Por la pequeña ventana llegó el sonar de las ocho campanadas; no quedaba mucho más tiempo. Llegó también el penetrante frio de la noche; no quedaba mucho más sufrimiento.
Las esperanzas de libertad se marchitaban, las ilusiones de felicidad oscurecían. Ya no había luz ni calor; ya no había futuro ni pasado. Sólo quedaba esperar.
Los brazos abrazaron las piernas y las piernas se mojaron de lágrimas. Ya sólo quedaba esperar.
―¿Hace falta que te tomes siempre todo tan a la tremenda?
―¿Acaso no has escuchado sonar la octava campanada? Era mi última oportunidad y no llegó.
―Es por eso que fracasas. Siempre esperando que las oportunidades lleguen. Las oportunidades no se esperan, se toman. Y si no; se hacen. Dejemos de lloriquear y volvamos a pensar. Alguna manera habrá. Todavía hay tiempo.
―Lo hemos intentado. Hemos pedido, hemos rogado, hemos negociado y hemos mentido ¿Qué más queda por hacer?
―¡Exactamente eso! Callarse la boca y hacer.
Las paredes probaron ser tan macizas como antes y la puerta siguió sin ceder.
―No sé por qué te hago caso. Todo sigue igual, de aquí no hay escapatoria ¿Qué se supone que hagamos, sino esperar?
Volvió el silencio, volvió el frio, volvió el sometimiento. Sonaron las nueve campanadas.
―Realmente son dos imbéciles ¿Para qué pelear por salir si ellos vendrán a sacarnos? Dejémoslos. Y luego pelearemos; no contra los muros, sino contra ellos. Los dejaremos sacarnos, mas no los dejaremos llevarnos.
―Ellos son muchos; ellos son más. Nos han vencido antes y nos volverán a vencer. Nos vencerán y nos llevarán.
―¿Ves lo que digo? Por eso me cae mal. No quiere probar, no quiere pelear, sólo quiere esperar, sólo quiere rendirse. Lo odio.
―Sí, no merece otra cosa, yo también lo odio.
―Ustedes me odian porque creen que pueden. Pero se equivocan; yo ya fui ustedes, y sé lo que ustedes todavía no saben. Sólo queda esperar; eso no es rendirse; ya lo entenderán.
Diez campanadas.
―Yo he sido ellos y he sido tú. Lo que sé ya no importa, pues ahora además entiendo lo que no sé. Tal vez triunfemos, tal vez fracasemos, pero intentémoslo igual; al fin y al cabo, no cambiará nada.
Al dar la primera de las once campanadas, el verdugo abrió la puerta y se quedó afuera esperando. Dentro de la celda, de pie en el centro, había un hombre sonriendo con sus ojos una sonrisa de paz.
―Tengo un plan ―dijo el hombre.
―Yo también ―respondió el verdugo.
Autor Javier Banchii