La segunda idea del maquinista, el intento desesperado, el «todo por el todo» había fallado. Y ahora él ya no estaba en el tren. Nadie más sabía cómo controlar la poderosa máquina; si el hombre no había sido capaz de accionar los frenos, ninguno de los que estaban aún atrapados en los vagones sabría siquiera como intentarlo.
Habían pasado dos días desde que los frenos de bólido dejaran de responder. La locomotora no mostraba la más mínima señal de fatiga; sabían que seguiría y seguiría, más allá de lo que les duraría el alimento, más allá de lo que podrían soportar. La máquina los sobreviviría a todos. Pero también podía descarrillar.
Cada vez que el tren de larga distancia tomaba una de las curvas cerradas del camino, a una velocidad muy superior a la permitida, los pasajeros se preparaba para lo peor. Algunos cerraban los ojos con fuerza; otros tensionaban por completo sus cuerpos, apretando los puños hasta el calambre; a otros más se les cortaba la respiración; la mayoría hacia las tres cosas al mismo tiempo.
Después de una larga y enardecida deliberación, y tras tocar, girar, retorcer, golpear e insultar absolutamente todo en la cabina de mando, se aceptó que no se podría detener la marcha usando los frenos del vehículo; no era esa la solución. Pero, si no era ésa, ¿entonces cuál? ¿Cómo detener un tren desbocado, desde el interior y sin usar los frenos?
La primera idea que logró algo de aceptación entre la gente fue la de confeccionar anclas y tirarlas desde las ventanas cuando el tren pasase cerca de algún terreno apropiado. Todo lo que pudiese hacer de cable se usó de cable, y todo lo que pudiese imitar un ancla se uso de ancla. La idea era, tras atar las anclas a las partes más firmes de los vagones, tirarlas todas juntas al unísono para que las unas supliesen las debilidades estructurales de las otras. Si bien se logró el arrojo coordinado desde todos los vagones, muy pocas anclas se enterraron en el suelo al mismo tiempo. Casi todos los cables se cortaron y muchas anclas fueron destruidas por la fuerza colosal de la máquina. Todas fallaron menos una. Una, especialmente rígida, que había sido construida con un cable de acero que mantenía la carga en su lugar. El tirón que pegó fue tal que arrancó toda una sección del chasis del vagón al que había sido amurada. En el proceso tiró de la formación entera, haciendo que se ladeara y avanzara por decenas de aterradores metros apoyada únicamente en las ruedas de un lado. Al terminar el pavoroso zarandeo, el tren, sin una buena parte de uno de sus vagones, llevaba la estabilidad herida, y varios pasajeros menos que habían sido lanzados por los costados tras el violento sacudón.
El fracaso de la primera idea sembró furia y desconcierto entre los sobrevivientes. Movidos por la ira y todo el odio que les incendiaba el imparable bólido, decidieron que la mejor alternativa sería destruir la máquina desde dentro. Asesinarla si fuese posible. Meterse en la locomotora y desmantelarla para que dejase de tirar del tren. La tarea no fue apropiadamente valorada ni planeada. La máquina era imponente, poderosa y construida para resistir. La falta de herramientas hizo que los pasajeros, poseídos por la desesperación, usasen sus dedos, sus manos y hasta sus brazos. La locomotora los tomó todos y no devolvió nada. Tal vez pudiesen haberse salvado las vidas de los heridos, mas los sanos, sanos de cuerpo pero ya no de mente, decidieron que el fuego podría lo que la voluntad no. Incendiaron la locomotora, el vagón de primera clase y a todo aquel que no hubiese podido abandonarlos a tiempo. El fuego fue voraz mas no implacable, la máquina lo venció y, para cuando se había extinguido, el tren seguía avanzando a toda marcha. Para peor, los hierros menores de la cabina se habían retorcido al calor de la llama y ya no era posible acceder al motor de la formación.
