El sol brillaba afectuosamente sobre el pasto recién cortado. Así como también lo había hecho el día anterior. El previo no, el previo le había cedido su lugar a la vigorizante llovizna, para que nutriera esa mullida alfombra de vida. La señora Gómez saludaba ahora al señor Vázquez que recién volvía de comprarle al señor Ordoñez un kilo de pan, en el camino se había detenido uno minutos para saludar al señor Pérez, que le había contando de la señorita Rodríguez, que por esas horas merendaba con las señoritas González en el restaurant de la señora Sánchez. Otra apacible tarde en el apacible y pequeño, aunque no tanto como antes, pueblo costero de Arenas Verdes.
Todo parecía marchar de mil maravillas aquel bonito día. Mas las apariencias engañan. Sentado en su escritorio de madera enchapada de color rosado y poco uso, Benítez releía la carta por vez cuarta. La carta era importante, él sudaba. Se secó entonces la frente con ella, recordó luego que no era un pañuelo, se insultó a sí mismo, a la carta y a su suerte e intentó secarla con una servilleta. La carta era importante. No, la carta no era importante, lo que era importante era lo que decía y el comisario Benítez lo sabía. Sabía que todo estaba por cambiar, sabía que toda estaba por cambiar, para peor.
Bajó las escaleras hasta la planta baja del destacamento para comunicar la terrible noticia. Allí el inspector Martínez jugaba al truco con la subcomisario González mientras los sargentos López y Giménez descansaban los ojos en el sillón principal. El cabo Lefebvre, por su parte, se afanaba en la labor del día, le tocaba cocinar el almuerzo.
―¡Señores! ―llamó Benítez― Agentes, reúnanse por favor, tengo algo importante que comunicarles. Tú no Lefebvre, no desatiendas tu trabajo, tengo hambre.
Todos escuchaban ahora con atención, incluso Lafebvre que no por eso dejaba de vigilar los fideos. Algo en el tono del sargento les advertía que aquel no sería otro día cualquiera.
―Nos ha llegado una carta de la central. Van a cerrar el destacamento.
―¡¿Eh?! ―no comprendió el inspector Martínez.
―Que van a cerrar el destacamento ¿Fui poco claro? ―escondió su dolor con firmeza el comisario Benítez.
―Pero, ¿por qué? ―clamaron los oficiales.
―Dicen que hace ocho años que no se registra ningún crimen.
―¡Demencial!
―¡Ridículo!
―¡Claro que no! ¡Para eso está el destacamento!
―¡¿Cómo se puede ser tan ignorante?!
―¡Dios mío! ¡Dios mío!
―Ya están los fideos.
―¿Alguien se acordó de comprar el pan?
―No.
―¡Dios mío! ¡Dios mío!
―¡¿Cómo puede pasar algo así?!
Inmediatamente el comisario despachó al cabo Lefebvre a la panadería del señor Ordoñez bajo estrictas órdenes de volver antes de que se enfriaran los fideos. Se discutió largo y tendido la situación y, momentos antes de que regresara el cabo, se concluyó que aquel día le tocaba comprar el pan a Martínez. Para peor, todos coincidían en que era la tercera vez que era su turno y, se olvidaba (alargando la «e» y segunda «a» y levantando las cejas). El problema se siguió discutiendo durante todo el almuerzo, con frecuentes y sonoras protestas del inspector Martínez que le recordaba al grupo, una y otra vez, que el septiembre anterior había comprado el pan hasta cuatro veces seguidas (con pausas antes y después del «cuatro»). Nadie lo recordaba salvo él y para el final del almuerzo el silencio de la indignación permeaba la mesa. Por la tarde volvieron a reunirse los seis para discutir el cronograma del pan, se decidió que todos recibirían una copia y que se imprimiría una más para el tablero de anuncios. Resuelto el problema cada uno se dispuso a volver a lo suyo.
―¿Y qué vamos a hacer si cierran el destacamento? ―preguntó entonces la sargento Giménez.
―¡¿Eh?! ―hizo una mueca rara el comisario Benítez― ¡El destacamento! ¡Cierto! ¡Con un demonio!
―¡El destacamento! ¡El destacamento!
―¡Demencial!
―¡Ridículo!
―¡¿Cómo se puede ser tan ignorante?!
―¡Dios mío! ¡Dios mío!
―¿Cómo se puede hacer semejante cosa? ―se lamentó Benítez― ¿Y qué va a hacer la gente de Arenas Verdes ahora? Van a quedar desamparados, libres a la buena de Dios, presas de quién sabe cuántos peligros ¿Cómo se puede hacer semejante cosa? ¡Qué irresponsables!
―Algo hay que hacer.
―Algo hay que hacer.
―Algo tenemos que hacer.
Día 5
El viento acariciaba las calles cargado de arena para hacerle cosquillas a los pesares. Aquel día el calor era justo y sabio y prometía durar por siempre. El señor Vázquez paseaba a su precioso mastín y saludaba al señor Sánchez, que acababa de saludar a la señora Pérez, que se encargaba de anoticiar a la señora Gómez de lo que le contará el señor González.
El comisario Benítez daba vueltas por su oficina. Iba del escritorio a la ventana, de la ventana a la puerta, vuelta al escritorio, vuelta a la puerta y luego a la ventana. Algo había que hacer pero, ¿qué?
Hacía dos días ya que había vuelto de la capital. Él y sus cinco subalternos se habían apersonado en la sede central para tratar de hacer entrar en razón a aquellos burócratas sin alma, que le daban la espalda al pequeño pueblo de Arenas Verdes.
―Benítez, hace ocho años que en ese pueblo no se roban ni un suspiro.
―Porque estamos nosotros para impedirlo ―subrayó el «nosotros» Benítez.
―Cierre el destacamento y ya va a ver ―intercedió la subcomisario González― se van a robar hasta el último suspiros, no va a quedar ni uno. Nadie se los roba porque la gente sabe que si toca un suspiro que no le pertenece le caemos con todo el peso de la ley.
―¡Y le devolvemos el suspiro a su legitimo dueño! ―agregó el sargento López.
