó el mentón mientras pensaba un instante y decidió que tenía que hacerlo. Tenía que arriesgarse. Avanzó por el pasillo y luego por el corredor hasta la puerta de emergencia mal cerrada. Subió las escaleras con cuidado, y al fin salió a la terraza. Se sacó entonces el teléfono celular del bolsillo y llamó a su esposa. Era arriesgado, mas no veía alternativa, se sentía demasiado feliz, tenía que contarle las buenas noticias.
―¡Qué bueno, amor, qué bueno, qué alegría! ―le repitió varias veces Vanina, su esposa, a lo largó de las múltiples, pero variadas veces que él le contó la misma anécdota por teléfono―. Y como si eso fuera poco, tengo otra gran noticia para darte, ¡estoy embarazada!
La mano del señor Peréz perdió tono muscular y el teléfono celular se deslizó hasta caer al suelo, su mandíbula descendió dejándole la boca abierta y sus ojos, sin que los cerrara, dejaron de ver.
¡Que catástrofe! Justo en ese momento, justo cuando todo iba a tan bien, su esposa esperaba un nuevo hijo, ¿cómo haría ahora para sentirse triste en el trabajo?
Recogió el teléfono y se despidió de su mujer. Volvió entonces al edificio y se deslizó con sigilo por la oficina hasta llegar al baño. Trabó la puerta y se miró al espejo. Una enorme sonrisa se le dibujaba en la cara. Los ojos le brillaban. “¡Maldita sea!” dijo en voz alta, “¿Y ahora qué hago?”.
―¿Y ahora qué hago, Alberto? Otro niño ¡Tres niños! ¿Cómo voy a alimentar tres niños?
―Vamos, Juancito, no es para tanto. Tres no es tan distinto de dos ¡Arriba ese ánimo, felicitaciones!… Juan, ¿estás bien? Te ves un poco raro.
―¿Raro?
Concentrado como estaba en apretar la boca mientras hablaba para que no se le sonriera, el señor Peréz se había olvidado de sus ojos que, ignorando que él necesitaba que su hijo venidero fuese una mala noticia, elevaban entreabiertos las cejas, para acompañar una sonrisa que no estaba allí.
―Bueno, supongo que todo esto ha sido una gran sorpresa. No te preocupes Juan, todo va a salir bien ―Alberto inspeccionó una vez más el semblante de su compañero y agregó― Bueno, creo. Creo que voy a volver a mi escritorio ―se levantó entonces y, sin dejar de mirar la cara del señor Peréz, se alejó lentamente de la mesa.
Algo confundido, el señor Peréz también se levantó y fue al baño. Corriendo, e intentando que no se notará que corría. Se miró al espejo y vio que todavía tenía las cejas altas. “¡Maldita sea!” Las tomó con sus dedos índice y pulgar y trató de bajarla lo más que pudo. Se miró nuevamente al espejo, había logrado bajar las cejas, la boca se le veían pequeña y los labios rectos. Comenzó a tranquilizarse, y siguió escaneando su rostro en el espejo hasta llegar a sus ojos. Brillaban. “¡Maldita sea! ¿Y ahora qué hago?”. Intentó con sus ejercicios de respiración, inhalando a la cuenta de cuatro y exhalando suavemente a la cuenta de ocho. Tras algunas exhalaciones comenzó a sentir que disminuía la euforia. Mas luego pensó en lo ridículo de lo que hacía y se le escapó una risotada “¡Maldita sea!”.
―¡Qué día! ―le dijo a su esposa esa tarde.
―¿Mucho trabajo?
―No, no, poco, de hecho.
―¿Te peleaste con alguien?
―No, son todos buena gente.
―¿Te pusiste demasiado contento cuando te enteraste de que estoy embarazada?
El señor Peréz exhaló y dijo:
―No sabés lo que fue. No podía parar de pensar en eso. Sentí que me iba a explotar el pecho.
Ella le apretó la mano y le dijo:
―Tranquilo, Juan. Va a estar todo bien.
―Claro que va a estar todo bien, Vani ¡Ese es el problema!
Se miraron entonces por dos segundos, con las cejas bajas y las bocas pequeñas y encorvadas hacia arriba.
―¿Qué hora es?
―Las seis.
―Tenemos media hora hasta que tu hermana traiga a los chicos, ¿querés hacer el amor?
