Basado en un cuento bastante conocido
Mi nombre es Juan Piedra y estoy inmerso en uno de los casos más difíciles de toda mi carrera. Comencé a trabajar por mi cuenta hace algo más de diez años; mi futuro en la policía era de soberbias promesas pero, cada vez que me les acercaba un paso, los nuevos detalles que podía discernir les quitaban lustre. Como una mujer de armoniosa silueta pero desencajado rostro; bellas sólo a la distancia.
Fue entonces que decidí abandonar la fuerza, forjar mi propio camino y dedicarme a lo privado. Mal no me va pero hay épocas mejores y épocas peores. Como cualquiera que decida ser a la vez capitán y remero, cuando sé dónde ir no tengo quien reme, y cuando agarro los remos no veo a donde voy. Al final del día, voy donde me lleva el viento.
Y en aguas bastante turbulentas me encontraba cuando la singular pareja llamó a la puerta de mi oficina, acaba de terminar un complejo y largo caso que se negaban a pagarme. Eran grandes pero no viejos; daba toda la impresión de que convivían hace años, pero era casi imposible imaginarlos juntos en la intimidad. Mas si era difícil adivinar qué relación los unía, no era así para su estirpe; llevaban el porte y el andar típico de aquellos que, del dinero, lo único que saben es que nunca se les acabará. Aún antes de que abrieran la boca, el estomago y la billetera me rugieron al unísono.
El hombre me explicó que, hasta hace dos semanas, vivían en una casona antigua del barrio. Habían sido expulsados de ella por intrusos que se habían instalado durante la noche, y llegaban a mí con la esperanza de que pudiese averiguar quiénes eran; por qué se habían adueñado de la casa; y si ellos (la pareja) debían temer posteriores acciones de ellos (los intrusos).
Me precio de ser hombre honesto, tanto como la sensatez lo permita, pero, sintiendo ya el peso de la liviandad de mis ahorros, y considerando la imprecisión de las razones que me daban para no llevar el caso a las autoridades, acepté el encargo pidiendo un razonable adelanto y dándole un también razonable escalón a mi tarifa habitual.
Lo primero fue, por supuesto, ir a estudiar la casa y sus movimientos. Era un viejo chalet, grande y de añejada pompa; uno de esos que va ganando belleza con los años, al irse rodeando de modernas, funcionales y monótonas construcciones. Parado allí, haciéndome el que no mira nada en particular, admiré su señorial presencia y me pregunté si sería demasiado tarde para renegociar mi paga. El lugar parecía desierto, todas las enrejadas ventanas y sus persianas de metal estaban cerradas, así como la maciza puerta; de interior no manaban luces ni sonidos. Probablemente los invasores se aseguraban de no dejarse sentir durante el día ¿Habían entrado a la casa buscando morada, refugio o escondite? Hasta que no pudiese verles no había forma de saber.
Decidí, haciendo gala primero de mi sagacidad y luego de mis habilidades para el teatro, de hacerme pasar un agente inmobiliario, interesado en adquirir la propiedad e intentado saber más de los dueños. En principio me interesaba saber de los nuevos dueños, pero recabar algún que otro datillo de los anteriores no me molestaría. Pregunté primero en un puesto de diarios de la esquina; seguramente aquel hombre (que resultó, para mi provecho, ser mujer), esperando por la madrugada las ediciones matutinas, podría haber pescado valiosos detalles de los ires y venires de la mansión. Como todo buen vendedor de diarios, la mujer estuvo encantada de contarme lo mucho que sabía de los vecinos de la cuadra (de los que yo había consultado y de los que no). Aparentemente, la esquiva pareja generaba suspicacias en el barrio; nunca se los veía haciendo nada; salían de la casa muy de vez en cuando y por lo general para hacer los mandados (sólo él); hablaban poco y evitaban dar detalles de su procedencia; condimentos más que suficientes como para incendiar la malicia de cualquiera. Luego, haciendo más pesquisas por la zona, sabría que nadie estaba muy seguro de cuándo habían llegado hasta la casa, uno decían que hace diez años, otros que hace veinticinco y otros más que habían estado allí desde siempre. Y nadie, nadie, sabía de que vivían.