Reino el caos. Los pasajeros a gritos, llantos y golpes, parecían haber decidido que no esperaría a que el hambre o el tren los matase; se matarían unos a otros. Fue entonces, en esa hora tan nefasta, que se levantó de entre la multitud un líder. Un hombre fuerte, con voz de trueno y voluntad de acero. Con su voz, con sus brazos y con su presencia calmó a los enardecidos viajeros. Al día siguiente todos esperaban ansiosamente sus palabras, su plan para detener la pavorosa marcha y sobrevivir.
Su primera idea, que algunos mencionaron por lo bajo ya había sido expuesta y rechazada antes, fue la de crear una gran vela que aprovechase la resistencia del aire para contrarrestar la fuerza de la máquina y la frenase. Una única vela sería imposible, pero aprovecharían la fuerza del grupo, cientos de pequeñas velas que, todas juntas, se opondrían al avance como una sola. A cada pasajero se le encomendó la tarea de unir todas sus vestimentas (incluso las que llevaban puestas) en un solo paño que luego sacarían por las ventanas y las puertas de la formación. En efecto, todos notaron como la velocidad se reducía al extender las velas, pero seguía siendo vertiginosa. Peor aún la fuerza que el aire hacía sobre las telas era brutal. Tras momentos de forcejeo, uno a uno los pasajeros perdió su vela. Aquellos cuya voluntad y fuerza no claudicaron, se aferraban aún a sus vestimentas cuando éstas emprendieron el vuelo.
Con el pasar de los días siguieron intentado, empeñados en no rendirse. Usaron los asientos para construir alas, de manera que las ruedas motrices del bólido se separasen del suelo y dejasen de empujar, pero el resultado fue similar al de las velas. También tiraron toda la comida que les quedaba en las vías para lubricarlas y que la máquina perdiese tracción, mas esto no logró siquiera conmoverla. Luego, se agolparon todos en el último vagón con el objetivo de aumentar su paso y sobre-exigir la locomotora; alguien intentó explicar que eso no alteraba la carga de la máquina y que lo único que lograría sería aumentar la inestabilidad en las curvas. Uso incluso la palabra «idiotez» para convencer a sus compañeros pero fue vencido por la implacable lógica de «si no tienes una idea mejor, guarda silencio». Esa idea tampoco detuvo la marcha.
Un nuevo amanecer iluminó la desesperanza de los pasajeros. Ya no quedaba prácticamente ninguno que creyese en la salvación. fue entonces que, en medio de una extensa curva, el líder vislumbró una última esperanza. La formación se aproximaba a un estrechísimo puente colgante. Corrió desesperado por los vagones explicando el plan. Por extraño (tal vez divino) designio de destino, la construcción del puente era inusual. Incontables tensores se disponían a cada lado sosteniéndolo. Tensores que, dada la estrechez de la pasarela, pasarían a poco centímetros de las ventanas de los vagones, al alcance de brazos que buscarían aferrarse a ellos y a la esperanza. De más está decir que ninguno de esos brazos, o sus dueños, volvieron al interior de los vagones.
Ya no había ideas, ya no había esperanzas, ya no había líder. Los pocos que quedaban decidieron que sólo quedaba una cosa por hacer: saltar. Desesperados, hambrientos y desnudos, fueron arrojándose del tren cada vez que les parecía que bajaba un poco la velocidad en algún ascenso. Algunos se estrellaron contra el piso, claramente por última vez, otros pareció que rodaban hacía la salvación.
Al final sólo quedaron dos. Dos que, sin poder explicárselo el uno al otro, habían decidido esperar hasta lo último. Ya no quedaba más nadie, y ahora les tocaba saltar a ellos. Se levantaron para concluir al fin su viaje, cuando un serie de sonidos agudos, fortísimos y penetrantes les llegaron desde el frente del tren. La locomotora agonizaba. La máquina, construida para resistirlo todo y jamás claudicar, se había esforzado más allá de sus límites y sucumbía.
El tren finalmente se detuvo. Y los últimos dos vivieron para presenciarlo.
Fin
―¡Momento! ¡Momento! No entiendo ¿La moraleja de la historia cuál es?
―¿Y yo qué sé?
Fin de hombros encogidos
Autor Javier Banchii