―Dale.
Al día siguiente, el señor Peréz despertó a otro día de trabajo. Se peinó, se vistió y caminó las cuatro cuadras hasta el café en la boca del subterráneo con el mostrador a la calle.
―¡Buen día, Juancito!
―¡Buen día, don Carlos!
―Te noto muy contento, ¿buenas noticias? ¿Café con leche?
―Las mejores noticias. Con tres medialunas, por favor. Además, estaba con un tema de trabajo. Pero hoy cuando me desperté se me ocurrió como solucionarlo.
El dueño del local se alejó por unos momentos y volvió con una taza de café y las tres facturas.
―Qué bueno ¿Algo grave?
―Me estaba sintiendo demasiado feliz. En mi trabajo son muy exigentes con el tema de la tristeza. Tengo permitidos sólo veinticuatro minutos de alegría por día. Hasta ahora venía todo bien, incluso tenía un montón de minutos guardados de la semana que se enfermó mi papá. Pero ayer me enteré que mi mujer está embarazada de nuevo. Imaginate ¿Cómo hago ahora para estar triste? No hay manera.
―¿Ehh? ¿En tu trabajo te piden que estés triste? ¡¿Qué?!
―Pero tengo un plan ―continuó el señor Peréz, demasiado envuelto en sus pensamientos para notar la expresión, mezcla de desconcierto y repugnancia, de don Carlos― Voy a ser feliz, ¡a escondidas! Lo tengo todo pensado. Decime si no soy un genio. Hoy voy a ir y les voy a decir que estoy con una infección urinaria. Así no le va a parecer raro a nadie que vaya al baño cada media hora ¿Entendés? ¡En el baño no me ven! Treinta minutos de tristeza, cinco minutos de felicidad, treinta minutos de tristeza, cinco minutos de felicidad. Treinta minutos de tristeza, cinco minutos de felicidad ¿Entendés? Además, voy a empezar a salir a correr en el horario del almuerzo. Creo que estoy en forma como para correr y cantar al mismo tiempo. Otra idea genial que tuve es sonreír bastante, pero sin que se marque mucho, y torciendo un poco la cabeza y parpadeando siempre al principio de la sonrisa y mirando el suelo. Así, mirá ―sonrió entonces con la cabeza un poco torcida y desviando la mirada― ¿ves? ¿ves? Yo me saco las ganas de sonreír, pero parece una sonrisa de lástima, o que esconde algo. Como que me está pasando algo malo, pero estoy tan mal que no me atrevo a contarlo ¿entendés? Y mirá esto ―dejó entonces caer lentamente la cabeza entre sus manos y, tras un segundo, comenzó a frotarse el puente de la nariz con los dedos mayores―, decime si no parece que estoy exhausto, pero en realidad tengo una sonrisa gigante, que vos no podés ver porque me la tapo con las manos.
Don Carlos escuchaba con la boca abierta.
―Como esa, en las cuatro cuadras que caminé hasta acá, se me ocurrieron mil ideas. Mil. Soy un genio, Carlitos.
―Sí, sí, un genio, que grande. Me alegro por vos Juancito. Creo.
Tiempo después, los esfuerzos del señor Peréz comenzaron a darle lo que buscaba. Cualquiera hubiera dicho que llevaba años entristeciéndose. La gente lo saludaba siempre sonriendo sonrisas de pocos milímetros, sólo algunos intentaban no evitar conversar con él de asuntos no laborales, y, como mucho, dos personas seguían invitándolo a “tomar algo” después del trabajo; invitación que él siempre rechazaba. Todo estaba yendo de mil maravillas. Lo que lo hacía muy feliz, pero él no se rendía y buscaba tenazmente no dejarse llevar y entristecerse. Cuando le hacía falta, iba al baño, inhalaba profundamente y se permitía una larga exhalación de felicidad. Luego volvía a concentrarse y se decía a sí mismo “Falta poco, Juan, falta poco. En un rato ya van a ser las cinco, y podés volver a casa y ser todo lo feliz que quieras con tu familia”.
Un frío lunes de agosto llegó a la oficina y supo que la calefacción estaba fuera de servicio. Carolina no paraba de hablar de las veces que había ocurrido ya aquello, y la mayoría de sus compañeros buscaban pequeñas oportunidades de expresar su mal humor. Él; él se limitaba a contemplar el inexorable cese del calor.
