Inspirado por un cuento de Horacio Quiroga
En la zona antigua de la ciudad viven dos hermanos; Carlos y Ernesto. Hermanos y a la vez socios de una pequeña empresa de mudanzas que les legó su padre, poco antes de fallecer. Dicho trabajo no es sencilla labor; las milenarias callejuelas son demasiado angostas y enrevesadas como para camiones; y los edificios por allí no cuentan con ascensores o montacargas. Todo se transporta con las piernas y la espalda.
Muchos de los que moran aquellos barrios viejos suelen decir que uno de los hermanos disfruta más la tarea que el otro y, que uno de los dos, la sufre más que su hermano. Es que se da con frecuencia una curiosa ocurrencia, que nos intriga a todos. No sólo por la curiosidad en sí misma, sino por el hecho de que pasa una y otra vez.
Para dar un ejemplo, algunas semanas atrás estaban ingresando unos muebles de reconocido diseñador en una de las grandes mansiones de la plaza. En cierto momento, uno de los dos entró cargando un pequeño ropero (pequeño para ropero) y se dirigió a su compañero de la siguiente manera:
―¿Con éste que hago?
―Llévalo al fondo ―fue la respuesta.
―¿»A fondo»? ¡Bueno! ―se entusiasmó el primero.
―»Al fondo», «Al fondo» ―intentó desesperadamente corregir el segundo.
Pero ya era demasiado tarde; se había lanzado, armario a cuestas, en loca carrera pasillo abajo. Al llegar al salón principal, como no podía ser de otra manera, resbaló en una pequeña alfombra surcando los aires él, el ropero y una mesa antigua de la que intentó aferrarse. Afortunadamente para ambos, las mudanzas por la zona son tan arduas que son a la vez muy redituables, y sus anteriores clientes (los satisfechos, por lo menos) les habían pagado como para poder ahora reponer los dos muebles, la baranda de la escalera y los magullados maderos del suelo sobre los que había aterrizado el guardarropa.
En otra ocasión, debían subir algunos trastos hasta un lujoso departamento de primer piso. Mientras uno de los dos socios esperaba al pie de la escalera, planificando la mejor manera de realizar la tarea, el otro fue hasta la calle y volvió pesadamente cargado por un ridículo número de bártulos. Con los brazos sostenía un sillón y del cuello llevaba colgadas dos valijas; además, sobre el sillón había un pequeño escritorio, un tocadiscos, una silla, algunas bolsas y tres percheros, uno bajo y dos altos.
―¿Y ahora qué hago? ―preguntó casi sin aire.
―Sube los altos primeros ―se refirió a los percheros el consultado.
―¿»De unos saltos al primero»? ¡Por supuesto!
Intentó entonces salvar la escalera, cargado como estaba, en tres zancadas. Mas apenas aterrizó de la primera, el peso de todo lo que llevaba lo venció y se vino abajo. Al ver lo que sucedía, el hermano que estaba debajo de los escalones buscó amortiguar la caída y salvar el costoso mobiliario. De más está decir que ambos debieron ser hospitalizados.
Cuando decidí vender algunos artículos viejos de mi estudio, para poder costear otros nuevos, todas estas extrañas y costosas confusiones me generaron un gran problema. Es que, justo por esos días, ninguna otra tropilla de mudanzas estaba disponible y yo, por supuesto, no podía esperar a que lo estuviesen. No me quedó más alternativa, pues, que contratar a los hermanos. Sin embargo, creía poder salvaguarda la integridad de mis pertenencias, ya que siempre era uno de los dos el que cometía los alocados errores. Y las cosas que necesitaba sacar de mi casa no eran tan pesadas como para que hicieran falta dos. Si pudiera asegurarme de mantener ocupado al atolondrado, mientras el responsable bajaba los muebles, seguramente me evitaría mayores problemas. Mas mi plan era un poco más complicado de lo que se podría suponer; nadie sabía exactamente cuál de los dos hermanos era el concienzudo, y cuál el tarambana. Eran gemelos idénticos. Aún más idénticos vistiendo sus idénticos overoles de trabajo. En cuanto a si el botarate era Carlos o Ernesto, las opiniones por el barrio estaban divididas más o menos a la mitad.
Los llamé un sábado, convencido de haber urdido un plan infalible para salvar el misterio. Cuando llegaron hasta la puerta de mi casa, les señalé desde la esquina donde vivo la gran ventana de una de las habitaciones de la planta alta (la de mi oficina); explicándoles que allí encontrarían una mesa, dos sillas y un pequeño piano eléctrico que quería que bajaran (mi idea era asegurarme que sólo uno de los dos subiera efectivamente hasta allí). Luego, antes de subir por las escaleras, me detuve un momento para pedirle un favor al que tenía más cerca.
―Ve esas cinco copas ―le dije―, quisiera que laaas acercares.
Todo resultó a pedir de boca para mi urdid, el hombre fue hasta las copas e intentó hacer con ellas malabares, cortándose la mano al intentar agarrar con demasiada fuerza a la primera que se le escapó; había logrado identificar al alocado. Entonces, con no fingida preocupación, me ofrecí a llevarlo hasta el baño y, con pausadísimo cuidado, asegurarme que no tuviese vidrios incrustados en la piel y vendarle la herida. Antes de que nos retiráramos le hablé al hermano restante.
―Si no te molesta me gustaría que vayas bajando los muebles mientras tanto.
Tras decir esto, una incómoda inquietud me sobrevino y sentí la necesidad de reasegurarme. Por lo que agregué:
―Escúchame con atención: es la oficina de la esquina de oriente. Los muebles: uno a la vez. Y con ellos, por favor, interpreta un papel bien cabal.
―No se preocupe, así lo haré. Se lo aseguro. ―me respondió y me fui con el herido hasta el baño del fondo de mi casa; el más alejado y al que más tardaría en llegar (y volver).
Cuando volví con el atolondrado ya vendado salí a la calle esperando ver mis pertenecías, sanas y salvas en la acera. Pero no fue así; no había nada allí. Mientras intentaba entender que había pasado, desde el otro lado de la calle vi a mi vecina de enfrente haciéndome señas. Cuando fui hasta ella me hizo entrar sin decir demasiado y con aire de resignación. Miré hacia donde me señalaba y pude ver al hombre de la mudanza, algo maltrecho, esperándome en la puerta de la cocina. Dentro estaban mis cuatro muebles, cuidadosamente ubicados, todos al revés con las patas para arriba. Las que todavía tenían unidas, el resto, junto a las teclas de mi piano, estaban un astillado pilón junto a la puerta.
―Bien ¿Verdad? ―me dijo― Exactamente lo que usted pidió. Incluso bajé en pirueta por el ventanal. La hubiese visto, me salió muy bonita.
Aturdido, incapaz de comprender como había fallado mi astuto plan, miré al otro hermano buscando explicaciones. Me sonreía, pulgar de vendada mano en alto.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»