Aún recuerdo el día que el Libertador logró su victoria final sobre nuestros enemigos ¿Cómo olvidarlo? Sus tropas los sacaron por la puerta uno por uno. En un magnánimo gesto de compasión, casi sin lastimarlos (sólo lo suficiente como para que no volviesen, claro). Luego, ya vacio, cerramos a cal y arena puertas y ventanas del Congreso para marcar que ya nunca permitiríamos su nefasto accionar. Nunca más iba a interponerse entre nuestro líder y nuestra libertad; en adelante, nos gobernaríamos nosotros mismos.
Ya Ministro de Comunicaciones Publicas, el Libertador me encomendó el inconmensurable honor de proteger a nuestro pueblo de la propaganda del enemigo, que siempre busca envenenar la mente de los bienintencionados con dudas y viles mentiras. Lo primero fue la Internet; mucho más fácil de lo que me esperaba. Cuestión de apostar guardines informáticos que permitiesen únicamente el paso de las páginas sanas, y bloqueasen el de las pérfidas. En total habilitamos cincuenta y cuatro páginas foráneas para ser accedidas por la ciudadanía (más todas las nacionales, por supuesto). Todavía me genera curiosidad el que hayan sido tantas.
Controladas ya la televisión, la radio y las redes, llegó la hora de algo mucho más difícil: los libros. Sabido es que los esbirros del imperio llevan siglos escondiendo sus mentiras entre la inocencia de los textos. Entonces ¿Cómo separar los malos de los buenos?
La respuesta, por dolorosa que me fuera, era evidente; no se podía. Había que deshacerse de todos. Esto sería bastante más complicado que aquello que hasta allí habíamos logrado. Habíamos purificado la televisión y la Internet sí, pero habíamos dejado lo suficiente de ellas como para que el pueblo no sintiese su ausencia, y en esto el Libertador fue tajante; no podía quedar ningún libro.
Para fortuna de todos, nuestro líder era tan respetado como amado y venerado. No le fue fácil, pero logró hacer entender al pueblo la peligrosidad de los textos que, una vez impresos en papel, no podían ser corregidos oportunamente. Mas esto no nos alcanzó para triunfar; las personas seguía resistiéndose a entregar todos sus libros, y, para peor, nuestro primer método de liberación fue casi un desastre. La gente todavía asociaba la quema de libros al accionar de dictadores, y ver a nuestro Libertador encendiendo la llama les llenó de confusión.
Fue entonces que tuve la idea más brillante de toda mi vida; no los quemaríamos, los usaríamos de ladrillos. Un fin tan elevado como la construcción, eterno signo de progreso humano, conquistaría de seguro los corazones de la ciudadanía. Y la voluntad de seguir progresando explicaría la necesidad de contar con tantos libros como fuese posible. Una vez convertidos en muros, las mentes de nuestro pueblo estarían a salvo de su ponzoñoso contenido. Serían a la vez protección de nuestro presente, puentes hacía nuestro futuro y monumentos a nuestro pasado ¡La gloria misma de nuestra nación!
En un principio todo resulto de maravillas, nos sentíamos encaminados al paraíso mismo. Cuántos y qué formidables edificios erigimos con tan poco. Sin embargo, tiempo después, con nuestro Proyecto Edilicio Nacional ya avanzado, surgió una inesperada falla. Por necesidades arquitectónicas que soy incapaz de explicar, habíamos levantado nuestros muros dejando los lomos de los libros hacía afuera; permitiendo así, que quienes frente a ellos transitasen pudiese leer los títulos. Esto provocó que algunos revoltosos (o tal vez pobres e irrecuperables victimas del control mental del imperio), cuando nadie los veía, extrajesen algún que otro ladrillo de la pared; dañando así la estructura completa. A veces las roturas eran fáciles de reparar, pero otras veces hacían colapsar el muro entero. Debimos poner cámaras alrededor de todas nuestras construcciones para desalentar aquel comportamiento tan egoísta. Mas siempre se la ingeniaban los inadaptados para arrancar algún ladrillo. Luego apostamos guardias para castigar a aquellos que desafiasen la autoridad del pueblo; eso funcionó un poco mejor pero el problema persistía.
Todo estaba destinado al mayor de los fracasos. Sucedió un sábado por la noche. No creo que nadie jamás hubiera podido anticipar que ocurriría. El ladrillo parecía tan pequeño, tan inofensivo. Yo no entendía nada de arquitectura ¿Cómo podría haber sabido de la importancia de tan menudo librillo? Todo el ala norte del Palacio de Gobierno se vino abajo. Cayó sobre nuestro plan, sobre nuestro proyecto de país y sobre nuestro durmiente Libertador. Lo encontraron, según cuenta la gente, bajo una intrascendente pila de novelas románticas; las ironías del destino, supongo.
Qué se le va a hacer; fue bello mientras duró. Pero qué cierto es que no hay mal que por bien no venga. Un nuevo líder se ha alzado de entre las masas para tomar el lugar del caído (tal vez sea más preciso decir: “de aquel a quien se le cayeron encima”). Y, para mi infinita felicidad, el nuevo adora los libros; “el Gran Educador” le ha bautizado el pueblo. Incluso reparte ejemplares gratuitamente en las esquina; exquisitas encuadernaciones de los grandes clásicos, con claras y detalladas explicaciones del significado de cada uno.
A los viejos tomos los estamos usando de combustible en los hornos de nuestras nuevas y eficientes centrales eléctricas. Ya nada detendrá jamás al progreso.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller “La palabra en el cuerpo”