Aquel día, afortunadamente, estaba un poco tenso. A las tres de la tarde su esposa tenía turno con su obstetra, en la ecografía había visto algo sospechoso y había indicado algunos estudios. Hoy estarían los resultados. A las tres y dieciocho minutos no aguantó más y le envió un mensaje de texto “¿Y? ¿Qué te dijo?” Veintidós expectantes minutos pasaron hasta la respuesta “Mejor te cuento en casa. Son buenas noticias. No sé si conviene que te las diga mientras estás en el trabajo”.
Sin necesidad de que ella dijera nada más, supo entonces, como sabe la hierba que se aproxima la mañana, que su mujer e hijo por nacer gozaban de buena salud, que todo estaba bien y que todo estaría bien. Se maldijo por haber enviado ese mensaje ¿Por qué no había esperado hasta las cinco? Podía sentir el torrente primordial en su interior. La felicidad ocupaba ya cada resquicio de su interior y seguía creciendo, pronto rebalsaría al exterior y todos a su alrededor podrían verla. El baño, el baño, tenía que llegar al baño, nada importaba más que poder encerrarse donde nadie lo viera.
Allí fue y, una vez dentro, intentó calmar su respiración. Inhalaciones y exhalaciones largas se entrecortaban por risitas mudas que se le caían de la boca. Trató de pensar en los excesivos gastos de criar un hijo; y la imagen del chico a sus seis años, delantal blanco y mochila enorme, caminado contento al colegio, irrumpió en sus pensamientos. Contó hasta tres para recordar que ya tenía dos, y que esos dos hacían de la casa un griterío y que con tres no tendría un momento de paz y ninguna posesión le quedaría sana; Por más que lo intentó, no pudo evitar imaginárselos jugando y riendo los tres juntos. Se dijo a si mismo que pensará en lo mucho que necesitaba dormir, y en como el bebé lloraría toda la noche impidiéndole descansar; y en su mente se vio abrazando al niño en la oscuridad de la noche, consolando y confortándolo con él calor de su cuerpo. Lagrimas se deslizaron por sus mejillas, anunciándole que había sido vencido. La felicidad era ya impostergable. Río, aplaudió y le agradeció a Dios su amor, alzó entonces los brazos y comenzó a bailar, allí donde estaba, en el baño de su trabajo. Sin saber que había olvidado trabar la puerta.
Carolina entró y lo vio, y él la vio a ella. Se quedaron los dos muy quietos con los ojos abiertos. Sin cerrar los ojos o la boca, él bajó lentamente los brazos e intentó hablar, pero sólo pudo pronunciar una larga letra “e”.
―¿Qué estabas haciendo?
―Estaba. Estaba… Practicando primeros auxilios. Como ayudar a una persona que se está atragantando. Hay que abrazar por detrás y con ambos puños hacer fuerza hacia adentro y hacia arriba en la base el estómago.
―Estás mintiendo, esos no eran primeros auxilios.
―No, no, es verdad, me pescaste. Estaba… haciendo ejercicio. Eso. Estaba haciendo ejercicio. Hay que aprovechar cada oportunidad si se quiere estar en forma ―dijo haciendo la mímica de unas sentadillas.
Ella lo miró con esa mirada tan suya, mezcla de suspicacia con censura.
―¡Estaba teniendo un ataque de ansiedad! ―exclamó en un rapto de lucidez.
―Ahhh ―dijo entonces ella, transmutando por completo su rostro―. Sí, sí, te entiendo, yo siempre me escondo en el baño para mis ataques de ansiedad. La próxima no te olvides de trabar la puerta. Si no cualquiera entra y te ve.
―Sí, sí, por supuesto gracias. Igual ya se me está pasando.
―¿Seguro?
―Sí, sí, me tomé tres clonazepam.
―¿Tres? Yo me tomo dos y ya empiezo a babear el teclado.
―Juancito ―le dijo Carlos después, sin prestar atención a que él y Carolina acaban de salir juntos del baño―, ¿cómo salieron al final los estudios de tu mujer?
―Bien, bien, me llamó recién, dice que salió todo bien.
Mientras Carlos se alegraba por el señor Peréz, la suspicacia le volvió al rostro a Carolina, que clavó sus ojos en el futuro padre de tres.
Un rato más tarde, ya estando él a solas en su escritorio, Carolina vino a buscarlo.