Pero no quiero adelantarme, vuelvo al puesto de diarios; consulté, con exquisito disimulo, por los movimiento de la casona en las últimas semanas. Me dijo que no había visto, ni a la pareja ni a nadie más entrar o salir últimamente. Deduje entonces, que los intrusos debían moverse en horas mucho menos sacras de la noche; cabía, no hace falta decirlo, la posibilidad de que no necesitaran salir por el momento, que tuviesen provisiones suficientes como para sobrevivir un buen tiempo. Pero mi intuición me dijo que no era ese el caso, que esta gente era mucho más sigilosa de lo que los despreocupados sentidos de los vecinos podían percibir.
Tendría entonces que volver de noche, mas esto traía aparejado un problema, ¿cómo hacerlo sin ser descubierto? No podía simplemente parame allí, en medio de la calle pasada la medianoche. Tampoco podía estacionar mi automóvil y quedarme dentro mirando la casa; por un lado, todo parecía indicar que mi vigilancia duraría varias noches, y tarde o temprano alguien notaria mi silenciosa presencia y llamaría a la policía (o peor); por el otro, no tengo auto. Fue entonces que la verborragia de la dueña del puesto de diarios volvió a mí, haciendo que me naciera una maquiavélica idea. Justo enfrente de la gran casona había otra, algo más pequeña pero también suntuosa. En ella vivían una par de hermanos de mediana edad, algo insulsos y sin rastros de otra familia.
Regresé entonces esa misma noche y me dirigí a la casa más chica, que miraba a la casa más grande. Como ya he dicho, me precio de mi honestidad, y su forma más cívica, la legalidad; mas, habiendo vivido tanto tiempo entre defensores y quebrantadores de la ley, y sabiendo que en este mundo existen abogados y jueces que deliberan cuando una persona es uno o el otro, también sé que «legal» e «ilegal» son términos relativos. Algunos podrían decir que colarme en la casa de los dos hermanos, sin su permiso ni para entrar ni para hacer lo que no les dije que haría, sería una invasión de su hogar, y un acto criminal, pero, considerando que no pensaba llevarme nada y que mi idea era que no supieran que estaba yo allí, yo le llamaría «crimen sin victima» cosa que todo el mundo sabe, no implica ningún crimen real. Mi ingreso a la casa de los hermanos no fue tan sigiloso como hubieses deseado, tropecé un par de veces con algunos muebles que fueron a parar al suelo y una tercera yendo a parar yo al suelo. Sin embargo, no surgió del ala habitada de la casa ninguna señal de alerta, por lo que concluí que mi infiltración había sido exitosa y busqué una ventana apropiada para dar comienzo a mi vigilancia de los pérfidos intrusos de la casona de mis clientes. Lamentablemente, y a pesar de haber pasado casi toda la noche en vela, ese primer día no pude registrar movimiento alguno en la propiedad al otro día de la calle. Era de esperarse, demasiado listos y cuidadosos estos invasores como para dejarse ver tan fácilmente. Por fortuna, todo parecía indicar que mi improvisado puesto de vigía era imperceptible para los habitantes de ambas casas.
A medida que pasaban los días, fui alternando noches de secreta asechanza con tardes de disfrazadas entrevistas. Nadie había notado ningún movimiento fuera de lo ordinario en la fastuosa casona (excepto tal vez su inusual quietud), pero sí más de uno daba cuenta de extraños sucesos en el barrio; nadie había visto a los dueños de la casa en semanas; dos gatos habían desaparecido; desconocidos que parecían llegar sólo para dar vueltas a la manzana; varios decían haber escuchado desde sus recamaras, gente corriendo por la calle a altas horas de la noche; a la diariera le habían desaparecido varias revistas del mostrador; los Gómez se habían divorciado; y las noches estaban particularmente frías para un otoño que todavía no había llegado a su tercer mes, entre otros.
