Perdida en algún lugar del océano Indico, se encuentra una pequeña y singular isla de pequeños y singulares habitantes. Sus moradores, hábiles constructores que nada tienen que envidiarle a quienes levantan rascacielos, han sido moldeados, en cuerpo y alma, por la siempre desafiante realidad de la isla. Son macizos pero agiles, tercos pero amigables, pragmáticos pero siempre llenos de esperanzas.
Es que la isla tiene un volcán, y el volcán está activo. Muy rara vez (por no decir jamás) entra en erupción su boca, no obstante, cerca de su base, existe un sinfín de aberturas que cada tanto escupen alguna piedra incandescente sobre la colorida y resistente casa de algún isleño. Casas que no se encuentran todas juntas, si no dispersas entre la costa y el pie de la montaña. Isleño que, de sobrevivir el incendio, ni bien se extinga el último carbón se afanará en reconstruir su hogar; sin quejas, sin desperdiciar un instante, tratando de sonreír.
Mas esa es sólo una de las rarezas que hacen tan peculiar a la ínsula. El mar que la rodea es muy irregular. Ya sea por el suelo marino, la zona y sus corrientes o la luna, su oleaje es problemáticamente impredecible. Tanto que, varias veces al año, embate con alguna cruel marejada a la población, tapando de agua la pintoresca y duradera morada de unos cuantos pobladores. Pobladores que, de salvar la inundación, apenas termine de bajar el último centímetro de agua, pondrán todo su empeño en levantar otra vez su casa; con ánimos, con esperanzas, tratando de no llorar.
No es ni su inagotable voluntad por rehacerse tras la calamidad, ni su terquedad por quedársele cerca lo tan particular de los habitantes de la isla; después de todo, una de las primeras cosas que aprende la vida es a seguir viviendo. Tampoco lo es su afable y apacible carácter; incluso al desastre constante es capaz de acostumbrarse el animal, que de sobrevivir al quinto aprende que podrá sobrevivir al sexto.
No, los isleños son irrepetibles porque vivir entre el fuego y el agua, los ha dividido en dos clamorosos bandos siempre listos para discutir: los que prefieren los incendios, que construyen sus casas cerca del volcán, mas no demasiado cerca; y los que prefieren las inundaciones, que edifican cerca de la cosa, sin acercársele demasiado.
―El agua por lo menos suele dejarte las paredes en pie ―dirá uno de un lado.
―Cuando llega despacio, cosa que rara vez hace ―retrucará el otro―. Y si te las tapa por completo tienes que tirarlas abajo para poder volver a levantarlas ¡El fuego hace la mitad del trabajo por ti.
―El volcán te avisa con humo y ruido que está por lanzar fuego, y lo tira en un solo lugar ―arremeterá alguno del bando que prefiere arder―. Casi siempre te deja correr a resguardo.
―Si, y sólo si, estabas mirando en la dirección correcta ―no dará el brazo a torcer su rival―. El agua siempre sabes más o menos de dónde viene; y también te deja correr, por lo general hasta se puede nadar y, si sabes de qué árbol aferrarte, ella misma te deposita tierra adentro, lejos del peligro.
Podrá parecer raro defender con fervorosa pasión (tan fervorosa como les sale a los calmos isleños) una u otra desgracia que en cualquier momento puede alcanzarte, pero eso es lo propio de los moradores de la isla; ser raros. Y nunca falta la oportunidad para el contrapunto; por un lado disfrutan de las grandes reuniones; por otro, cuando alguno pierde su casa todos, sean del bando que sean, se abocan a reconstruirla. Así, tras la catástrofe, integrantes de los dos grupos coinciden en el mismo lugar durante días; el tema de conversación: el inevitable.
Yo he estado en el lugar muchas veces. Puedo asegurar que ambos desastres me resultan igualmente desagradables. Pero debo admitir que si hay algo que me encanta de la isla, es volver a ella.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»