―¿Pensás que soy tonta? ¿Que no me doy cuenta lo que estaba pasando en el baño? ¡Estabas siendo feliz!
―No, no, te lo juro que no. Estaba teniendo un ataque de ansiedad. Te lo juro.
―¿Y los estudios de tu esposa?
―Era un ataque de ansiedad. Te lo juro. Pasa que yo, yo…. Yo quería que los estudios de mi mujer salieran mal.
―No me vengás con pavadas. No querés eso. Tan triste no estás.
―Sí, sí, te lo juro, lo que pasa es que yo escondo la mayor parte de mi tristeza, lo que pasa es que estoy tan, pero tan tan triste, que no logro esconderlo todo y por eso me veo un poco triste, ¿entendés? Estoy muy pero muy triste y con mucho esfuerzo logro esconde el “muy pero muy” pero no el “triste”. Entonces vos pensás que estoy triste y que no lo escondo y que sólo estoy triste, pero porque no ves que estoy muy pero muy triste ¿Entendés?
―Ahh, claro. Pobre. Sí, yo también trato de esconder mi ansiedad todo lo que puedo, pero no siempre logro esconderla toda. Te entiendo.
Viendo el éxito de su artimaña, el señor Peréz sintió un repentino alivio que le bajo por un segundo la guardia. Ella lo vio.
―Mirame a los ojos.
―¿Para qué?
―Mirame a los ojos y pensá en tu mujer embarazada.
El señor Peréz llevaba ya mucho tiempo fingiendo, y ahora estaba demasiado agotado como para desobedecer, e hizo lo que se le indicaba. Mas, optimista hasta el final, juntó las pocas fuerzas que le quedaban, e intentó una última artimaña. Procuró entonces estresarse y angustiarse, pero las señales en su cabeza, entre lo que sentía y lo que quería sentir, se le entrecruzaban, y terminó cerrando hasta la mitad el ojo izquierdo mientras abría grande el derecho, arqueando el labio inferior en sonrisa y tensionando la comisura derecha mientras la izquierda le temblaba en confusión.
―Dios mío, se te ve muy rara la cara ¡Pero los ojos te brillan! Lo sabía.
―No, no, son lágrimas, ¡te lo juró!
―Por supuesto que sí ¡De felicidad!
―Dios mío Carolina, por favor no le cuentes a nadie. Estoy muy cerca de conseguir una posición permanente. Necesito esta tristeza.
―Vení conmigo.
Avanzaron por el pasillo y luego por el corredor hasta la puerta de emergencia mal cerrada. Subieron las escaleras y salieron a la terraza. Allí estaban Jorge Herzog, Analía Cruzatti y Sean Gómez, charlando y riendo por lo bajo. Al ver al señor Peréz, los tres hicieron silencio.
―Buenas tardes, señor Peréz ―lo saludó en tono monocorde Analía, con los ojos posados en Carolina.
―No hace falta, Analía. Lo encontré en el baño bailando sólo. El embarazo de su mujer avanza saludable y sin problemas.
―¡Nos alegramos tanto por vos, Juan!
Los tres compañeros de trabajo del señor Peréz se le acercaron entonces y lo abrazaron. Los tres al mismo tiempo. El señor Peréz llevó los hombros hacia atrás y mantuvo los brazos a los lados, mientras sus ojos saltaban de un lugar a otro examinando todo lo que ocurría a su alrededor.
―¿Qué? ¿Pensaste que eras el único? ―le dijo Carolina.
―No, no, no sos el único Juan ―le dijo Analía Cruzatti apoyándole una mano en cada hombro―. Acá somos todos como vos. Bueno, cada uno tiene sus maneras y especialidad, pero vos me entendés. Jorge, por ejemplo, se estresa muchísimo, si alguna vez necesitás una buena contractura en la espalda, pedile que te ayude que se sabe todos los trucos. Para que te des una idea, cuando entró a trabajar tenía pelo. Sean es un genio de los chismes, se mete en la vida de todos, podría escribir una enciclopedia de intimidades y miserias ajenas. Alguna que otra, incluso verdadera.