Todas mis averiguaciones me llevaban a pensar que algo realmente raro estaba pasando allí, no obstante, desde mi escondrijo de la casa de enfrente no había podido detectar nada. Y eso que llevaba días allí (todos apropiadamente anotados para facturar correctamente luego). Las noches se alargaban cada vez más y la situación estaba empezando a llevarse lo mejor de mí. Por suerte los hermanos no salían de sus cuartos en toda la noche, dándome la oportunidad de escabullirme (sólo de vez en cuando) en su cocina para prepararme algún refrigerio. Por supuesto que únicamente utilizaba los alimentos más básicos y de mayor abundancia en las alacenas de la casa; no soy ladrón. Pero los infiltrados seguían eludiéndome ¿Habían acaso detectado mi presencia? No quedaba alternativa, iba a tener que meterme yo mismo en la casona para poder verlos y descubrir quienes eran.
Expliqué mi osado plan a la pareja que se mostró renuente a aceptarlo; claramente había algo en la casa que no querían que viera. Mas los días fuera de su hogar se acumulaban y finalmente tuvieron que aceptar que era el único camino. Me dieron detalles del exterior del edificio y de una puerta de servicio que daba al patio trasero por donde se podría ingresar en secreto, aceptaron que el riesgo agregado merecía una bonificación sustancial y luego me dieron las llaves de la casa. Decidí entrar esa misma noche, llevaba días de poco sueño, mal durmiendo en una silla junto a la ventana, pero quería dar fin al asunto de una buena vez.
La puerta de servicio era tal cual me la habían descripto. Ni bien la abrí, una correntada de aire frio, proveniente del interior, me erizó la piel. Todo estaba oscuro y no se escuchaba casi nada. Casi nada. Al cerrar la puerta me pareció oír amortiguados pasos presurosos en el piso superior. Me detuve a escuchar mas nada más que el silbante viento exterior pude oír. Inmediatamente me arrepentí de lo que estaba haciendo pero, a la vez, sentí que tenía que continuar. La puerta de servicio se abría a un pequeño lavadero que comunicaba con el garaje; ambos estaban completamente vacíos e inquietantemente oscuros. Había llevado una linterna pero me pareció prudente no usarla si no era necesario. Del garaje pude pasar a un salón grande. Mientras lo examinaba, intentado en la penumbra apenas iluminada por la luz de la luna que entraba por las ventanas sucias detectar señales de actividad humana, la puerta al otro lado de la sala rechinó. Allí no soplaban corrientes. Fui hasta ella y pude comprobar que estaba entornada, casi cerrada. La abrí apenas con la mano, lo suficiente como para ver el pasillo desde la sala (o la sala desde el pasillo) y, al soltarla, volvió a su posición anterior haciendo chillar sus viejas bisagras. Mi corazón comenzó a latir con más fuerza mientras batallaba con la idea de dar media vuelta y alejarme.
El pasillo se habría a los lados a varias habitaciones de usos varios; todas con la luz apagada. Mientras avanzaba hacía la primera, una madera debajo de mis pies crujió, tenuemente, pero con la suficiente sonoridad para que se me cortará la respiración y me paralizase. Segundo después me pareció escuchar una silla cayendo en el alfombrado al final del pasillo. Revisé con sumo cuidado cada una de las habitaciones y, con cada paso que daba hacia su extremo interior, los quejidos de la vieja casona me helaban más y más la sangre. Finalmente me detuve ante la puerta del corredor, apoyé la mano sobre el pomo y lo giré lentamente; la cerradura tronó cuando el pestillo se deslizó fuera del marco. Nuevamente oí pasos presurosos, esta vez más fuertes y luego algo que me pareció una puerta que se cerraba despacio. Entré entonces en un gran living tan mortecinamente iluminado por la luna y tan silencioso como el resto de la casa. También allí encontré algunos rastros de actividad, que mi reticencia a encender la linterna me impidió confirmar si eran nuevos o viejos.