―Benítez, controle a su gente. Déjense de embromar ¿quieren? A Arenas Verdes no lo visita ni el loro, y la gente que vive ahí es más buena que Lassie. Acá hay que ponerle el cascabel al gato, nos recortaron el presupuesto y sabe bien que por la plata baila el mono.
―Pero cuando el gato no está los ratones se divierten.
―El ojo del amo engorda el ganado.
―A usted se le está escapando la tortuga.
―Perro que ladra no muerde, Benítez.
―Emm… ¿gato por liebre?
―Váyase Benítez. Arenas Verdes no necesita destacamento, ni siquiera necesita policía, el día que haya un crimen veremos que hacemos, por ahora preferimos ahorrarnos la plata.
―¡Qué perro del hortelano!
Como se ha dicho, el comisario ahora daba vueltas y vueltas por su oficina. Intentando en desesperación entender el raciocinio detrás de semejante irresponsabilidad. Dejar a Arenas Verdes sin policía era dejarla a merced del crimen ¡Era un crimen en sí mismo! «Crimen», «crimen», no paraba de pensar en eso. Si tan sólo no hubiese sido tan bueno en su trabajo, si tan sólo su presencia no hubiese inhibido a los delincuentes de la manera que lo hacía. Apenas un crimen, para mostrarle a esos ineptos de la central, podría evitar la catástrofe. Un mísero crimen. Lo que fuera ¡Dios santo! ¿Quién hubiera pensado que algún día se encontraría deseando que alguien rompiera la ley? Un crimen, alguien, quien fuera. Alguien.
―Comisario ―dijo la sargento Giménez azorada por lo que acaba de escuchar― ¿Nos está diciendo que salgamos nosotros a cometer un ilícito?
Todos en el destacamento escuchaban ahora con sorprendida atención. Todos menos el gato del vecino, él también escuchaba pero con los años ya casi nada lo sorprendía. Ni siquiera el máximo representante de la ley, sugiriéndole a los otros cinco representantes ir todos juntos a romperla.
―Nunca en mi vida escuché algo similar ―habló ahora el inspector Martínez poniéndose de pie― ¡Qué genialidad! La policía está para responder ante el delito; éste es la razón de existir de la policía. Un policía criminal eliminaría la necesidad de actores externos para subsistir ¡Sería un policía autosustentable!
―Al fin y al cabo sería una forma de reducir gastos, ¿no? ―se entusiasmó también el sargento López― Ahorraríamos todo el tiempo de investigar quien cometió el ilícito, más aún, todo el jaleo de aprehenderlo.
―Solucionaría todos nuestros problemas ―concordó la subcomisario González.
―Voy a poner otra tanda de ropa, ¿alguien tiene algo para lavar? ―indagó el cabo Lefebvre.
―Así podríamos sacarnos de encima a esos bobos de la sede central ―continuó Benítez mientras se quitaba los pantalones―, y evitaríamos que la gente de Arenas Verdes quede desamparada ante facinerosos y malandras.
―¿Y qué delito cometeríamos?
―No lo he pensado todavía. Como policía mi trabajo es evitar que ocurran los crímenes, y soy tan bueno en mi labor que jamás he visto uno. No sabría ni por dónde empezar.
―En los periódicos siempre hay muchos, tal vez podríamos buscar uno ahí ―aportó el sargento López.
Veintitrés minutos después el cabo Lefebvre había vuelto con el periódico del día. Los seis agentes de la ley leyeron meticulosamente. En primera plana se daba cuenta de la aparición del cuerpo de un occiso en la capital, tras discutirlo por varios airados minutos todos estuvieron de acuerdo: nadie sabía lo que significaba «occiso». Habían habido también un par de robos.
―Podríamos robarnos la podadora de césped del señor Gómez.
―¿Y con qué va a cortar su césped si hacemos eso?
―¿Qué tal esos abrigos que usa la señora González?
―No sé, ya falta poco para el invierno.
―Esto está difícil ―meneo la cabeza el comisario Benítez― ¿Se les ocurre de algo que la gente de Arenas Verdes no necesite?
―¿Y si nos robamos el destacamento de policía? ―intentó ayudar el cabo Lefebvre, provocando que todos sus compañeros lo miraran sacudiendo sus cabezas inclinadas, con las palmas abiertas apuntadas al cielo.
―¿Y qué les parece si nos robamos algo que sí necesiten, pero que luego puedan recuperar? ―pensó en voz alta el comisario Benítez alargando el «recuperar» mientras levantaba las cejas.
―¿Se refiere a un secuestro?
―En realidad pensaba en robarnos la alegría pero, ¡sí! Esa es una gran idea ―se entusiasmó el comisario― ¡Un secuestro!
Día 9
La brisa era cálida y cargaba un suave aroma a sal que recordaba que allí, contados metros hacia el horizonte, del otro lado de esta verde colina o aquella tersa duna, se extendía por siempre el azulado mar y su inmarchitable paciencia. Sobre todos ellos susurraba la luna su blanquecina luz. Era tarde a la noche y el siempre cordial pueblo de Arenas Verdes se había retirado a sus aposentos, a descansar en sus oníricos interiores. Todos dormían. O casi todos.
Ocultos por la oscuridad de la noche y los parpados cerrados de los vecinos, un grupo de seis conspiradores avanzaba ahora en puntas de pie por las calles del pueblo. Descalzos para evitar el ruido de sus pasos y camuflados de verde militar, marrón fango y gris mugre, el comisario Benítez y sus cinco subalternos se aproximaban ya a su presa. Toda la operación había sido coreografiada al detalle, innumerables horas de planificación habían tallado cada uno de los pasos a seguir en las mentes de los seis intrépidos (ya casi) criminales. Benítez y Martínez se acercaron a la vivienda del objetivo por el este. Al sur y al oeste González y López montaban guardia, oteando la oscuridad por señales de problemas o testigos. Por su parte, Giménez y Lefebvre mantenían sus músculos calientes y listos saltando la soga. Ahora, Benítez y Martínez entraron al patio de la casa, rastrearon a la víctima y, encontrándole dormida, la alzaron entre ambos y echaron a correr hacia la calle. El perro de la señora Gómez, que conocía hace años el olor de los dos policías (y ahora también delincuentes), se alegró de que ambos lo llevaran a pasear en brazos y lamió sus caras buena parte del camino hasta el destacamento. El ilícito había sido consumado; mañana el tranquilo pueblo de Arenas Verdes despertaría sumido en el crimen y el desconcierto, garantizando así por años su paz y seguridad.