―Y yo, seguro no hace falta que te diga, ¿no? ―acotó Carolina― Ansiosa. Ansiosa mal. Mis ataques de ansiedad son tan convincentes que el médico de la empresa me ha dado licencia hasta tres veces en un mismo año y ya ni siquiera me pide que vaya al psiquiatra a que me analice. Medio molesto porque en casa me aburro porque no tengo nada para hacer, pero la última vez me la jugué y me fui unos días a la playa los inútiles de la aerolínea me tuvieron una hora y media esperando en la terminal, pero al final fui, y la pasé bárbaro me tuve que pelear con los del hotel porque la habitación no era como las fotos pero me quedé igual y al final conseguí un descuento. Había mucha gente pero igual bien. Saqué un montón de fotos ahora cuando volvemos te muestro.
―Hablando de eso, ya deberíamos volver me parece ―opinó Jorge Herzog―. Somos cinco ya acá arriba, y nosotros estamos hace rato.
―Sí, vamos, vamos ―coincidió Carolina―. Vos todavía no, Juan. Se te nota que todavía estás muy contento.
―Sí, mejor, me quedo un rato más. Ustedes vayan. Entonces, ¿toda la gente triste de la oficina está fingiendo su tristeza?
―¿Qué? No, por supuesto que no.
El pequeño grupo secreto de apoyo para felices fue exactamente lo que el señor Peréz necesitaba. Sus pequeñas escapadas de felicidad eran más efectivas al compartirlas con otros, y al poco tiempo no necesitaba que fuera tan frecuentes. Podía estar triste mucho más tiempo sin necesidad de descanso. Sentía que ya nada podría detenerlo.
Así, los siguientes meses pasaron en lenta rapidez. El señor Peréz se levantaba por las mañanas para ir al trabajo, y le dedicaba el día entero a hacer lo que sabía que tenía que hacer, si quería alcanzar la prometida promoción. Su tristeza le rendía sus frutos. Era bueno en su trabajo, pero no demasiado bueno, enérgico en sus tiempos, pero no demasiado enérgico, amable con sus compañeros, pero no demasiado amable, y se animaba con los resultados, pero no demasiado. Sabía que conversaciones le convenía tener y cuales no, y se esmeraba en estar en el lugar correcto en el momento correcto. Si bien no siempre lo sentía así, razonaba que, de la mano de tanto esmero por entristecer, estaba progresando, o, por lo menos, que el progreso llegaría cuando todos sus esfuerzos se alienaras, la oportunidad se presentase y él encontrase el ingrediente que todavía no había encontrado. Todo era como debía ser y, si dejaba de sentirse así, siempre podía descansar el fin de semana o dedicarle unos minutos a fantasear una vida completamente distinta a la suya.
Un viernes por la mañana el señor Peréz se acercó al café en la boca del subterráneo con el mostrador a la calle.
―Hola, Don Carlos. Me da un café, por favor.
―¿Leche? ¿Medialunas?
―No, está bien, gracias. Estoy un poco apurado.
―Dale, ahí te traigo.
El día escurrió lentamente cómo solían hacerlo los viernes. El señor Peréz ya casi había terminado el análisis que le habían pedido, pero su jefe se lo había solicitado para el martes próximo y sabía que si lo entregaba temprano sólo le darían más trabajo, y era viernes, no era momento para estar arrancando nada nuevo. Se aseguró entonces de teclear lentamente, pero poniendo cara dubitativa cada tanto, para que pareciera que estaba trabado con algo. A las cuatro y veinte de la tarde, el duro día de trabajo lo tenía agotado. Se reclinó sobre su silla frotándose el cuello y volvió a pensar en eso que llevaba la última hora pensando: faltaban horas hasta que pudiera recostarse a descansar. Su mujer le había propuesto ir con sus hijos al parque luego del trabajo. Los niños siempre encontraban algo con que entretenerse allí y nunca querían volver temprano. Aquel día, para colmo, era viernes, así que seguramente habría algún espectáculo callejero que querrían ver de cabo a rabo. Cuando finalmente decidieran volver, de seguro iba a ser ya de noche y su esposa diría en que era tarde para cocinar e insistiría en comer en alguno de los puestos de la feria. Para cuando pudiera meterse en la cama, iba a ser casi de madrugada. Como si fuera poco, aquel sábado había planeado arreglar la gotera del techo. Labor que tenía que hacerse por la mañana, antes de que el sol estuviera demasiado alto. Maldijo su suerte y exhaló un suspiro.
