Ya no podía correr a la misma velocidad. Llevaba demasiado tiempo escapando; los músculos comenzaban a rendírsele y los pulmones se le inundaban de fuego con cada inhalación. Sólo la desesperación lo impulsaba hacia adelante, la razón llevaba cuadras rogándole que se detuvieses, e incluso su instinto de supervivencia guardaba silencio. El siguiente calambre no fue como los anteriores, le destrozó el muslo izquierdo y lo dejó rengo. Aún así siguió avanzado; el miedo lo poseía.
Entonces vio el bar iluminado. Estaba abierto y la música estridente que llegaba desde su interior sugería que el lugar estaba lleno. Tal vez allí pudiera esconderse. Tal vez alguien estaría dispuesto a ayudarlo. Camino como mejor pudo hasta el lugar y entró por la puerta. Dentro, su fortuna se reveló casi tan sombría como fuera, el lugar estaba vacío, a excepción de cantinero que, o era corto de oído o pretendía atraer clientes de las cuatro puntas del pueblo con el volumen de la música.
Quien atendía la barra se asustó al ver entrar a un hombre con las vestimentas desgarradas y sangre seca en la frente, sucio y mirándolo entre jadeos desde la puerta con los ojos desorbitados. Temeroso por las intenciones de semejante individuo, el cantinero decidió mantener la calma y evitar a toda costa irritarle.
―¡Ayúdeme, por favor! ―dijo el recién llegado, como mejor pudo, dando grandes bocanadas de aire.
―¿Qué? ―respondió el cantinero.
―¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Soy un hombre cazado!
El tabernero lo miró asintiendo con la cabeza, se inclinó sobre la barra para hablarle y le dijo:
―Miré, creo que entiendo. Yo en su lugar probablemente también andaría por ahí pidiendo ayuda. Pero no creo que haya nada que pueda hacer por usted, lo lamento. Incluso puedo decirle, por experiencia, que nadie lo ayudará. Esto es algo que usted deberá solucionar por sí mismo. Vaya a su casa y hablé con su esposa, va a ver como alguna solución encuentra. Yo también soy hombre casado y mi mujer también se pone «difícil» a veces. Lo único que puedo decirle, es que con los años se vuelve más fácil.
―¿Es acaso usted un imbécil? ―dijo el otro con los ojos más desorbitados aún y todavía jadeando― ¡Cazado! ¡Cazado!
―Sí, sí, perdón, tranquilícese ―dijo el cantinero tratando de mantener la calma―. Por supuesto que está usted cansado. Ya mismo lo ayudo, le traigo un vaso de agua. Usted siéntese y descanse.
―¡Cazar, imbécil, cazar! Que un cazador está buscándome para cazarme.
―No creo que deba preocuparse por eso. En su estado actual no creo que tenga mucho sentido. Además, por estas zonas nadie compra gente. Ningún tasador querrá tasarle a usted. Puede quedarse tranquilo.
―¡Por Dios! ¡¿Cómo se puede ser tan imbécil?! ¡Apague esa maldita música! ¡Cazar! ¡Cazar! ¡Cazarme! ¡En una cacería!
―¡Bueno, bueno! ¡Cálmese! ¡No es para tanto! Eso no es tan raro ni está tan mal. Pero si es de lo más natural. El problema en todo caso es que usted exagera con el entusiasmo que le pone. Le digo más, si deja de hacerlo tan vigorosamente, cascarse la cañería le puede resultar de lo más saludable.
El cantinero apagó entonces la música y se quedó allí sonriendo amablemente. El hombre olvidó por completo de su escapatoria, olvidó que su vida estaba en peligro y que, del otro lado de la puerta, acechándolo por las calles del pueblo, un asesino lo buscaba. Sólo podía pensar en el imbécil del otro lado de la barra, y en su sordera, y en su imbecilidad. Quería tirarle de las solapas y reventarlo a golpes ahí mismo; si era posible, quería matarlo. Y estaba a punto de abalanzarse sobre el pobre tabernero cuando un disparo único del cazador le atravesó la sien.
―Gracias ―dijo el cazador mientras inspeccionaba su presa.
―De nada ¿Cuanto crees que te darán por él?
―No lo sé. Está bastante maltratado y un poco viejo. Intentaré limpiarlo antes de llevarlo al tasador, pero no creo que me den ni la mitad de un bueno. Qué le vamos a hacer, es lo que hay ¿Cómo está tu mujer?
―Brutal y despiadada como siempre. Gracias por preguntar. Y gracias por habernos casado.
Autor Javier Banchii