Día 9, un poco más tarde
A la mañana el sol holgazaneo un poco bajo mullidas nubes, confiado en que la cálida noche había cumplido su labor de caricias y consuelos. La señora Gómez, habiéndose levantado cual era su costumbre a las seis menos veinte de la mañana, caminaba ahora con creciente preocupación por los alrededores de su casa.
―¡Manolo! ¡Manolito! ―Clamaba la mujer.
Dos horas después la señora Pérez ya se había acercado a preguntar qué pasaba y el señor Ordoñez le había contado lo ocurrido al señor Vázquez, que ahora daba vueltas de búsqueda con el auto y la señora Vázquez. Tanto el señor Rodríguez con las señoritas González habían interrumpido sus desayunos para incorporarse al rastreo. Por su parte, las señoras Sánchez, Rodríguez y González, y los señores Vázquez y Pérez hacían cuanto podían por consolar a la señora Gómez. La subcomisario González y el sargento López dirigían con orgullo toda la operación de búsqueda y rescate.
Todos sabían que Manolo era un perro muy respetable, puntual y de ideas más bien conservadoras, pensar que hubiese decidido escabullirse en mitad de la noche sin siquiera despedirse de su dueña era grotesco. Algo turbio había ocurrido. No, algo no, alguien. Alguien se había llevado al perro. La idea de que un crimen hubiese sido cometido en el apacible pueblo de Arenas Verdes despertó variedad de emociones en su población. Hubo miedo («¡Dios santo!»), intriga («¿Cómo nadie escuchó nada?»), descreencia («Ya va a aparecer»), ansiedad («¿Te fijaste en casa que no falte nada?»), incluso excitación («¡No te la puedo creer!») y hasta algún que otro alivio («Te voy a decir que a mí el perro ese me tenía harto»). Pero por sobre todas las cosas hubo sorpresa, el último crimen que recordara la gente de Arenas Verdes había ocurrido hacía ocho años ¿Cómo olvidarlo? el dueño del restaurante había intentado poner un puesto de churros en la playa sin el permiso correspondiente. Un escándalo. El señor Pérez y la señora Ordoñez todavía lagrimeaban al recordar aquel día entre copas.
―Escucho que lograste que deje de ladrar ―felicitó el comisario Benítez al cabo Lafebvre.
―Sí, le di una pelota de tenis vieja que encontré para que se entretenga.
―Una pelota de tenis para que juegue, que buena idea ¡Bien pensado!
―Comisario, ¿tiene un minuto? ―consultó el inspector Martínez.
Los dos hombres se dirigieron a la oficina del comisario y se sentaron frente a frente.
―Dígame, inspector, ¿qué necesita?
―Verá, mientras escribía la nota de rescate por Manolo se me ocurrió una idea para nuestra próxima encomienda.
―¿Próxima encomienda? ―no entendió el comisario con una mueca.
―Sí, la próxima ―pausa― «encomienda» ―guiño de ojo.
―No le entiendo.
El inspector Martínez entonces se señaló el ojo para hacerle notar a Benítez como lo guiñaba mientras repetía la palabra «encomienda».
―Martínez, no hay próxima ―pausa― «encomienda» ―guiñó de ojo.
―Ah, bueno, bueno, por eso digo: tengo una buena idea para la próxima.
―¡Pero si le acabo de decir que no hay una próxima!
―Sí, pero cuando me lo dijo me guiño el ojo.
―Porque usted guiñaba el ojo cada vez que decía «encomienda» para indicar que «encomienda» era un eufemismo para dar un golpe.
―Ahh, bueno, bueno, empecemos de nuevo, entonces. Comisario, creo que deberíamos considerar dar un segundo golpe ―guiño de ojo.
―¿Y ahora para que me guiña el ojo, Martínez? ―levantó ambas palmas hacia los lados Benítez.
―¿Le soy sincero? Ya ni sé ―se encogió de hombros el inspector, lo pensó un momento, y luego volvió a guiñar el ojo.
―Martínez, somos policías, no damos golpes.
―Ayer dimos uno.
―Eso fue una necesidad.
―¡Exacto! Y ahora necesitamos planear el próximo.
―¿Para qué? ―preguntó el comisario Benítez mezclando en su rostro incomprensión y desagrado.
―Si con un golpe garantizamos la seguridad de Arenas Verdes, imagínese con dos ―dijo el inspector Martínez, para luego agregar por lo bajo―, o tres.
―Martínez, se me está acabando la paciencia.
―Un golpe nos asegura que los de la central no cierren el destacamento ―comenzó a explicar el inspector con voz firme―, pero eso sirve ahora. Ahora que casi no hay crímenes. Pero, ¿y a futuro? ¿Y si el crimen aumenta? Ayer fue secuestrado el perro de la señora Gómez ¿Mañana quién sabe? Esto podría ser el inicio de una ola delictiva ¿Estamos preparados para eso?
La idea de una ola de crímenes preocupó al comisario Benítez y lo sumió en oscuros pensamientos.
―No, comisario, no estamos preparados ―retomó su argumentación el inspector Martínez―. Por eso le digo: no alcanza con mantener el destacamento abierto. Necesitamos mejorarlo, ampliarlo.
―¿Ampliar el destacamento? No tenemos presupuesto para eso ―meneó su cabeza Benítez.
―¡Exacto! ―se entusiasmó Martínez que veía como sus argumentos ganaban terreno en el comisario― Y para eso tenemos que pedir una ampliación presupuestaria. Y claramente esos mentecatos de la sede central no nos van a ampliar el presupuesto en un pueblo donde se comete un crimen cada ocho años. Por eso es que, si queremos realmente dar seguridad duradera a la gente, tenemos que cometer más delitos.
Ambos hombres cruzaron ahora miradas (casi) de concordancia.