Se levantó luego y se fue al baño. Cerró la puerta tras de sí y se apoyó en la mesada del lavamanos, dejando que el pecho le colgara de los hombros. Se miró a si mismo a los ojos en el espejo y volvió a suspirar. Entonces, en un instante repentino, se le ocurrió una idea fabulosa. Llamó a su mujer y le dijo que estaba muy trabado con el análisis que estaba preparando y que tenía que entregarlo la semana próxima, que iba tener que quedarse después de hora para terminarlo y que no sabía a qué hora volvería.
―Qué lástima ―le respondió ella―, hoy queríamos ir al parque. Pero no importa, vamos mañana. Yo ya llegué y traje a los chicos de lo de mi mamá. Ahora veo de ir a comprar algo rico a la panadería para cuando llegues. No pasa nada, podemos quedarnos en casa y mirar una película en la tele. Venite, que te hago unos masajes con la merienda.
―No, amor, mejor vayan al parque ustedes. Así los chicos no se quedan con las ganas. Yo no tengo idea a qué hora volveré y creo que llego y me meto directamente en la cama. Ustedes vayan, no te preocupes.
Al llegar esa tarde a su casa, el señor Peréz fue recibido por el silencio de una casa vacía. Cerró los ojos y exhaló todo su alivio y, contemplando la preciada paz que lo esperaba, se permitió a sí mismo una sonrisa socarrona. Incluso decidió que la gotera del techo podía esperar a algún otro sábado. Aquel era el mejor viernes que recordaba en mucho tiempo.
El lunes siguiente, ni bien entró a la oficina, tomó de su escritorio el análisis terminado y se dirigió a gerencia general.
―¡¿Quiere usted renunciar?! ¿Ha perdido la razón señor Peréz?
―No, simplemente no me gusta trabajar aquí. No me hace bien.
―Entiendo. Entiendo perfectamente. Es usted un hombre que sabe lo que quiere y que entiende lo que hace falta para obtenerlo. Lo felicito, señor Peréz, hombres como usted hay pocos. Muy bien, ha venido aquí por la posición permanente y no aceptará “no” por respuesta. Nos parece perfecto, felicitaciones, señor Peréz, el puesto es suyo.
―Gracias. Pero no. No quiero trabajar más aquí. He venido a despedirme.
―¡¿Usted no quiere la posición permanente?!
―Sólo quiero ser feliz.
―Señor Peréz. Trate usted de entender. No podemos acceder a semejante petición. Necesitamos que esté triste.
―¿Por qué?
―No lo sé.
―¿No lo sabe?
―Por supuesto que no lo sé, es mi trabajo. Pero sí sé lo que necesito, y necesito que usted esté triste. Que esté aquí y que esté triste.
―No quiero ser desagradecido, quisiera ayudarle, pero no puedo. Estar triste todo el tiempo me entristece, ¿entiende? Si quiero dejar de estar triste tengo que dejar de estar triste.
―Por supuesto que lo entiendo, señor Peréz. Pero, ¿qué piensa? Que ir a estar triste en otro lado no lo entristecerá. En todos lados es igual, se lo aseguro. Sé de lo que hablo. Vamos señor Peréz, quédese con nosotros, tampoco es que estar triste sea tan difícil, yo sé que usted puede. Piense en su familia, tres niños cuestan un dineral; comida, ropa, educación, casa, diversión, oportunidades ¿cómo va a darles lo que necesitan si pierde su trabajo?
―Señor, Peréz… por favor, sea razonable. Hay tanto que necesitamos de usted, hay tanto que usted necesita. Si sigue trabajando duro, le juro que lo conseguirá. No se rinda, señor Peréz.
―Lo que necesito es ser feliz.
―Entonces no veo otra alternativa.
―Yo tampoco. Lo siento.
―Adiós, señor Peréz.
―Adiós. Estaré en mi escritorio si me necesita. En cuanto me pase las correcciones del análisis lo termino y ya podemos entregarlo.
―No se olvide que el mes que viene tenemos la reunión con el directorio. Quiero la presentación lista por lo menos una semana antes. Ponga máxima prioridad en ese tema.
―Sí, por supuesto. No se preocupe. Apenas termine de corregir el análisis me pongo con eso ¿Algo más?
―Habría que ir preparándonos para la auditoría de junio.
―Muy bien, lo tendré en cuenta. Nos vemos luego.
―Nos vemos luego, señor Peréz.