Inspirado por un cuento de Pablo De Santis
En el vigésimo sexto año de su existencia, Arturo Lemos se unió al Octavo Cuerpo de Exploradores de Frontera de la Nación. Siendo que la cartografía de los terrenos fronterizos es tan incipiente, nadie sabe con exactitud dónde se localiza exactamente la frontera, o qué es lo que hay allí, o si eso que allí hay es benévolo u hostil. Razón por la cual, el Octavo Cuerpo suele ser destino último de aquellos que han ensayado sin éxito toda otra alternativa. Por ende, la relativa corta edad de Arturo al momento de unirse, generaba confusión entre sus compañeros y superiores, más desengañados que él.
El hombre que sería eventualmente su jefe, ante la indecisión de sus superiores, decidió resolver la cuestión de la manera más simple, sometiéndolo a la prueba de los caminos. El examen, que tarde o temprano se les realizaba a todos los integrantes del Cuerpo, era sencillo y constaba de dos partes. Primero se conducía al sujeto hasta un terreno cercano a los límites de la precisión cartográfica, y se le indicaba que debía marchar en dirección noreste por tres días, para descartar que hubieran surgido asentamientos hostiles. Se le explicaba también, que esa era una zona muy poco explorada y que sólo uno de cada dos miembros que eran enviados por allí regresaban. El candidato ideal debía aceptar la encomienda, y regresar de ella; el único peligro real siendo que se negase o se fugase. Arturo superó la exigencia sin que en ningún momento se pudiese cuestionar que así lo haría.
La segunda parte de la prueba consistía en llevar al individuo a otra zona límite, donde se le ofrecían cinco opciones para explorar. El primer camino ramificaba en múltiples vías; algunas más conocidas, otras más inexploradas; algunas más peligrosas, otras relativamente seguras. El segundo, por su parte, era algo más corto y daba un rodeo por la zona, hasta volver al principio por el tercero. En cuanto al cuarto, éste se separaba más adelante en tres vías, cada una conduciendo a una amenaza distinta. El quinto y último no tenía bifurcaciones ni alternativas; se lo había recorrido hasta cierto punto y, hasta allí, no tenía nada de particular. De su extremo más alejado, sólo se sabía no era el final del trayecto (ni por poco), y que, si se continuaba por allí, las raciones escasearían a la vuelta. El sujeto debía elegir cualquier senda menos la quinta. Enfrentado a la elección, Arturo se detuvo un momento a meditar su decisión. Tras pasarse unos momentos estudiando con detenimiento los mapas de cada camino, miró a los miembros del Octavo Cuerpo y dijo:
―¿Puedo llevar un arma?
―No somos soldados y lo sabes ―fue la respuesta―, por supuesto que no.
Entonces, sin decir más, tomó todo su equipo y se adentró en la quinta via. Los hombres del cuerpo le observaron partir y luego intercambiaron miradas indefinidas; la prueba de los caminos no había sido tan decisiva como esperaban. Discutieron largamente sobre los resultados sin poder alcanzar una conclusión definitiva; incluso los defensores de tal o cual posición no se sentían del todo confiados de que fuese la correcta. Decidieron pues, con el pragmatismo propio de su condición, dejar de preocuparse por el asunto. Cuando Arturo regresase de su travesía, retomaría su puesto en el cuerpo y sus actividades diarias; el tiempo demostraría por si solo si era un buen recluta o no. Después de todo, lo único que era realmente importante de un explorador de frontera era que decidiese serlo; incluso, si no realizaba la labor eficazmente no se perdía demasiado, se enviaba a algún otro explorador a remplazarlo y listo. Así se decidió y así se hizo, pero Arturo no regresó.
La desaparición del joven trajo paz y esclarecimiento a los altos rangos del Cuerpo. Evidentemente había elegido continuar más allá del límite preestablecido; la prueba de los caminos había sido todo un éxito. No fue igual más abajo en la cadena de mando, Hermenegildo Espinoza (el hombre que había recomendado administrar la prueba), se sintió aún más contrariado por el nuevo avatar. No sentía que explicara nada, y le robaba la posibilidad de conocer más en profundidad al problemático recluta, como para lograr entender su aparición en el Octavo Cuerpo de Exploradores de Frontera de la Nación. Sumado a ello, estaba la tenue pero omnipresente sensación de culpa que siempre le generaba enviar a uno de sus compañeros a la muerte. Creyendo que aún había tiempo, Hermenegildo tomó una decisión que, al nacer en lo profundo de su mente, sorprendió al añoso hombre que se consideraba ya incapaz de sorprenderse, no sólo por haber surgido con tal certeza, si no por el hecho mismo de haber surgido. Iría él mismo a obtener las respuestas que la prueba no le había otorgado.
