Basado en un cuento de Juan L. Ortiz
Había una vez un hombre común en una ciudad común llamado Martín. Martín tenía un pequeño loca de reparación de neumáticos cerca de los límites de la urbe, en una de esas zonas alejadas del centro, donde a la mayoría de la gente le cuesta determinar si ésta continúa aún. Era un hombre reservado y adusto, que solía hacer saber su opinión de esa manera tajante y poco cortés que usualmente despierta el desagrado ajeno. Era también muy desconfiado y nunca digno de confianza.
Cuando joven (época que ya no vivía siquiera en sus recuerdos), había aprendido el oficio con el que se ganaba el pan desde entonces. No era éste la asistencia mecánica con la que Martín se exhibía ante el mundo, sino la vil estafa; actividad que se nutría fácilmente de aquellos pobres diablos que a él llegaban, con necesidad de aquella labor que decía ejercer de buena fe.
Desde antes de abrir su negocio era ya un embustero y, de hecho, era por eso que lo había abierto allí donde se encontraba. Cercano a dos autopistas, el pequeño taller se presentaba como salvador oasis ante los ojos de quienes sufrían averías sobre ella; y, recostado sobre un barrio tan marginal, desalentaba a cualquiera de volver con reclamos y facilitaba espantar, con falsas amenazas, a los que así lo hiciesen.
Así, en soledad, con sus víctimas como única y efímera compañía, transcurrían los miserables días del miserable hombre.
Luego estaban sus noches, que poco coincidían con los designios solares. El hombre llegaba a su casa pasada la medianoche, y era recibido por el exaltado griterío de sus perros, que ya empezaban a ladrar cuando todavía le faltaba una cuadra (a veces dos) para que llegara. Si bien el frente del pequeño terreno tenía menos de tres metros, al dueño de casa le tomaba hasta una hora atravesarlo; imposible dar dos pasos seguidos hasta que se calmase la emocionada jauría. Martín llevaba siempre trozos de carne para el perrerío (un corte distinto cada día), pero estos poco hacían por contener la peluda marea. Los cuadrúpedos habitantes del rancho no buscaban alimento (o por lo menos no primeramente), sino cariño; y no desistían hasta sentirse adecuadamente acariciados; pretensión que el hombre satisfacía devotamente, sin importar el clima o la hora.
La pequeña casita era bastante humilde, por dentro más que por fuera. Su dueño odiaba el frio y las corrientes de aire, por lo que se había encargado de que su morada fuese de cemento, habiendo tenido que levantarla él mismo, dándole un aspecto exterior bastante respetable. En el interior, por otro lado, no había casi nada de valor (en parte debido a que el dueño dejaba siempre la puerta abierta y todo lo que pudiese ser llevado así lo sería); sólo había colchones y trapos viejos tirados por el piso, una vieja mesa de patas roídas y algunos gabinetes cerrados con llave, con enseres de cocina y los implementos de baño de los perros.
El hombre bañaba frecuentemente a sus compañeros de piso, haciendo que el lugar oliese siempre a shampoo. De hecho, les dedicaba a ellos todo su tiempo libre (aunque nunca los llevaba a su trabajo); si no les estaba cuidando el pelo o la dentadura, sacándoles las pulgas o desviviéndose por las crías. Siempre se aseguraba de que los cachorros estuviesen rebosantes de buena salud antes de regalarlos, y sólo así los regalaba. Eso también lo hacía de la misma manera inusual y hosca con la que realizaba todo lo demás; llevándolos hasta alguna plaza y sentándose malhumorado, rodeado de ellos con un cartel que anunciaba que eran de regalo. Si la huraña y amenazante presencia del hombre desalentaba a los transeúntes a acercarse, la hermosura y simpatía de los jóvenes canidos les obligaba a hacerlo. Cuando algún interesado así lo hacía, el viejo lo dejaba jugar con los perritos, en todo momento observándolo enojado con una penetrante e inquietante mirada. Luego, habiéndose decidido, nadie sabe en base a qué, se limitaba a decir «puedes llevártelo» o «vete»; y enfurecía de sobremanera, tanto él como la jauría que lo acompañaba, si alguien osaba disentir con su veredicto. Luego volvía a su casa y allí se quedaba; los días en que regalaba perros eran los únicos en que no iba a trabajar.
Hoy por hoy nadie sabe qué fue de Martín, un día simplemente dejó de ir a su pequeño taller y no se lo volvió a ver, y, francamente, a nadie tampoco le interesaba; después de todo, era sólo un viejo sinvergüenza y desagradable.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»