―No sé ―se resistió todavía el comisario.
―Sí sabe. Y le digo más, si queremos una ampliación presupuestaria, con crímenes mundanos no nos alcanza. Tendríamos que cometer cien como el secuestro del perro antes de que los de la central nos amplíen el presupuesto. O ―hizo ahora una pausa el inspector Martínez― uno, pero que valga por cien.
―¿Un crimen que valga por cien? ¿Cómo qué? ¿Secuestrar un elefante?
―Terrorismo, Benítez ―meneó la cabeza el inspector―, terrorismo. Tenemos que poner una bomba.
―Usted se volvió completamente loco Martínez ¡Salga de mi oficina en este instante! Vaya a cuidar al perro que una vez que nos paguen el rescate hay que devolverlo sano y salvo.
―No hace falta cuidar al perro, está afuera jugando. Escúcheme comisario, tengo todo planeado.
―¿Tiene todo planeado? ¿Y usted qué sabe de poner bombas?
―Bastante, es más, ya armé un prototipo y todo. Fíjese que inteligente que fui, para llegar al objetivo necesitamos que la bomba pase desapercibida, ¿no? Bueno, para el primer prototipo llené una pelota de tenis con pólvora. El camuflaje perfecto, cualquiera al verla pensaría que es una simple pelota de tenis.
―»Pelota de tenis» ―dijo Benítez pausando entre cada palabra para intentar recordar algo.
Una explosión se escuchó entonces desde el patio, algo entró disparado por la ventana y cayó sobre el escritorio entre ambos hombres. «Manolo» rezaba la placa en el chamuscado collar.
Día 21
Las frescas y espumosas olas llegaban a intervalos regulares a cuchichear con los cangrejos de la playa. El cielo, por su parte, se pintaba de sol y nubes preparándose para refrescar la mañana con una llovizna sabor primavera. En la esquina del correo el señor Gómez le preguntaba al señor Vázquez algo muy similar a lo que, coincidentemente, el señor Sánchez le preguntaba en la puerta de su casa a uno de los otros señores Sánchez:
―¿Y la policía para qué está si cualquiera puede venir y llevarse lo que se le antoja?
Casi dos semanas habían pasado en Arenas Verdes desde el primer crimen en ocho años. El perro de la señora Gómez no había vuelto a aparecer y en el pueblo se hablaba ya de poco más. En los últimos días las conversaciones habían virado de conjeturas sobre el posible proceder del criminal, a la falta de proceder de los uniformados. Casi no habían interrogado a nadie; no se los había visto tomar muestras de suelo, fotografías de la escena de crimen ni ninguna otra evidencia; y entraban a trabajar a la misma hora de siempre, almorzaban a la misma hora siempre, no patrullaban a la misma hora de siempre y al final del día se iban a sus casas a la misma hora de siempre. Parecía que lo único que habían hecho era dar aviso a la central. Para colmo parecían estar particularmente felices. Nadie había esperado que hicieran demasiado, pero daba la sensación de que hacer, sólo se hacían los tontos.
Por la tarde el cabo Lafebvre entró al destacamento con las dos docenas de facturas y la bolsa de café que le habían encargado. Llevaba también una poco coqueta porción de Pastafrola en la cabeza. Más o menos por la mitad y arriba de la oreja izquierda. Con ambas manos ocupadas, y siempre comprometido en no desatender sus deberes, no había tenido manera de quitar la tarta del lugar a donde certeramente había apuntado la señora Ordoñez. El comisario Benítez intercambió miradas con el cabo Lafebvre, suspiró, y le quitó la Pastafrola de la cabeza.
―Esto se está descontrolando ―le dijo a la subcomisario González con la boca todavía llena de Pastafrola.
―¿Cómo vamos a proteger al pueblo si la gente no nos deja ni caminar por la calle? ―Sacudió su preocupada cabeza González― Ayer quise ir a cargarle nafta al patrullero y perdí como cuarenta minutos dándole explicaciones a las señoritas Rodríguez y al señor Sánchez.
―»Cuarenta minutos» ―sacudió su preocupada cabeza Benítez―, tiempo suficiente para tres o incluso cuatro delitos. No podemos seguir malgastando tanto tiempo en dar explicaciones a la población que, al fin y al cabo, ni las escucha. Si tan sólo dejaran de pensar en el maldito perro.
―En este pueblo no pasa nunca nada. El robo es la primera noticia local que recuerdo en años. Sabe Dios cuando dejarán de hablar de esto ―opinó la subcomisario González.
―Por lo menos hasta que ocurra algo más que capte su atención ―agregó el inspector Martínez.
El resto de los oficiales presentes intercambiaron miradas, algo inquietos por el inusual tono de voz del inspector, en particular en ese «algo». Ni que hablar de la particular manera en la que el hombre se acariciaba ahora la barbilla.
―Martínez, ¿no hablamos ya de esto? ―Puso su tono más imperativo el comisario Benítez― Menudo lio en el que nos metimos con su última idea.
―No entiendo nada ―frunció el ceño el sargento López― ¿De qué están hablando?
―Quiere que cometamos otro crimen ―explicó Benítez sin quitar la vista de Martínez.
―¿»Otro crimen»? ―se sobresaltaron al unísono González, López, Giménez y Lafebvre, que estaba en la cocina preparando el café, pero aun así logró la sincronía adecuada para unirse al coro de estupor.
―Incluso si estuviésemos dispuestos a algo así, esta vez para que funcione deberíamos resolver el crimen y apresar al criminal ―habló la subcomisario González―. Y yo no quiero ir a la cárcel.
―Cierto ―reconoció Martínez algo descolocado por la lógica implacable de González―. A menos ―entrecerró sus ojos mientras una idea tomaba forma en su interior―. Podríamos. La gente quiere que apresemos al criminal pero, no sé si haría falta que sea precisamente el criminal que cometió ese crimen en particular. Al fin y al cabo un delincuente preso es un delincuente preso, ¿no?
―¿Y de dónde vamos a sacar un criminal?
Esta vez Martínez eligió callar su respuesta.
―Sin otros crímenes en Arenas Verdes la gente no va a dejar de hablar del perro ―volvió al principio la subcomisario González.
