Inspirado por “Sennin” de Ryunosuke Akutagawa
Saludos, me presento, mi nombre es Jorge y soy el sereno del hospicio aquí en el pueblo. Lo he sido por años y me gusta, aunque es un poco monótono; sobre todo porque trato en lo posible de no interactuar demasiado con la gente allí. Es que los que están despiertos de noche suelen ser difíciles. Antes lo hacía pero hoy ya no puedo.
Sí me pasa, de vez en cuando, que haya alguno que no se despierta, sino que vive de noche. Esos son más fáciles y me alegra poder charlar con ellos ya que rompe un poco la monotonía. Hasta hace poco charlaba mucho con María; tenía mil historias de su ajetreada vida para contar.
Según me contó, cuando era sólo una niñita, el padre solía narrarle todo tipo de historias, repletas de criaturas mágicas y encantamientos. Un día, estando ya un poco más crecida Maria, el hombre la llevó de paseo por uno de los cerros cercanos donde solían sentarse a mirar las bandadas de pájaros virar al unísono en el aire, como si fueran una única y enorme ave. Allí, en uno de los tantos miradores naturales que ofrecía la montaña, su padre la miró tiernamente a los ojos y le dijo:
–Amor, recuerda que lo único que nos impide alcanzar nuestros sueños, sin importar que tan imposibles parezcan, es que dejemos de alimentarlos, los abandonemos y se marchiten. Nunca jamás abandones tus sueños.
Abrazó entonces con fuerza a su hija, se incorporó, y se transformó en un bellísimo pájaro, de cabeza alas y larguísima cola esmeralda y el pecho de un intenso carmesí. Entonces, el alguna vez hombre, emprendió el vuelvo, zambulléndose en el aire y yendo a reunirse con sus compañeros alados.
Durante años ella creería que no habría en el mundo otro ave como aquella, tan mágica como sus colores, hasta que una tarde, caminando por el aviario de un zoológico (cosa que hacía frecuentemente), la vio correteando por el suelo, entremezclándose su plumaje con el verdor del pasto. Este animalillo claramente no era su padre, pero era balsámica demostración de que aquel ave sí existía. Hasta pudo saber que se llamaban «quetzal» y que pululaban por el continente.
María nunca volvió a ver a su padre, ahora que se remontaba por los cielos tenía demasiado que ver y explorar. Mas, en cierta forma, nunca la dejó. Sus palabras acompañaron a la niña por el resto de su vida. «Nunca jamás abandones tus sueños».
Y no sólo las palabras de su padre acompañaron a María, también lo hizo su sueño. Pues, desde aquel día, no quiso ella nada más que aprender a convertirse en pájaro y alejarse volando.
Durante su niñez y juventud, tuvo que soportar estoicamente los embates de sus mayores, diciéndole una y otra vez que lo que anhelaba era imposible; tratando por todos medios de lograr que dejase su sueño detrás. Algunos de sus amigos y compañeros intentaron ayudarla, pero simplemente no sabían cómo podría transformarse en ave o volar. También hubo otros que fingieron querer ayudarla, diciéndole que sabían cómo, pero siempre mintiendo.
Ya más grande, casi una adulta, conoció un grupo de gente que conocía el secreto. Le dijeron que requería de muchísimo trabajo, y que la mayoría nunca lo lograba. Pero que, si ella estaba dispuesta a intentarlo, ellos le enseñarían. Largos años de arduos esfuerzos pasó María bajo el tutelaje de aquella gente, sus lecciones eran difíciles de entender y llegaban a pasar meses de trabajo entre una y otra. Pero María siempre las cumplió a rajatabla.
Y así lo hizo hasta ser una mujer adulta hecha y derecha, cuando, viendo que las lecciones se repetían pero nunca de la misma manera, sin reconocer la repetición y prometiendo resultados distintos, María, que no se dejaba engatusar fácilmente, concluyó que esa gente intentaba tomarla por tonta; engañándola para que trabajase por ellos. Pensó luego que tal vez era simplemente que no tenían las enseñanzas apropiadas para ella, pero el final era el mismo. Decidió entonces irse y buscar otro lugar donde darle forma a sus sueños.
Otra noche me contó que, luego de esclarecedor paseo por el aviario, se le ocurrió que sería una buena idea ir a buscar aquellos coloridos quetzals, a ver si ellos sabían algo que los demás no. Llegar no le fue fácil, pues una vida de perseguir su sueño le había traído poco más que pobreza. Pero lo logró, y vivió algún tiempo en la exuberante selva, sobreviviendo como mejor podía de los alimentos que crecían del suelo. Durante todo ese tiempo conoció muchos quetzals y hasta logró hablar con algunos, se sintió algo decepcionada al confirmar que a pesar de su encantadora apariencia, eran tan obtusos como lo habían sido tantos otros que había conocido. Siendo pájaros, no concebían otra forma de serlo que no fuera así haber nacido; y le insistían con consejos y ruegos que abandonase sus locas ideas.
