―¿Eso es todo lo que haces?
―¿A qué te refieres?
―Me dices que te paras todo el día ahí a evitar que se corte la leche ¿Eso es todo lo que haces?
―Nadie puede evitar que la leche se corte, sino no sería leche. Yo me paro aquí a ver y confirmar cómo se corta la leche. Y luego la tiro y traigo nueva.
―Y eso es todo lo que haces.
―Soy el cocinero ¿Qué se supone que haga? ―se mostró confuso el cocinero.
―Cocinar, diría yo ―respondió el otro.
―En esta zona nadie cocina su alimentos; la costumbre es comer todo fresco.
―¿Y entonces para qué tenemos cocineros?
―Pues, para controlar cuando se corta la leche, claro está.
―No sé. No me suena correcto. Creo que voy a consultarlo con mi mujer.
―¿Por qué, ella qué hace? ―indagó el cocinero.
―Es la lechera ―explicó el marido de la lechera.
―¿Y ella puede evitar que se corte la leche?
―No, no. Claro que no puede.
―¿Y entonces para qué vas a preguntárselo a ella?
***
El marido de la lechera y el cocinero habían sido convocados por el rey y esperaban fuera del Salón Mayor. No en la entrada principal al salón, por supuesto. La entrada principal estaba altamente decorada con galanos y lustrosas esculturas de plata y oro; y eso sin siquiera contar la marmolería.
Los dos hombres esperaban ser atendidos fuera del palacio, bajo la ventana suroeste del Salón Mayor. Había una cuerda de cáñamo por la que se les había instruido trepar cuando escuchasen al Proclamador Real gritar sus nombres. Así lo hizo aquel y así lo hicieron éstos. Tras ser invitados cordialmente por el Rey a sentarse en su mesa y a su derecha, el monarca, palmeando amistosamente al cocinero, les dijo.
―Queridos amigos, tengo algo que pedirles.
Ambos dos sonrieron mientras esperaban llegase la petición.
―Necesito que vayan a matar al dragón.
―¿No mató al dragón el mata-dragones hace ya dos veranos? ―preguntó el marido de la lechera tras intercambiar miradas de arqueadas cejas con el cocinero.
―Éste es un dragón nuevo ―explicó el soberano señor―, el que tú dices es el que andaba por ahí cazando niños y viejas; éste nuevo es menos predecible.
―¿Y por qué no mandamos al mata-dragones?
―Se lo comió el león. No tenemos remplazo de momento y la mayoría de mis súbditos están harto ocupados con los preparativos de la cosecha. Ustedes dos pueden ir; no es que sea un dragón tan grande, después de todo.
***
La cueva era un tanto oscura pero bastante cálida y de paredes lisas que le daban un cierto tono acogedor.
―¡Vaya que es bonita esta cueva! ―suspiró el cocinero― No entiendo por qué está abandonada. Se podría usar para muchas cosas.
―Hay un dragón adentro ―explicó el marido de la lechera.
―Siempre hay dragones en las cuevas, ¿y qué? Éste además dicen que no es tan grande.
Después de algunos minutos de silenciosa caminata, los dos hombres llegaron a una recamara de gran tamaño en cuyas paredes habían sido tallados diseños geométricos de visible uniformidad. En el centro de la recamara había una mesa alta de madera de caoba donde el dragón, la harpía, dos sirenas, el pombero y un leviatán obscenamente pequeño se disponían a cenar. La cena todavía no estaba lista (de momento se asaba lentamente en el fondo de la imponente caverna) y el grupo le dedicaba la espera a un aperitivo de vino y conservas.
Al acercarse los hombres a la mesa los comensales se detuvieron y voltearon a mirarlos (todos menos las sirenas que tenían los rostros encajados en sus platos y allí los mantuvieron). Cuando el silencio se tornó insoportablemente incomodo, el cocinero y el marido de la lechera caminaron hasta el grupo y se sentaron a la mesa en silencio; uno al lado de la harpía y el otro al lado de dragón. Luego de eso la harpía intentó continuar con la conversación como si todo siguiese igual, mas el dragón la interrumpió.
―¿Han venido ustedes aquí a matarme? ―preguntó con fastidio a los recién llegados.
―Sí ―respondió el marido de la lechera.
―Nos mandó el Rey ―se apuró a aclarar el cocinero.
―¿Y por qué ustedes y no el mata-dragones? ―cuestionó la harpía.
―Es que el mata-leones se fue a vivir al sur el invierno pasado.
―Ahh, cierto ―acotó el leviatán mientras intercambiaba asentimientos de cabeza con la harpía.
―¿Deberías tú estar aquí? ―le preguntó el cocinero al pombero.
―¿Y por qué no habría de estarlo? ―respondió el pombero frunciendo el ceño.
―No, no, nada, nada. Yo decía nomás ―se sonrojó el cocinero.
―¿No deberíamos empezar ya? ―consultó el marido de la lechera al dragón.
―Sí, sí, por supuesto, mis disculpas ―aceptó el dueño de casa.
Entonces se levantó de la mesa y fue hacía la hoguera a cortar ocho porciones del plato principal y las sirvió a la mesa. Sazonando con hierbas, directamente en los platos ya servidos.
―Muchas gracias, pero yo decía con la pelea ―insistió el marido de la lechera―, trajimos las espadas.
―Pero si estamos peleando hace rato ―dijo la harpía.
―¿Peleando? Yo no me había dado cuenta de que estuviésemos peleando.
―Es que estás perdiendo ―explicó el pombero.
―Estamos manteniendo una lucha intelectual desde que llegaron ―expuso el dragón―, tanto en el plano personal como en el social.
Los dos hombres se miraron extrañados y tras tres segundos comenzaron a sacudir las cabezas en negativa; primero uno al otro y luego ambos al dragón.
―No, no. Para eso necesitas a la filósofa. Nosotros somos cocinero y marido de la lechera.
―La filosofa es lo que estamos comiendo ―sentenciaron las sirenas.
***
Concluida la cena el marido de la lechera y el cocinero tuvieron que aceptar la derrota y volvieron para dar sus explicaciones al Rey. Éste los hizo colgar en el Salón Mayor y mandó dinamitar la cueva del dragón. Sin embargo, antes de que sus ordenes pudiesen ser cumplidas, la lechera le envenenó la leche.
Ella ahora vende conservas en el Mercado Central.
Autor Javier Banchii