¿Qué si recuerdo el alzamiento? Yo recuerdo lo que los libros de historia nunca te dirán; pues estuve allí.
El Vizconde Ustran llevaba años acumulando tierras y reclutando soldados para sus ejércitos. No que a nadie por esos días le interesara demasiado; otro noble más haciendo alarde de un poder inexistente. Cierto que sus métodos para hacerse con las tierras de sus familiares eran cualquier cosa menos nobles, pero el término «nobleza» ya había perdido bastante de su lustre y nadie reparaba en ello. No pasaba un mes sin que algún barón envenenase algún marqués o el duque de aquí invadiese las tierras del duque de allí. Era aburrimiento ¿Sabes? Ninguno tenía poder real alguno y no sabían en que ocupar su tiempo; el Rey tomaba todas las decisiones de la nación sin siquiera molestarse en fingir interés por la opinión de sus señores. Disponía de esos miserables espías espectrales que podían llevar su voluntad a todos los rincones del reino en cuestión de horas, y volver cargados de noticias también; no tenía necesidad de delegar ni una pizca de su autoridad en nadie. Además, siendo que no podías verlos, esos malditos espíritus lo sabían todo de todos, y así también lo sabía el Rey. No había manera de desafiar su potestad.
O eso creíamos. El Vizconde se había hecho de algunos aliados bastante peculiares y, con su ayuda, ahora podía detectar la presencia de los espías del Rey. Sabía cuando le oían y cuando no y, más importante aún, los espectros no notaban la diferencia. Así, Ustram podía planear y preparar su sublevación mientras el monarca le creía el más fiel de los súbditos. Por supuesto que tener a su majestad engañado y disponer de un ejército enorme no era suficiente para hacerse con el Trono; el Rey poseía un montón de otros recursos mágicos con los que aplastar a cualquier enemigo que se le presentase. Esto también lo sabía el Vizconde. Sabía que necesitaba tres cosas para proclamarse a si mismo soberano. Necesitaba tropas suficiente como para hacerle frente a la Armada Real; las que ya poseía (los poderes místicos del Rey tornaban un tanto superfluo a su ejército por lo que éste de momento distaba de ser implacable). Necesitaba aliados como para mantener el control una vez que tomase el Trono; lo que no era difícil dado lo poco apreciados que se sentían los nobles por aquellos días. Y necesitaba, por sobre todas las cosas, neutralizar los poderes mágicos del Rey. Lo que acababa de descubrir cómo hacer.
Según había logrado saber Ustram, el soberano había obtenido todas sus ínfulas de gran hechicero de un demonio pasajero, de esos que cruzan nuestra tierra cada tantos siglos o que son traídos con la llegada de tal o cual estrella. El Príncipe entonces (pues príncipe era antes de ser rey), habría ofrecido su alma a cambio de poder comandar a los seres mágicos del reino. Ante semejante proposición, el demonio habría hecho notar que lo pedido era mucho más valioso que lo ofrecido (una mísera alma humana) y se habría dispuesto a dejar atrás al Príncipe y su orgullo herido. Sin embargo, el futuro rey, que por esa época ya estaba más que desalmado, aparentemente engañó al demonio y lo atrapó en una prisión de cristal, obligándolo (no sabría decir cómo) a cumplir los deseos de su captor y hacerle mago además de Rey. Libera al demonio, y éste se hará cargo del tirano por ti, razonó entonces el Vizconde.
¿Qué tenía todo eso que ver conmigo? Bueno, yo me había pasado toda la vida estudiando ángeles y demonios, cómo diferenciar unos de otros y, por supuesto, como encontrarlos. Razón por la cual fue mi puerta a la que llamaron para detener el complot de Ustran ¿Quiénes? Un grupo de valientes que había logrado conocer las maquinaciones del Vizconde antes de que éste las ejecutara, pero demasiado tarde como para avisarle al Rey con tiempo para que hiciera algo al respecto. Tras detallarme dichas maquinación, los fieles guerreros a mi puerta me explicaron qué tan apremiante era en verdad la situación; según dijeron los rebeldes no esperarían la vuelta de su señor para comenzar la batalla; la estrategia era no permitirle al Rey tiempo de reorganizar sus fuerzas y buscarse aliados, lo querían plenamente confiado en sus huestes mágicas y en plena contienda al momento de perder su control sobre éstas, para asestarle así la estocada final en su momento de mayor debilidad y asegurarse la victoria.
