En el bosque de oriente vive una inusual pareja. Difícil sería decir si son más extraños juntos o por separado, pues, verá usted querido lector, son un águila y un zorro. Mas su excentricidad no termina allí, también son bastante peculiares por sí mismos; es el zorro no tiene nariz y el águila no tiene alas.
De esa falta de normalidad nació precisamente la unión de la pareja. Más fácil que te entienda quien en poco se te parece, a que lo haga quien es idéntico a ti en todo menos en lo que cree más importante. Extranjeros entre los suyos, ambos salieron a buscar fortuna y terminaron encontrándose. Primero el águila intentó comerse al zorro; luego el zorro intentó comerse al águila; al final, ambos comieron unas peras tardías que sólo el olfato del ave pudo encontrar entre las ramas, y sólo el canino alcanzó tan lejos del suelo.
Yo soy un conejo, con orejas, dientes, patas y cola, y los visitó en su madriguera tanto como puedo.
―Cada vez que vengo tengo la sensación de que planean comerme ―les dije el otro día sin más rodeos.
―¿Comerte? ―me respondió menos indignado de lo que yo hubiera querido el zorro―. En este bosque tenemos pocos amigos y tú eres el único normal ¿Por qué habríamos de comerte?
―Y, podría ser justamente por eso ―opinó el águila.
―No, nosotros no somos rencorosos ―sentenció mi amigo el zorro.
―No, no, no. Eso seguro que no ―me apresuré a coincidir.
Luego cenamos alegremente, charlando de las cosas del bosque y del invierno que se aproximaba. Como la tertulia era demasiado amena para terminarla temprano, decidimos ir a buscar unas frutillas fermentadas, de esas que aflojan la lengua. Y la mía fue la más floja de todas; después de un rato no pude contener mi curiosidad y dije:
―Sinceramente, no sé por qué no les tienen rencor.
―¿A quiénes?
―A los otros ―respondí― a las águilas con alas y los zorros con narices.
―¿Y por qué lo haríamos? ―me dedicó una chueca sonrisa el zorro― ¿Por tener lo que nosotros no? No fueron ellos los que nos lo quitaron.
―No ―insistí―. Pero siempre los tratan cruelmente y se alejan de ustedes. Como si temiesen que les saquen lo que ellos tienen y ustedes no.
―Ah, eso ―me respondió el ave―. Es que hemos aprendido a disfrutar ser distintos a ellos. Y el rencor es donde más nos gusta diferenciarnos. Ellos no tienen mucho y nosotros nada.
―¿Y ellos qué razón pueden tener para tenerles rencor a ustedes?
―Porque vivimos si eso sin lo que ellos no creen que se pueda vivir ―me explicó el águila.
―No ―corrigió el zorro―. Es por la desfachatez de ser felices.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»