Otra vez pasos en el piso de arriba. Esta vez me escondí como mejor pudo, mas, mientras calculaba como mejor podía qué hacer, noté que no había escaleras en el living. Tampoco había visto escaleras en las otras salas que había registrado ¿Tenía acaso planta alta aquella vieja casa? Era algo que, ahora recordaba, me había preguntado más de una vez mientras la espiaba desde el otro lado de la calle. Era alta, no mucho pero lo suficiente como para tener dos pisos bajos. Sin embargo, la parte superior no tenía ventanas; tal vez no eran dos pisos sino una planta baja y un entrepiso o un ático grande. Como fuera, sólo quedaba una puerta para abrir. No puedo explicar por qué pero decidí abrirla; necesitaba saber que había del otro lado. La abrí con el corazón en la boca y las manos sudorosas. Daba a un nuevo pasillo corto, coronado por dos habitaciones cerradas. Por debajo de la puerta de una escapaba luz de su interior.
Me detuve justo antes, tratando de que mis pies no interrumpieran el blanquecino haz de luz, y puse la oreja contra la madera. Adentro no se oía nada. Hice lo mismo con la otra puerta y también hubo silencio. Revisé primero la habitación oscura. Nada. Fui entonces hasta la otra puerta y volví a tratar de escuchar si había algo dentro. Nada.
Al diablo con todo. Giré el pomo de la puerta, abriéndola con fuerza y salté dentro de la habitación. Al confirmar que no había nadie allí se me relajaron hasta las pestañas ¡Que idiota! Todo era tan claro ahora ¡Era una casa vacía! Fui hasta el living y encendí la luz, en efecto, no había nadie allí. Revisé luego algunas de las habitaciones pero ni me molesté en revisarlas todas ¿Había habido realmente intrusos allí que se habían ido ya o era todo imaginaciones de los dueños? ¿La pareja era una pareja de zopencos? Ya no importaba, los telefonee al hotel desde su propia casa (sin importarme la hora) para decirles que el caso estaba cerrado (o lo estaría una vez que me hubiesen pagado); la casa estaba vacía y podían volver a ella cuando quisieran.
―¿Está usted seguro? ―me llegó una temblorosa voz por el auricular.
―Sí, aquí no hay nadie ―respondí con firmeza.
―¿Ha revisado usted toda la casa? ¿Incluso la planta alta?
―Sí ―respondí con menos firmeza.
―Pero…
―Pero nada, ya dije que no hay nadie. Ahora tengo que irme. En la semana pasaré a recolectar mi paga. Adiós.
Salí por la puerta principal sin volver la vista atrás (o acordarme de echarle llave). Mientras bajaba por la calle me tropecé con otra pareja que avanzaba algo perturbada.
―¿Están ustedes bien? ―les pregunté― ¿Los conozco?
―No creo haberle visto antes ―me respondió la mujer―. Mi hermano y yo vivimos aquí cerca. O vivíamos ―agregó en susurros.
―¿Vivían?
―Se nos han metido en la casa. Hace varios días. Tratamos de ignorarlos, dejando que usaran la parte que nosotros no. Pero hoy finalmente nos han expulsado.
―Amigos, aunque no lo parezca, hoy es su día de suerte ―le dije tratando de no mirarle demasiado los anillos.
Les di mi teléfono y la dirección de mi oficina. Apenas pueda cerrar mi caso actual (ósea cobrarlo) me avocaré a intentar identificar estos misteriosos intrusos. Sólo necesito un buen lugar desde donde vigilar la casa.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»