Tenía muchas más historias que narraba sin orden alguno. Como por ejemplo la de una vieja bruja que le dijo que, si bien no sería capaz de enseñarle a hacerlo, era capaz de convertirse en paloma y hacerse al vuelo. Con gran excitación le pidió María que lo hiciese pero la mujer, con taimados y crueles ojos, le contesto que la brujería era su profesión y que con eso se ganaba el pan; se lo mostraría sólo si ella pagaba por ello. No tenía demasiados ahorros la soñadora, pero para fortuna de la bruja resultaron ser lo suficiente. Una vez pagada la demostración, la mujer comenzó a recolectar varios elementos de su casa para el ritual, más que nada plumas de distintos colores y frascos de sal. Luego le indicó a Maria que la fuese a buscar la siguiente noche (noche de luna llena) en el bosquezuelo que había en las afueras de la ciudad donde vivía. Seguidas las instrucciones, María llegó hasta un pequeño claro en la arboleda, donde la bruja había dibujado una serie de extraños símbolos en el suelo con la sal y había distribuido todas las plumas, también en extraños patrones, y se colocó en lugar que se le había indicado. Entonces, la mujer se sentó en el centro de todos sus embrujos, con las rodillas levemente flexionadas, y comenzó una serie de profundos cánticos mientras su torso y su cabeza se sacudían rítmicamente de atrás hacia adelante. Los bamboleos de la bruja se fueron haciendo cada vez más débiles, hasta que finalmente se quedó quieta, encorvada, con la cabeza gacha y los ojos cerrados. Parecía como si durmiera. Una hora después volvió a abrir sus ojos, se levantó lentamente.
–Espero que te haya servido. Adiós –dijo y se fue caminando mirando siempre al suelo.
–Pobre señora –pensó María–. No sabe lo que es volar ni lo que es transformarse en pájaro.
Cuando yo la conocí ya era una mujer anciana, había sido traída al albergue por uno de los policías locales que la había encontrado deambulando desorientada y sola en el parque del pueblo. Después de eso su salud se deterioró rápidamente hasta quedar postrada. Siendo que aún así mantenía su alegre disposición, y que siempre andaba contándole a cualquiera que quisiese escuchar sus múltiples historias de aventuras y viajes, mi primera impresión fue que era sólo otra pobre anciana cuyo juicio se oxidaba más y más con el pasar de los días. Sin embargo, tras descubrir sorprendido que era capaz de hablar cuatro idiomas distintos, empecé a dejarle contarme sus anécdotas, muchas de las cuales me resultaban encantadoras, sin preocuparme demasiado si las había vivido realmente. Lamentablemente el paso del tiempo es inexorable y todo lo derriba. Llegó el invierno y con él, el húmedo y correntoso hospicio melló profundamente la salud de María, que empezó a tener gran dificultad de terminar sus historias entre ataques de tos.
–Qué lástima que todo vaya a terminar aquí –me dijo una noche–. Vine hasta este pueblo porque me dijeron que aquí sabrían donde encontrar un ermitaño capaz de transformase por las noches en perro. Si me recuperase tal vez podría encontrarlo y preguntarle como lo hace.
–María –le dije con lagrimas en los ojos–, no te das cuenta, ni siquiera ahora, que toda esa gente no son más que embusteros, que se aprovechan de tu inocencia para obtener de ti lo que quieren.
–Sí me doy cuenta –me respondió tranquilamente–, aunque no sé si todos. Pero no porque lo sean dejaré de ser lo que soy. Se han llevado mi trabajo, mis días y mi juventud, si le entregase también mis sueños y mis esperanzas me quedaría sin nada.
–Siempre puedes elegir nuevos sueños.
–Por supuesto que sí, pero eso es cosa de sabios y yo nunca lo fui ni quise serlo. Además, si abandonase mi sueño ahora ¿lo haría por mi voluntad o la tuya? Tú entretienes tus noches con mis historias, pero crees mi sueño tan imposible como todos los demás. Tal vez nunca debería haberte contado nada; tal vez nunca debería haberte creído. Pero yo soy lo que quiero ser y no lo que tú quieres que sea. Cuando logre finalmente ser pájaro, volveré a buscarte y entonces me agradecerás todo lo que he hecho por ti.
Tras decir esto, y sin esperar la respuesta que no podía darle, María cerró los ojos para siempre.
Pobre María; tal vez sea mejor así.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»