―Si tan sólo aquí fuese como en la capital, allí se cometen crímenes todos los días ―acotó ahora la sargento Giménez―. Yo nunca he ido, ni he visto nunca uno de esos crímenes de la capital. Pero el diario está siempre repleto de ilícitos y me da la sensación de que debe haber uno en cada esquina.
Benítez y González volvieron a intercambiar miradas. Mas esta vez no eran de confusión y los dos asentían mientras levantaban bien arriba las cejas.
Menos de una hora después los dos entraron por la puerta de «El Matutino», el periódico local que se editaba desde hacía ya quince años todos los martes y domingos a las cuatro de la tarde. La redacción general olía a humedad y pared descascarada. En el centro, en un sillón desvencijado rodeado de bollos de papel amarillentos, descansaba el reportero Ordóñez. El comisario Benitez sacudió al hombre hasta que éste abrió finalmente los ojos y le dijo:
―Tenemos que hablar, Ordóñez.
―¿Hablar? ―preguntó con la lengua pesada el reportero y luego emitió un eructo con sabor a ginebra.
―Mañana ―opinó la subcomisario González―. Creo que podemos esperar hasta mañana.
Día 22
La lluvia caía con amor. Traía consigo vida que compartía sin recelo con plantas y animales, traía también recuerdos y promesas de futuro para quienes sabían detenerse a contemplar sus secretos y esta vez, a modo de afectuoso regalo, traía además un colorido y brillante arcoíris. El reportero Ordoñez vomitaba por vez tercera en el baño de El Matutino.
―Creo que ya está ―les mintió a los policías pero principalmente a sí mismo.
―¿Por qué bebe tanto Ordóñez? ―le preguntó el comisario Benítez.
―Porque soy un fracaso, ¿por qué cree? ―se lamentó el reportero― Soy un reportero sin nada que reportar. En este condenado pueblo lo más parecido a una noticia es cuando a mi primo se le atrasan los churros de la tarde. Dios mío, lo único que hago es copiar noticias de los periódicos de la capital. Debería haberme ido a la ciudad cuando tuve la oportunidad ―se lamentó.
―¿Y pero entonces hoy por qué bebe? ―remarcó el «hoy» la subcomisario González― Si ha estado reporteando el robo del perro de la señora Gómez. Lleva días llenando El Matutino con crónicas del pueblo y testimonios de otros perros de la zona.
―¡Ah! ¡Cierto, cierto! No, no, hoy bebo para celebrar ―recordó Ordóñez―. He vendido más diarios en dos semanas que en dos años ¡Dios bendiga esos ladrones!
El comisario Benítez y la subcomisaria González, dándose cuenta que la tarea iba a ser más fácil de lo esperado, explicaron llanamente su plan al reportero Ordóñez, incluso le contaron que habían sido ellos quienes secuestraron al perro. Al fin y al cabo, si el reportero lo contaba, ¿quién iba a creerle? Necesitaban que la gente se distrajera y para eso necesitaban otros crímenes, pero en Arenas Verdes nadie rompía la ley. Bueno sería que lo hicieran, todos se beneficiarían: la gente dejaría de torturarse pensando en el pobre perro, Ordóñez podría ejercer su vocación y vender más diarios y, asumiendo que esta vez los resolviesen, la policía recuperaría el respeto de la gente. Todos, todos, ganarían.
―»Todos, todos» no ―interrumpió el reportero―. La víctima del crimen yo diría que no ganaría mucho.
―Bueno, cierto ―hizo una pausa Benítez―. O no ―otra pausa de Benítez―. Podría ―cuarta pausa―, por ejemplo ―pausa larga―, no haber víctima. Supongamos que la noticia la inventamos, y la publicamos, pero no aclaramos que la inventamos. El beneficio para el pueblo, para usted y para nosotros sería el mismo ¡Pero todavía mejor! Porque no habría víctima; así que en este caso nadie saldría perjudicado. Todos ganarían ¡Todos, todos, todos!
―Pero cuando la gente se dé cuenta que publiqué cosas inventadas me linchan, Benítez.
―Si se dan cuenta ―corrigió González subrayando el «Si».
―Cuando vayan a ver qué pasó se van a dar cuenta que no pasó nada.
―¿Para qué irían a ver qué pasó? ―se encogió de hombros Benítez levantando las cejas― Si ya lo saben. Lo que pasó lo leyeron en el diario.
Día 54
Otro día cálido de cielos de azul eterno y sol incontenible, al refrigerio de la brisa salada de mar. La gente de Arenas Verde ya casi no hablaba del perro de la señora Gómez. Ni siquiera la señora Gómez, ahora que sabía que el grafitero anarco-comunista había sido apresado a tan sólo cinco cuadras de su casa. Dios bendijera a la policía de Arenas Verdes por la captura. Y por haber pintando tan rápido sobre los obscenos grafitis. Fue a toda prisa a buscar a las señoritas González para charlar al respecto de lo que se acaba de enterar, pero las encontró muy ocupadas discutiendo con el señor Vázquez la escabrosa escapada romántica que había tenido en el pueblo el gobernador de la provincia con su amante portuguesa. Intentó pues hablar con el señor Pérez, pero el susodicho se encontraba sumido en intensa lectura de la última edición de El Matutino. Esa mañana el señor Pérez ni se molestó en leer la nota de tapa, sabía perfectamente que los O.V.N.I.s no existían, pero ardía de deseo por novedades sobre el oro maya que había sido robado de la bóveda del museo municipal. La señora Sánchez y el señor Rodríguez charlaban animadamente en la plaza del pueblo, Sin embargo la señora Gómez prefirió no hablar con ellos.
El comisario Benítez pidió permiso para poder atravesar la fila de gente en la puerta de El Matutino. Los hombres, todos ellos vestidos de traje elegante y con grandes sombreros, escribían frenéticamente en sus anotadores mientras narraban sus anotaciones en voz alta hablando tan rápido como podían. Se había corrido el rumor de que El Matutino estaba buscando nuevos reporteros y varios postulantes de Arenas Verdes (e incluso de algunos otros pueblos cercanos) habían decidido actuar de manera proactiva y presentarse a la entrevista por si acaso.