Ya entrada la noche, favorecido por una gran luna llena, tomó uno de los viejos fusiles del último puesto fronterizo del Cuerpo antes del camino que había tomado Arturo, el único que le pareció sería todavía capaz de disparar (asumiendo, por supuesto, que las balas todavía fuesen capaces de ser disparadas). Marchó a paso doble por la monótona pero laboriosa senda, durmiendo lo menos posible en la alternancia de días, y tratando de percibir cualquier detalle que le ofreciese indicios del destino del desaparecido sujeto. Le pareció en más de una ocasión ver pálidos indicios de excursiones fuera de la senda, pero no había manera de confirmar que eso eran, o si evidenciaban excursiones o incursiones; mucho menos quien las había realizado.
Llegó entonces hasta el límite que el Cuerpo le asignaba al camino. No había ninguna demarcación específica, pero el cambio abrupto del terreno lo hacía inequívoco; si se quería estar seguro de volver, había que hacerlo ahora. Mas Hermenegildo no había encontrado rastros de Arturo y se sentía indeciso. En un principio había pensado volver a contraluz, marchando de día los trayectos que había hecho de noche y viceversa. Ya que sólo las dos primera noches habían contado con buena luz lunar, se le ocurría que tal vez la oscuridad le hubiese negado indicios del paradero de joven extraviado. Sin embargo, numerosas exploraciones nocturnas le habían enseñado a aprovechar su lámpara de aceite para conquistar la penumbra tan bien como el luminoso sol de verano, y ya no le parecía una buena idea. Además sabía que el límite había sido elegido para proteger a los novatos, ninguno de ellos habiendo recibido de incontables años, el resistente e incansable paso que llevaba él; cuando, por alguna peculiar razón, hacía falta alcanzar lo más profundo de la frontera (y volver) sólo su nombre resonaba por el Cuerpo. Hizo un recuento veloz de sus provisiones y calculó en su mente cuánto tiempo más podría marchar alejándose por el camino.
La disponibilidad de alimento no era la única razón por la que el Octavo Cuerpo había demarcado aquel punto de la senda (cosa que Hermenegildo sabía), si hasta allí era ardua, desde allí era penosa; se avanzaba más lentamente y con gran dificultad, y la atención que requería cada paso dificultaba percibir a tiempo la llegada de alguna amenaza. A medida que pasaban los kilómetros, comenzó a comprender esa elección, que su vasta experiencia no le explicaba. El camino a veces casi ni lo era y su cuerpo, endurecido al fragor de los años, se cansaba más de lo esperado. Era además muy engañoso, haciéndole trastabillar, tropezar, caer y hasta dolorosamente rodar en varias ocasiones. El fusil y sus balas eran aún mas traicioneros que el terreno, gatillar a ráfagas con suerte lograba un disparo, de impredecible trayectoria, por lo que Hermenegildo debió recurrir mucho más a la carrera que al ataque; exigiendo todavía más a sus ya maltrechas piernas. Mas nada de ello doblegaba al explorador, su única preocupación real era el agua y la comida y, considerando que el camino de vez en cuando ofrecía fortuito y frugal sustento, se sentía seguro de que estaba a tiempo de dar la vuelta.
Llegó entonces hasta un árbol en cuya base se podían ver una mochila y algunos enseres de viaje. Era frondoso y bastante más alto que los otros que había por la zona. Mirando por entre las ramas pudo ver, casi llegando a la cima, una persona aferrada a ellas. Llamó varias veces sin obtener respuesta y decidió, con el corazón palpitante, subir él mismo a ver quien se refugiaba en la copa. No le fue fácil y cada vez que se detenía a dar voz de saludo, obtenía sólo silencio. Cuando alcanzó finalmente la sección superior del árbol, pudo confirmar que lo que allí descansaba sobre las ramas era un cuerpo sin vida, el cuerpo sin vida de Arturo Lemos.
¿Qué lo había llevado a subir hasta allí? ¿Alejarse de aquello que había en el suelo? ¿Alcanzar la altura y la visión de la distancia que esta ofrecía? ¿El escondite o el cobijo del follaje? ¿El pacifico descanso? No había manera de saberlo; el único que había sabido la respuesta era Arturo, y Arturo ya no sabía nada.
Tras bajar con gran dificultad el cuerpo del árbol, Hermenegildo revisó la mochila abandonada, viendo que estaba vacía. Revisó luego su propia mochila y confirmó que ya no tenía provisiones. Le quedaban sólo tres opciones. Una era regresar, sabiendo que yacía al final de esa senda pero sabiendo también que transitarla con éxito era ya casi imposible. Otra alternativa era seguir avanzando, por una via desconocida hacia un destino incierto. No podía decidirse y prefirió primero dar entierro a su compañero y subordinado.
Al terminar, respirando con dificultad sobre la tumba, seguía sin saber qué hacer. Lo único que sabía era lo que no haría: él no era Arturo, él no se subiría al árbol.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller “La palabra en el cuerpo”