–Tres colectas hoy –me dice, y me suelta los certificados en la mesa. Asegurándose de hacerlo con la justa y necesaria violencia como para que yo tenga que ordenarlos antes de seguir con lo mío.
Nunca tuvimos la mejor de las relaciones, pero una reciente falta de tacto por mi parte la dejó en evidencia frente a toda la oficina y, desde entonces, sólo me dirige la palabra para hacerme saber su hastío.
–Esperá, no te vayas por favor –la retengo cual masoquista incurable–. Necesito revisar los papeles para asegurarme que esté todo. Es sólo unos segundos. Perdón por la molestia.
Si antes me miraba con ojos muertos, ahora comienzan a latirle de furia contenida. Entonces lo veo. Sé lo que significa; sé lo que debo hacer, y se me eriza la piel. Otra vez no.
–Te pido mil disculpas, pero la hora no coincide entre el formulario de ingreso y uno de los certificados –tomo aire mientras siento como esa mirada, usualmente un abismo insondable, comienza a chisporrotear iracunda–. Vamos a tener que devolverlo. Éste nomás, los otros están bien. Los otros te los ingreso ya mismo.
–¿Devolverlo? –hay tanto asco en su pausada voz que fermenta el aire–. Hago este trabajo hace mil trescientos ochenta y dos años, y, hasta que llegaste tú, jamás había tenido un problema. No creerás realmente que una pata de escritorio como tú, que nunca se levanta de ese cómodo asiento, lo sabrá hacer mejor que yo.
–No, no, por supuesto que no –voy a tener que recordar agradecerle a todos los dioses que conozco, que haya venido en horario de almuerzo, y no haya la vorágine habitual de ojos para observar lo que pasa–. No soy yo, es el sistema; no me deja ingresar nada si las fechas no coinciden.
–Entiendo –si antes su furia me hacía transpirar, su calma de ahora me hace temblar–, verás, mequetrefe, me importa poco lo que tengas para decir. No pienso hacer lo que me pides. Si realmente hay algún problema, tendrás que devolverlo tú. Aunque no que te creo capaz; implicaría levantarte de la silla.
¿Devolverlos yo? ¿Allí afuera? Por supuesto que sí. No me da ningún miedo. Siempre quise salir a hacer trabajo de campo. Ella ya se fue y estoy solo; me hubiera gustado responderle algo.
Salgo por la puerta de atrás (no se supone que haga lo que estoy por hacer). Todo es distinto de cómo lo imaginaba; mucho más gris, pero, a la vez, mucho más vibrante. Yo me esperaba algo más parecido a las fotos que había visto del exterior, como las que había colgadas de las paredes de la oficina. Coloridas y hermosas pero inmóviles. Ahora que lo pienso, caminando hacia mi destino incierto, me parece evidente que sea de esta manera, las fotografías son estáticas, es esencial a su condición natural; sino serían alguna otra cosa. Si tomase una de la oficina, el resultado también sería una imagen que no se mueve, y la oficina rara vez esta quieta; casi ni se toma un respiro.
Después de un rato de sigiloso andar, ocultándome al más mínimo atisbo de presencia ajena, me doy cuenta lo ridículo de lo que estoy haciendo ¿De quién estoy escondiéndome? Nadie puede verme; no aquí afuera.
Ahora que llevo un andar despreocupado puedo detenerme a mirarlas. Las inspeccionó de todos los ángulos, miro lo que hacen, lo que dicen y a dónde van; ellas ni se enteran que lo hago. Para ser sincero, son un poco aburridas. Yo me esperaba algo mucho más vertiginoso; un momento aquí; al siguiente allí; y luego ya no queda nada. Con más energía; con más violencia. Pero aún así, a su manera, son interesantes, o, más exactamente, intrigantes. Aunque al principio fue un poco decepcionante, ahora empiezan a darme ganas de quedarme quieto, muy quieto, mirando lo que hacen.
Mas tengo una tarea que cumplir. Una tarea de suma importancia ¿Qué sabrá ella? «mil trescientos ochenta y dos años» ¡y hace mil trescientos ochenta que lo venís haciendo de la misma manera! Los tiempos cambian, las cosas cambian, no se puede seguir siempre igual. Mirá lo que es aquí afuera, un constante movimiento (algo más lento de lo que hubiese esperado, pero movimiento constante al fin); si te quedás quieto te deja atrás. Y sí que te ha dejado atrás a ti. Y qué bueno que así sea, en tus épocas era todo un desastre; cualquiera colectaba cualquier cosa y luego nadie sabía dónde poner nada. Y siempre terminaban escapándose la mitad. Bueno, la mitad no, pero un cuarto seguro; uno de cada diez por lo menos ¿Y a dónde iban a parar? Afuera, por supuesto. Así como nadie controlaba lo que entraba, nadie controlaba lo que salía; dejaban las puertas sin llave, o incluso abiertas; total, no pasa nada ¿no? Hasta que pasa.
Para eso estamos nosotros ahora, asegurándonos que no pase. Asegurándonos que no pueda pasar ¿Y nos decís gracias por ello? No, por supuesto que no. Nos miras con odio y nos decís que no te dejamos trabajar; que estorbamos. Digo yo ¿Tan difícil es fijarse que coincidan dos números? Está bien, es cierto; dos no son. Pero tampoco son mil ¿Qué serán? ¿Sesenta, setenta? Tampoco es tanto. Bueno, en las colectas de invierno son el doble ¡Pero estamos en verano! Qué sinvergüenza. «Mequetrefe» me dijo.
Ya está, no importa, ya paso. Además, pensándolo bien, si no fuese por ella no estaría aquí afuera, paseando y conociendo tantas cosas nuevas; tantas cosas tan distintas a como las imaginaba ¡Qué maravilla!
Ahora estoy llegando a dónde tengo que devolverlo; lo veo claramente. Me acerco lentamente y miró todo lo que hay allí. Finalmente, sólo ahora, lo entiendo; no era la fotografía. Todo aquí está quieto, nada se mueve. Justo como siempre me lo había imaginado.
Lo coloco donde ella lo encontró, y de donde lo colectó. Y entonces hay movimiento de nuevo. Al principio se sacude espasmódicamente. Luego se queda ahí, moviéndose muy poco, pero moviéndose. Pasa un rato largo y no mucho más ocurre, hasta que finalmente empieza a incorporase. Lo hace con dificultad, como mejor puede. Está muy confundida; no sabe lo que pasó; sabe que no debería haber pasado, pero no sabe qué es lo que no debería haber pasado. Y finalmente empieza a andar, también con dificultad, pero anda. Y lo seguirá haciendo; el número del certificado no coincidía con el del formulario de ingreso.
Ahora me quedo yo moviéndome muy poco pero moviéndome. Es que estoy pensando. Pienso lo que ya sé y medito lo que ya decidí; no voy a volver. Voy a quedarme aquí afuera, donde nada se queda quieto ni se mueve demasiado rápido.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»