Aquella mañana no había empezado de la mejor manera para Árturo, tras darse cuenta al bañarse que se había quedado sin jabón, notó al desayunar que se había quedado sin leche. Siendo que el día anterior ya se había quedado sin café y sin pan, sus únicas opciones eran ir a buscar leche o desayunar agua caliente. Así, y con el estomago vacio, se vistió de mala gana y se puso en camino hacia la despensa para aprovisionarse. El dueño de la proveeduría protestó al oír el pedido (en realidad ya había protestado antes al oírle llegar) diciéndole, como tantas otras veces, que lo dejaría sin mercadería y que los demás clientes se quejarían. Árturo escuchó pacientemente (como siempre), ofreció mil disculpas y, habiéndose terminado el berrinche, se quedó en la puerta esperando que el hombre juntara todos las cosas del pedido.
Habiendo logrado superar el reto del desayuno y tras dedicarle la mañana a reparar algunos desperfectos dentro de su morada, se dispuso a continuar con su rutina de domingo e ir a misa. Allí comprobó que el tinte de su día seguía igual. El párroco había hecho cerrar las ventanas cercanas al altar; ventanas por las cuales, cada domingo, la homilía llegaba a oídos de Árturo, que se acomodaba lo mejor que podía entre los árboles del patio. No tenía sentido tratar de escuchar el servicio desde las ventanas del frente ya que el párroco no tenía buena voz y, obviamente, él no podía meter sus siete metros de puro gigante dentro de la parroquia. Una vez tiempo atrás lo había intentado, pero se le habían acalambrado hasta las cejas tratando de acurrucarse lo suficiente como para pasar la puerta; ni decir lo que hubiese tenido que hacer para cruzar el vestíbulo. Y de todas maneras el párroco le había prohibido volver a intentarlo, diciéndole que cualquier movimiento mal calculado dentro del edificio terminaría por romper algo.
Parado allí a la puerta del sacro edificio, se le ocurrió que podría subirse encima, y escuchar la misa desde el gran tragaluz central que tenía unas rendijas de buen tamaño para dejar pasar las corrientes de aire. Empezó pies a ascender la pared, asiéndose con la mano izquierda del techo y apoyando el pie derecho en el alero de la puerta, cuando la señora Colines salió de su casa (frente a la iglesia) con el mismo objetivo que Árturo.
―¡¿Qué se supone que piensas que estás haciendo?! ―se escuchó la chirriante voz.
―¡Señora Colines! ―el gigante se dio tal sobresalto que perdió el equilibrio y el asidero de su pie derecho, si hubiese sido un par de metros menos enorme probablemente se hubiese caído― Verá, el párroco ha bloqueado las ventanas; no puedo escuchar la homilía; me estaba subiendo para oír desde el techo.
―¡Y romper toda la iglesia en el proceso! ―las palabras ya eran más chillido que voz humana― ¡Siempre el mismo descarado! ¿Acaso y sabes si el techo podrá aguantar todo tu peso? Hazme el favor de bajarte y no volver a hacer semejante barbaridad.
La señora Colines entró luego con toda su indignación a cuestas a la iglesia, mas sólo para salir instantes después con el párroco, casi tan indignado como ella, que le dedicó un fuerte reprimenda al gigante; un sermón sólo para Árturo pero no exactamente el que había ido a buscar.
Habiendo desistido ya de su ritual religioso, el hombre de siete metros decidió ir a pasear un poco por el parque. Allí pudo ver, con contenido lamento, que los niños de las casas del rio se entretenían jugando sus juegos infantiles. Ni bien le vieron llegar, gritaron todos al unísono y corrieron hacía él; dándole saltos alrededor al son del viejo cántico.
―¡Arturo, Arturo, sorete duro, sorete duro! ―gritaban entre risotadas.
―¡Por el amor de Dios, niños! ¿Cuántas veces voy a tener que decírselos? Me llamo «Árturo», no «Artúro». Esa rima con mi nombre no va.