―¿Va estar contratando nuevos cronistas? ―le consultó el comisario Benítez al reportero Ordóñez.
―No ―respondió Ordóñez sin dejar de teclear.
―¿Quiere que les diga que se vayan? ―preguntó ahora Benítez.
―No ―respondió Ordóñez.
Tras algo más de tecleado el reportero decidió romper el no-silencio:
―¿Qué se le ofrece comisario?
―Ah, sí. Escúcheme Ordóñez. En el diario de esta mañana veo que publicó una entrevista con el señor Gómez donde él dice que escuchó algunos ruidos raros la noche de los grafitis, cerca de la casa del señor Pérez.
―¡Sí! ¡Sí! ―se entusiasmó el reportero sin dejar de teclear― ¿Le gustó? Fue todo un éxito esa nota. Recibí muchos comentarios positivos, y todavía no van tres horas de haberla publicado. Hoy incluso tal vez vaya a tener que sacar una segunda edición de El Matutino ―miró ahora el hombre a los cielos y sonrió.
―Sí, sí, muy buena la nota. Pero bueno, la nota me pareció, bueno, un poco corta.
―¿Corta? ―sigo tecleando Ordóñez.
―Sí bueno, no decía nada sobre la veracidad del testimonio de Gómez. Cuando la señora Giménez dijo que había visto el O.V.N.I. cerca de la casa de González, o cuando González dijo que la señora Sánchez tenía un nuevo cenicero de oro macizo, usted fue a corroborar lo que decían para ver si podía ser cierto.
―Sí, ya no lo estoy haciendo más eso ¡No me dan las manos Benítez! ¿Sabe usted cuánto tiempo lleva ir hasta el lugar, revisar, entrevistar gente? ¡No doy abasto Benítez!
―Bueno, sí, lo entiendo ―avanzó con cautela el comisario―. Pero esta vez, bueno, es distinto. No hace falta que vaya a investigar lo que dijo Gómez. Puede desmentirlo y listo.
Ahora sí sacó sus manos del teclado Ordóñez, para hacer una pausa con los ojos fijos en el comisario antes de decir:
―¿Desmentirlo sin evidencia? ¿Usted por quién me toma Benítez? Un reportero que se precie no reporta ningún evento sin comprobar primero los hechos.
―¡Pero si lo del grafitero anarco-comunista lo inventamos! ―levantó las palmas a los lados Benítez― Por supuesto que Gómez no escuchó nada.
―Lo que nosotros inventamos fue lo del grafitero, no lo que Gómez me dijo que escuchó ―volvió el reportero a su tecleo―. Y lo que yo estoy reportando aquí, sin tomar partido, como corresponde, es lo que dice Gómez. Sería canallesco de mi parte poner en duda la palabra del señor Gómez sin evidencia. Además Benítez ―agregó ahora desviando fugazmente la mirada de la pantalla y sacudiendo un poco la cabeza―, esas desmentidas son trabajo en balde, nadie les presta atención. O peor, sólo consiguen que la gente se enoje conmigo y me diga que estoy intentando encubrir algo. Olvídese, Benítez, tampoco es para tanto. Ahora, si no le molesta, tengo mucho trabajo.
El comisario Benítez salió de las oficinas de El Matutino decidido a no prestarle más atención al asunto ¿Para qué arruinar tan hermoso día? Para colmo ya era casi la hora del almuerzo y le tocaba a él ir a comprar las empanadas. Decidió no perder más tiempo e ir directo a la panadería por la calle principal.
―Buen día, comisario Benítez ―le dijo la señora Rodríguez.
―Buen día, señora Rodríguez ―respondió él.
―Buen día, comisario Benítez ―los saludo el señor Pérez.
―Buen día, señor Pérez ―inclinó la cabeza el comisario Benítez.
―Buen día, Benítez ―le sonrió la señorita Rodríguez.
―Buen día, señorita Rodríguez ―contestó cortésmente el comisario.
―Buen día, comisario Benítez ―lo saludó ahora la otra señorita Rodríguez.
―Buen día, buen día ―sonrió por su parte Benítez.
―Comisario, buen día ―le dijo ahora la señora González―, discúlpeme, ¿tiene un minuto?
―Sí, por supuesto ―se alistó Benítez.
―Es por el tema del grafitero anarco-comunista.
―Sí, la escucho ―alargó bastante la «i» el comisario.
―¡Gracias a Dios que lo detuvieron! Son ustedes verdaderos héroes de Arenas Verdes. Pero, verá, estoy un poco sorprendida porque en el diario ya no se habla más del tema.
―Y pero si ya lo atrapamos ―se encogió de hombros el comisario―. Mucho más no queda por reportar, ¿no le parece?
―¿Y si no trabajaba sólo? ―bajó la voz la señora González― ¿Y si tenía un cómplice? o peor ―bajó todavía más la voz―, varios cómplices.
―No, no ―se apuró a decir el comisario Benítez―. No, no, no no. No, no. No. Le puedo asegurar señora González que el grafitero trabajaba sólo. Puse a mis mejores hombres en la investigación. Es más, yo personalmente la lideré.
―¿Está seguro, Benítez? Escúcheme ―volvió a bajar la voz la señora González y tomó al comisario por el brazo―, ¿nunca se preguntó de dónde sacaba tanta pintura el grafitero? dudo que lo haya confesado. Bueno, hace unas semanas estaba hablando con la señora Pérez que me contó que venía de hablar con el señor Giménez que venía de charlar con Vázquez. Parece que Vázquez había vuelto recién de la ciudad. Había ido a comprar algo ¿sabe qué me dijo la señora Pérez que le dijo el señor Giménez que le dijo Vázquez que había ido a comprar? Pintura, comisario, ¡pintura!
―Señora González, le pido por favor que no se preocupe por estos temas. Déjele la investigación a los profesionales que le puedo asegurar hemos analizado toda la información disponible.