Como la mayoría de sus súbditos, yo odiaba a nuestro soberano; pero más odiaba al Vizconde y también más le temía. Ustram trataba a la gente de sus tierras peor que al ganado. Habiendo estado de paso por sus dominios una vez, no había visto yo más que miseria y sufrimiento. La idea de servir a semejante déspota me helaba la sangre; mejor quedarnos con el déspota que ya teníamos, concluí. A actual, por lo menos, ya sabíamos sobrellevarlo. Había, no obstante, otras cuestiones que considerar a la hora de decidir si ayudar o no a evitar el derrocamiento del Rey; oponerme a las fuerzas de la rebelión pondría mi vida en peligro, haciendo de la muerte el desenlace más probable.
Jamás me consideré un héroe mas, habiendo decidido ya y cabalgando ahora hacia el peligro, no pude evitar sentirme cerca de serlo; estaba por arriesgar mi vida para evitar que un terrible mal azotase a nuestra gente. Y no olvides que nadie me había ofrecido nada a cambio; hasta allí marchaba movido únicamente por mi recién descubierta hidalguía. Por supuesto que se me había cruzado la idea de que el Rey estaría más que agradecido de mi ayuda, y hasta tal vez estuviese dispuesto a recompensarla, pero eso de momento era sólo una idea. Nadie me había ofrecido nada a cambio de mi ayuda.
Mis nuevos compañeros eran cuatro y se les notaba a la legua la fibra de guerreros. Había dos hombres y dos mujeres, y las espaldas de las últimas eran más anchas que las de los primeros. Todos llevaban a cuestas pesadísimas armas que parecían capaces de partir un hombre a la mitad, machacarlo contra el suelo o cruzarlo de lado a lado de un solo golpe ¿Qué digo? Probablemente podrían hacer eso a una decena de hombres a la vez. Los cuatro tenían rostros duros con expresiones severas que le infundían un miedo que haría temblar hasta a las piedras (probablemente menos duras que sus rostros, además). Diré que parte de mi decisión de unírmeles estuvo motivada por ese mismo miedo del que no era yo inmune; pero ellos no me dijeron que debía acompañarlos, me lo pidieron, así que hacerlo sí fue una decisión y sí puedo jactarme de ella.
Dar con el paradero del demonio no fue particularmente difícil; los guerreros traían consigo una daga manchada de su sangre y yo disponía de todo el instrumental y el conocimiento necesarios como para que el puñal nos guiase hasta el cautivo. No quisiera prolongar demasiado mi crónica por lo que no entraré en detalles del viaje, aún si estuvo colmado de las hazañas más inusuales y dignas de ser contadas de las tenga yo noción. Es que la prisión del demonio estaba en lo profundo del territorio místico, donde pululaban todo tipo de seres mágicos; seres que, tras perder su libertad a manos de nuestro monarca, vivían consumidos por el odio y la desesperanza. Desde que su último enemigo se había rendido en el campo de batalla nuestro soberano rara vez requería algo de ellos (excepto por sus espías espectrales, claramente), pero eso no calmaba a los atormentados habitantes de aquel territorio; tal vez el recuerdo de lo que habían tenido que hacer o el conocimiento de que, si así lo deseaba el Rey, así lo volverían a hacer. No lo sé, los seres mágicos son difíciles de entender.
Como sea, llegamos los cinco hasta la montaña. Pues era en la Montaña del Yermo donde permanecía cautiva la fuente de los poderes de nuestro medianamente tolerable déspota. Debajo de ésta, de hecho, en una caverna subterránea que nacía al pie del monte. Al llegar pudimos ver que una gran batalla había sido librada allí. Cuerpos humanos y otros tantos estaban regados por todas partes; los hombres llevaban los colores del Vizconde y los otros debían ser los guardias apostados por el Rey para proteger su secreto. Había también símbolos dibujados en el suelo, algunos en sal y otros en sangre; uno de mis compañeros me explicó que habían sido dispuestos allí para nublar la visión mágica del Rey; nadie vendría a ayudarnos, estábamos solos contra los rebeldes; éramos la última esperanza del reino. Me lo pensé tres veces antes de entrar a la caverna, pero el temor que me daba todo lo que estaba viendo todavía no había logrado superar al pavor que le tenía a mis compañeros.