―¡Arturo, Arturo, sorete duro, sorete duro!
Desistió entonces el gigante también del parque y se fue con la intención de pasear por algún otro lado (sin saber muy bien cuál). Pensó primero en la carretera, pero siempre corría el riesgo de que algún conductor desprevenido se sorprendiese al verlo y se asustase, virase violentamente el automóvil y perdiese el control, yendo a parar derecho a la zanja. Eso ya había pasado antes y había sido de lo más desagradable; tras sacarle Árturo del auto accidentado, el conductor había insistido que había sido todo culpa del gigante y que debía pagar por los daños. Por otra parte, pasear por el pueblo siempre había sido difícil por los abedules que estaban plantados en todas las aceras.
―Éste ―se dijo a sí mismo el gigante mientras marchaba de vuelta a su cueva―, definitivamente no es mi día.
Sin embargo, el desmedido hombre de medidos modales estaba equivocado. A poco de llegar a su morada se encontró con Juan Cantaró que se estaba tomando unas cervezas al borde del rio, en el único pedacito de costa que quedaba sin edificaciones. Juan, recordando una vieja deuda que mantenía con el gigante, y ya que las botellas de cerveza eran demasiadas para él, y que no eran exactamente suyas, invitó al hombre alto como árbol a tomarse una. Tenía además que contarle que el tractor de los García Destello se había averiado y que tendrían trabajo para Árturo si él lo quería.
―¡Vaya! ―dijo con su tranquila pero tronante voz el gigante― Eso sí que son buenas noticias, este mes estoy un poco corto de dinero. Y yo que pensaba que este día sería un desastre con toda la mala suerte que he tenido y lo feo que me ha estado tratando la gente.
―¿Sabes? Nunca entenderé por qué dejas que te traten de esa manera.
―¿A qué te refieres? ¿Qué otra cosa podría hacer?
―¿Cómo «qué otra cosa»? ―preguntó extrañado Juan― Mides siete metros y tienes los brazos como tronco de árbol; deben haber dos grúas en todo el país que puedan levantar más peso que tú; además eres duro como la roca. Recuerdo esa vez que el viejo Tomás borracho estrelló su auto contra ti, apenas y te dejo dos raspones.
―¿Y?
―Y que si quisieras, podrías obligarlos a tratarte bien. Si no te dejan entrar a la iglesia le arrancas el techo, y al que le moleste lo levantas con una mano y lo arrojas al otro lado del pueblo ¿Quién va a hacer algo al respecto? Y esos niñitos estúpidos que te molestan todos los día, podrías aplastarlos como moscas. Tú podrías obligar a todos en el pueblo a hacer lo que tú quisieras, a darte cualquier cosa que quisieras. Y, para ser sincero, viendo cómo te tratan, no sé si no sería lo más correcto de tu parte.
Árturo se quedó en silencio, pensativo, con los enormes ojos clavados en Juan. Lento e implacable como la marea, un torrente de pensamiento inundaba la mente del gigante, formando un mar de ideas en el que incluso se ahogaría un hombre cien veces más grande que él.
―¿Yo podría hacer eso? ―preguntó pausadamente.
El rostro de Juan se tiño de terror, la sangre abandonó su piel y todos los esfínteres se le cerraron al unísono.
―No ―chilló―. No podrías. Olvida lo que dijo. Soy un gran idiota y nada más. Es imposible, no se puede. No te preocupes más. Hablemos de otra cosa ¿Qué tal tu casa? ¿Eh? ¿Sigue siendo tan fría en invierno?
―Qué lástima ―apretó con fuerza sus enormes labios el coloso―. Hubiera sido bonito.
Ese domingo en particular no mejoró ni empeoró en mayor medida, pero al siguiente Árturo pudo escuchar la homilía con la panza llena y fue feliz.
Autor Javier Banchii