―Bueno, está bien, si usted lo dice ―se sorprendió la señora González inclinando un poco la cabeza y desviando la mirada hacia arriba y hacía un costado, mientras apretaba los labios― Haga como le parezca Benítez, pero le digo una cosa, a mí nunca me gustó ese Vázquez. El año pasado el señor Rodríguez me contó que le prestó una sabana y se la devolvió con un agujero ¡La devolvió agujereada, Benítez!
―Buen día, comisario Benítez ―saludó al comisario y no a la señora González el señor Juárez.
Día 91
El sol descansaba hasta cada vez más tarde, regalándole silencio y cien mil estrellas al cielo nocturno de Arenas Verdes. Sabía que debía levantarse, pero esa noche, fresca y cálida a la vez, invitaba a cualquiera a dormir un poco más. No todos aceptaban la invitación, sin embargo, el comisario Benítez daba intranquilas vueltas en la cama. La última de ellas tan mal calculada que se cayó del colchón y de bruces al piso. En la caída vio como, por milímetros nomás, su cara no aterrizó sobre dos cucarachas que por allí pasaban. Agradeciendo su buena suerte, las dos cucarachas se abrazaron y se fueron de copas.
Horas después el comisario Benítez entraba mal dormido y mal afeitado al destacamento de policía. El inspector Martínez lo recibió casi sin saludarlo y le informó de una nueva denuncia. La séptima ya en lo que iba de la semana, que todavía no había llegado ni al jueves. No tanto tiempo atrás los pobladores de Arenas Verdes habían empezado a denunciar, y lo hacían cada vez con mayor frecuencia, las sombrías fechorías de una secta que operaba en los bajos mundos del pueblo a espaldas de la gente honrada y decente. Una secta comunista, una secta anarquista; una anarco-secta comunista. Una perversa, secreta, oculta y misteriosa anarco-secta comunista. «La Secta» para abreviar. Se robaban cosas, realizaban terribles anarco-rituales e incluso esparcían impúdicos rumores sobre los vecinos del lugar. Sus miembros necesariamente tenían que ser residentes del pueblo, pero nadie sabía a ciencia cierta quienes pertenecían al nefasto grupo. Aunque había un sinfín de sospechas.
―Otra denuncia ―se indignó el inspector Martínez―, ¿qué pensamos hacer al respecto, comisario?
―No lo sé, Martínez ―exhaló sonoramente el comisario Benítez.
―Bueno, pero algo tenemos que hacer con esos facinerosos de La Secta, son cada vez más, no podemos dejar que sigan aterrando a nuestro pueblo.
Benítez comenzó a asentir con la cabeza, mas luego se detuvo, dio una vuelta completa con la mirada por la cuenca de sus ojos y preguntó:
―¡¿Eh?! ¿Hacer algo con La Secta?
―Pero por supuesto, comisario ―se sobresaltó el inspector―, ¿qué me está preguntando? Tenemos que salvar al pueblo.
―Pero si no existe ninguna secta, Martínez ¿Me estás embromando?
―¿Pero qué dice? ―se sobresaltó todavía más el hombre― ¿Cómo no va a existir La Secta si tenemos un pilón de denuncias de los vecinos sobre sus actividades criminales? ¿Qué me va a decir? ¿Que los vecinos mienten?
―Martínez, lo de La Secta empezó con lo del domingo de la feria y los cómplices del grafitero anarco-comunista. Al grafitero lo inventamos nosotros. Entonces obvio que no existe ninguna secta ―remarcó Benítez grotescamente con el tono y con las manos el «obvio».
―¿Y por qué que no haya un grafitero anarco-comunista implica que no puede haber una anarco-secta comunista? Son dos cosas distintas. Si no, ¿cómo justifica que cada vez haya más reportes y denuncias?
―Martínez ―habló el comisario sondando los límites de su paciencia―, en Arenas Verdes no hay ninguna secta, usted sabe muy bien que aquí no hay crimines de ningún tipo y que todas esas historias son inventadas. El último crimen verdadero cometido en los últimos ocho años lo cometimos nosotros. Usted y yo. Me deja por favor de embromar que tengo que ver cómo calmar a la gente.
El inspector Martínez hizo un largo silencio, con sus ojos entrecerrados fijos en el comisario.
―¿Y no le parece raro a usted eso? ―preguntó con un tono de voz que desconcertó al comisario― Un sólo crimen en ocho años. Un pueblo con destacamento de policía pero sin crímenes ¿Y el destacamento para qué? Cómo mínimo, raro ¿no? ¿Qué le pasa Benítez? Los policías de verdad nos preocupamos tanto por la seguridad de este pueblo que hasta hemos delinquido para preservarla. Y ahora que está más en peligro que nunca usted, curiosamente, se niega a actuar ¡Peor! Dice que ni hace falta. Que ni existe, como si estuviésemos hablando del O.V.N.I. Me lo hubiera esperado de cualquier otra persona menos de usted. Me pregunto ahora si es usted quien yo creía que era. Aunque, pensándolo bien, ¿qué se podría esperar de un criminal?
―Tranquilícese, Martínez, tranquilícese, vamos a tranquilizarnos los dos. Quédese, venga, vamos a jugar un ratito a las cartas ―le dijo Benítez y le guiño un ojo.
―¡Ni se le ocurra giñarme el ojo! A mí el ojo me lo guiñan mis amigos y a usted ¿sabe qué? a usted yo no le guiño nada, menos que menos el ojo ¿Sabe qué? ¡Renuncio! Si no piensa defender este pueblo como el pueblo se lo merece, entonces tendré que defenderlo yo por mi cuenta.
Y sin darle oportunidad a contestar al comisario Benítez, el ex-inspector Martínez se dio media vuelta y se fue con portazo para nunca volver. Años más tarde «Martínez y Asociados» ganaría hasta cuatro licitaciones de la sede central para privatizar viejos destacamento de la costa oceánica.