La cueva claramente no era natural o, por lo menos, ya no más. Todo su interior estaba tallado en ángulos rectos y con elaborados diseños, e iluminado con tenues fuegos imperecederos que le daban una apariencia un tanto lúgubre. No se veían aberturas ni pasadizos por ningún lado; la cueva era una galería descendente por la que sólo se podía avanzar o retroceder. Tras poco más de dos horas de caminata llegamos a la cámara principal; había espacio para unos cuatrocientos o quinientos hombres allí dentro y no se podía ver el techo; por lo demás, el diseño era muy similar al de la galería por la que habíamos llegado. En el centro había un gran pedestal, y encima, encerrado en una caja de cristal anaranjado, estaba el anunciado demonio. Comprendí entonces que la realidad era peor de lo que me había imaginado; éste no era un demonio pasajero, traído a nuestras tierras por alguna estrella viajera o que había llegado desde alguna dimensión de terror cruzando el portal equivocado. Éste era un demonio de la tierra, de esos que descansan enterrados en las profundidades pues sólo el peso descomunal de una gigantesca montaña puede contener su ira. Y puedo jurar que era en verdad una criatura terrible; su cuerpo de roca estaba cubierto de protuberancias afiladas y era tan grande como cuatro elefantes; seguramente podría eliminar a cincuenta hombres con un solo golpe. Lo peor era su rostro; más pulido que el resto de su ser, llevaba una expresión fría y neutra que le daba un aspecto reflexivo, pero, a la vez (no sabría explicar cómo), dejaba ver que su mente era puro odio y crueldad. No se movía en lo más mínimo, a excepción de sus ojos que seguían todo lo que ocurría en el gran salón.
Allí, al pie del pedestal, estaban Ustram y sus hombres. El Vizconde, junto a dos encapuchados, llevaba adelante danzas rituales destinadas a liberar al terrible, y rodeándoles, varias decenas de soldados miraban hacia arriba aterrados. Justo en aquel momento, mientras mirábamos el macabro espectáculo, una gran rajadura apareció en el cristal. El monstruoso prisionero la observó, luego deslizó sus dedos por ella y volvió a su posición original; a la espera.
El capitán de nuestra tropa decidió no perder un instante y actuar.
―¡Ustram! ¡Asquerosa alimaña! ¡Miserable traidor! Detén lo que haces y prepárate a morir ―llenó la cámara con su atronadora voz.
El Vizconde y los encapuchados apenas y se detuvieron un instante para observar lo que ocurría, y luego ordenar a sus soldados atacar a los recién llegados. Sus hombres, siempre dispuestos a obedecer, dieron media vuelta y cargaron hacía donde nos encontrábamos los guerreros y yo. Enseguida supe que poco podría aportar a esta lucha desigual y, aprovechando que mis compañeros se olvidaban de mí, me escabullí alejándome del combate, mas no de mi deber. Mientras ellos hacían frente con brutal coraje a los soldados, yo me dirigí directamente hacia el Vizconde y sus secuaces a intentar detener su demencial ritual. No que mucho pudiera hacer allí tampoco; los encapuchado ya no participaban de las danzas y estaban parados protegiendo a Ustram con grandes y afiladas espadas; en mi vida participé en combate alguno, hacerles frente no serviría de nada.
