Cierto día, no particularmente frio, pero de seguro no caluroso, un caballo, un zorzal y un zorro, que llevaban casi dos horas viajando por la montaña, se toparon con un amplio problema. Subiendo por la ladera, llegaron hasta un gran surco en la misma que impedía continuar el avance. El surco tenía algunas decenas de metros de ancho, muchos cientos de altura, y parecía partir la ladera entera; como si la montaña fuese una gran roca fracturada. Mientras estudiaban el problemático accidente geográfico, discutieron por un momento si era un barranco, una garganta o una quebrada. Siendo que ninguno sabía a ciencia cierta la diferencia entre uno y otro, decidieron que el surco en la montaña era las tres cosas: un barranco, una garganta y una quebrada.
Resuelto el primer problema, comenzaron a debatir el más escarpado: cómo llegar al otro lado.
―No veo cuál es el problema. Volemos hasta el otro extremo y listo ―propuso el zorzal.
―Nosotros no tenemos alas ―explicó el zorro después de meditarlo unos segundos.
―¿Y si conseguimos unas? ―insistió el ave.
―No ―se limitó a responder el canino.
―¿Y sí los llevó yo volando?
―¡No! ―sacudió la cabeza el caballo frunciendo el ceño.
―¿Te dan miedo las alturas? ―trató de sonar comprensivo, tras una pausa el zorzal.
―Sabes bien que los caballos no vuelan ―dijo el zorro―, así no vamos a llegar a ningún lado. Necesitamos pensar alguna otra solución.
Aceptado que no cruzarían volando, los tres cayeron en un silencio pensativo. Miraban alternadamente hacia abajo, hacia arriba, hacía el acantilado y hacia sus patas, emitían sonidos imprecisos, y se movían sin necesidad. Tras una propuesta incomprensible y una propuesta irrazonable, el caballo retomó la palabra:
―Rodeémoslo ―largó entusiasmado.
―Eso nos tomaría días y sería tremendamente agotador, no sé si tengo tantas ganas de llegar al otro lado ―se negó el pájaro.
―No si vamos al trote.
―Nosotros no podemos trotar ―explicó ahora el zorro―, a lo sumo podemos correr y, a nuestro paso, igual tardaríamos demasiado.
―Podría llevarlos en mi lomo ―ofreció el equino.
―No, yo sí le temo a las alturas.
―Eso no es verdad, no les temes, te he visto varias veces trepando árboles para robar huevos.
―Por supuesto que jamás me has visto hacer eso ―lo interrumpió el canino mirando de reojo al zorzal― De todas manera no le temo a todas; sólo a las de dónde me puedo caer ―aclaró, provocando que el caballo hiciera un puchero de confusión a vista baja.
Luego de eso, los tres volvieron a hacer silencio, pero está vez se miraban los unos a los otros.
―¿Y si no lo cruzamos? ―propuso ahora el más peludo de los tres― Quedémonos de este lado y veamos qué más hacer.
―Tras un extenso resoplido, el zorzal respondió subrayando las palabras.
―¿Por qué no, por lo menos intentan volar al otro lado?
―Por lo mismo que no intentan rodear el barranco, imagino ―dejó sonar su frustración el de las patas más largas.
Lo que siguió a ese comentario fue todo menos silencio; y el debate trocó en discusión. Los tres compañeros se indignaron, se enojaron, hablaron, se crisparon y, por sobre todas las cosas, se quedaron del lado de la garganta que estaban.
―¡Basta! ―relinchó finalmente el caballo― ¡Basta! ¡No! ¡Al final! ¡No! Siempre. Basta. Que cada uno haga lo que le parezca y problema solucionado.
―Me parece perfecto ―dijo el zorro.
―Coincido plenamente ―dijo el zorzal.
Y así fue; el zorro cruzó el acantilado volando; el zorzal rodeó la montaña al trote; y el caballo se echó sobre el pasto a esperar que volviesen los otros dos. El conejo quedó muy confundido.
Autor Javier Banchii