Cada vez más preocupado por como acontecían los acontecimientos el comisario Benítez había decidido enviar al cabo Lafebvre a investigar. El cabo ahora retornaba al destacamento a informar sus hallazgos: la señora Gómez estaba segura de que el señor Pérez era miembro de La Secta. Por su parte, el señor Pérez había tenido ocultas charlas con la señora Rodríguez y la señora Giménez, sobre las serias sospechas que tenían los tres de que el señor González y la señora Sánchez ocultaban parafernalia sectaria en sus casas. Hablando con el señor González, éste le había dicho que sabía, aunque había jurado no revelar cómo, que las señoras Giménez y Gómez habían sido vistas ejecutando un ritual secreto bajo la luna llena. El señor Gómez sospechaba de la señora Pérez de quien también sospechaba el señor Rodríguez. La señora González, por su parte, juraba por la nobleza de la señora Giménez y el señor Pérez, aunque no podría decir lo mismo del señor Giménez y la señora Pérez. Los señores Vázquez, Sánchez, Juárez y Hernández se habían rehusado a hablar con Lafebvre.
Al concluir su reporte, el cabo le entregó al comisario dos pedazos de papel que traía del pueblo. Eran panfletos.
En su mano derecha Benítez leyó: «La asociación vecinal Arenas Blancas invita a todos los vecinos de bien a discutir el terrible problema de La Secta». Y luego en la izquierda: «La asociación comunal Aguas Verdes convoca a todos los nosectarios a conversar sobre la inaceptable cuestión que nos aqueja a toda la gente honrada».
Las cosas habían llegado demasiado lejos. El comisario Benítez llamó entonces a sus cuatro agentes y les dijo que el pueblo los necesitaba. Todos estuvieron de acuerdo y convocaron a la gente de Arenas Verdes para esa misma tarde en la plaza de la municipalidad. Allí, el comisario Benítez frente a dos multitudes y con voz de trueno arrepentido confesó. Confesó del secuestro del perro de la señora Gómez y de su posterior explotación, confesó haber ocultado la evidencia y haber inventado más crímenes para ganarse la confianza del pueblo. Confesó incluso haberse comido sin culpa la torta que le hiciera la señora Sánchez por atrapar al grafitero anarco-comunista.
Ambas multitudes, la que se había agrupado a la izquierda de la plaza y la que se había agrupado a la derecha, hicieron silencio.
―¿Eso quiere decir que no es cierto que atraparon al grafitero? ―preguntó entonces la señora Sánchez desde la multitud de la derecha.
―¡Con razón La Secta nunca se detuvo! ―gritó alguien desde el grupo de la izquierda.
―Sí, dale. Hacete el tonto vos ―le gritó luego otro desde el grupo de la derecha.
―¡Por favor, por favor! ―gritó con su vozarrón apenado el comisario― Escuchen lo que les digo. El grafitero no existe, lo inventamos nosotros. Los engañamos. No hay crímenes en Arenas Verdes.
―¿Usted nos toma por tontos, Benítez? ―tomó la palabra el señor González― Miré si vamos a ser tan crédulos como para que nos engañe tan fácilmente un grupo de policías ineptos. Acá está claro que usted o miente o se volvió loco. Por supuesto que existe el grafitero, y ahora que sabemos que usted nunca lo atrapó entendemos por qué sigue creciendo La Secta.
―¡La Secta sigue creciendo porque vos les das herramientas de tu ferretería! ―le gritó al señor González el señor Pérez desde la otra multitud.
―¡¿Yo les doy herramientas?! ¡Caradura! ¡Si todos saben que sos vos el que les cocina estofado todos los domingos!
Los gritos tornaron luego en griterío. Todos les gritaban a todos. Benítez, sabiendo bien que estaba a minutos de la primera apedreada, miró a la subcomisario González y le dijo:
―Plan B.
La subcomisario González asintió y gritó con todas sus fuerzas:
―¡Miren! ¡El grafitero!
Allí estaba él, del lado contrario de la plaza, pintando grafitis en la pared de la iglesia.
―¡El grafitero, el grafitero! ―gritaban desquiciados los vecinos de Arenas Verdes.
―¡Atrápenlo! ―gritó entonces el sargento López.
Ambas multitudes se lanzaron a la carrera detrás del grafitero, fundiéndose en una única turba iracunda. Lo persiguieron por toda la calle principal, lo persiguieron pasando el mercado y pasando la escuela. El grafitero los evadió detrás de la panadería y corrió en la única dirección que le quedaba hacia la playa. Allí los vecinos de Arenas Verdes finalmente lo alcanzaron rodeándole en un semicírculo contra el mar. Varios perseguidores se quitaban ya las ropas por si intentaba escaparse nadando.
―¡Tiene la cara toda verde! ―se sorprendió entonces la señora Giménez.
―¡Tiene antenas! ―dijo el señor Juárez.
―¡Y tiene cuatro brazos! ―aulló la señora Vázquez.
―¡El O.V.N.I., el O.V.N.I.! ―gritó ahora el señor Gómez apuntando al cielo.
En efecto, un O.V.N.I. sobrevolaba ahora por encima de Arenas Verdes, avanzando a toda velocidad hacia el gentío. Deteniéndose justo encima del grafitero alienígena, desde dentro le arrojaron una cuerda para que se aferre y lo izaron a la nave espacial. El grafitero se había escapado.
Después
El verano calentaba todo y a todos. Las aves jugaban con el viento que le silbaba con dulzura a los árboles, que agradecían la visita. A sus pies, cantidad de animalitos disfrutaban de la refrescante sombra, ya casi listos para continuar con sus picarescas mañanas. La sargento Giménez hablaba por teléfono y escribía todo lo que le decían. Sin cortar, apoyó luego el auricular sobre la mesa y se fue a buscar al comisario Benítez.
―Comisario Benítez ―le dijo al encontrarlo en su oficina, parado mirando por la ventana hacia el exterior― son los de la central de nuevo. Quieren saber si puede ir el martes a recibir su condecoración por haber mantenido al pueblo libre de crimenes por los últimos diez años.
―Que esperen. No tengo tiempo ahora, Arenas Verdes me necesita.
Contestó el comisario Benítez, llevando su mirada desde el patio del destacamento, donde sus agentes jugaban a las cartas a los gritos, hacia el horizonte, más allá del pueblo más tranquilo de toda la provincia, y luego sonrió. La sargento Giménez, viendo la sonrisa en el rostro del comisario, se aburrió de esperar y volvió al partido de cartas con sus compañeros.
Fin
Autor Javier Banchii