Pero tal vez hubiese algo más que sí pudiese hacer, algo que sólo yo podría. A diferencia de todos los demás yo sí sabía lo que esperaba allí ser liberado, parado sobre el pedestal y encerrado detrás del cristal. Me acerqué entonces a estudiar a la bestia. Tal vez habría algo que pudiese hacerse, alguna debilidad del demonio que pudiese contener su furia y regresarlo a la tierra de donde provenía. Si no, un destino mucho peor que servir a Ustram nos esperaba; de seguro el odio del monstruo no sería saciado meramente con vengarse del Rey. No, una mísera alma humana no alcanzaría; él se vengaría de todos nosotros. Parado allí, haciendo uso de todas mis fuerzas para mantener la mirada posada sobre aquel aterrador demonio, se me ocurrió que, si lograse evitar que su ira alcanzase a nuestro reino, el desenlace de toda aquella odisea podría ser inconmensurablemente más provechoso de lo que había pensado. La batalla seguramente ya había comenzado en la capital, por lo que si el cristal se rompía el Rey, desprovisto de sus poderes mágicos, seguramente caería. Por otra parte, el pretendiente a déspota estaba allí mismo con nosotros, y mis compañeros (que no tardarían mucho más en vencer a los soldados de la rebelión) podrían hacerse cargo de él sin mayores problemas. Si lograba yo encontrar alguna forma de neutralizar a la bestia demoniaca, al final de aquel día ya no habría ni demonio ni déspotas a quienes temerles. No habría entonces palabra más adecuada que «heroico». Y sí, debo decir, encontré una debilidad de la formidable criatura.
Estudiando el rostro de la bestia supe quien era y supe como devolverlo a las profundidades de donde nunca debería haber salido. Pero para hacerlo tendría que esperar a que estuviese libre, y tendría que acercármele, mucho. Más cerca de lo que corazón alguno pudiese soportar. Necesitaría meditar una estrategia infalible; sólo iba a tener una oportunidad y lo sabía.
En ese momento, mientras seguía yo contemplando al terrible, varias rajaduras más se propagaron por el cristal. El demonio las inspeccionó con la mirada, y luego golpeo el cristal con la palma de su mano, fracturándolo por completo. Enormes secciones de la vieja prisión se precipitaron hacia el suelo al pie del pedestal, donde partieron en pedazos al Vizconde Ustram y sus encapuchados. Al ver a su líder desperdigado por el suelo, los pocos soldados rebeldes que permanecían con vida huyeron despavoridos, y mis compañeros, seres de puro valor, se dispusieron a una batalla imposible de ganar. El aterrador coloso les miró entonces, sonrió sin mover los labios y comenzó a encogerse, reduciéndose así hasta el tamaño de un hombre.
―¿Dónde está su rey? ―dijo en una voz calma y profunda.
―Eso a ti no te interesa ―respondió desafiante el capitán―, pues estás por morir en nuestras manos.
Valientes palabra; valientes y ridículas. Todos allí sabían que los combatientes del Rey no tenían posibilidad alguna de ganar, era una batalla perdida. Aún así la voz del capitán no tembló ni sus compañeros mostraron una pizca de duda; lucharían hasta la muerte. Muerte que tardaría en llegarles; yo sabía que el demonio había tomado forma humana para poder burlarse de ellos y entretenerse un rato, poniendo sus fuerzas a prueba antes de matarlos. Está sería mi oportunidad; la arrogancia del enemigo mi única aliada.
Comenzó entonces la batalla y comenzó mal. Tal vez algo irritado por las palabras del capitán, el demonio se lanzó hacía él y le dio un golpe ascendente en la parte baja del estomago, con tal fuerza y velocidad que le cercenó las piernas, permaneciendo éstas en su lugar mientras el resto del cuerpo volaba por los aires.
―No, no voy a morir, ustedes lo harán ―le dijo luego a los tres que quedaban manteniendo su apacible y terrorífica voz―, y después morirá su rey. O tal vez no. Tal vez lo encierre en una caja de cristal para que pueda ver como fuerzo a su gente a obedecer mi voluntad, como él lo hizo con la mía.
Jamás me consideré un héroe. Pero supe allí mismo qué era lo que significaba ser un héroe. Supe que no había chances de ganar pero que aún así debíamos pelear. Comprendí que las gentes de este mundo se dividen entre aquellos dispuestos a enfrentar lo imposible por los demás; a dar la última batalla aun sin esperanzas, pues esa es la batalla entre el bien y el mal; aquellos que con su coraje hacen de lo imposible posible y de la oscuridad esperanza; y aquellos que sobreviven para contar la historia.
Autor Javier Banchii