Inspirado por “La Cicatriz” de Marco Deneva
Arnaldo Orovia era un pobre indigente; de esos que le hacen a uno apartar la mirada pues su apariencia incomoda aún más que su existencia. A lo largo de su vida había sido muchas cosas, orfebre, guarda, negociante, maestro, jardinero y conductor, entre otras. Todas esas ocupaciones las había cumplido bien, y en todas le había ido mal. Tan mal, que ahora vivía en la calle, debajo de la autopista y al abrigo de diarios viejos. A sus cincuenta y seis años no estaba resentido, simplemente resignado.
Eso solía decir; pero tal vez estaba menos resignado de lo que creía, pues una tarde de abril, al encontrarse entre los arbustos del parque nueve arrugados billetes, no se los gastó todos juntos en una noche de placeres, sino que urdió un último intento de triunfo. Llevó sus billetes (pues ya no eran de nadie más) hasta la calle de los deseos y entró en el primero local que encontró apropiado para tatuarse el rostro. Y se tatuó «hombre admirable» en gruesas letras en la frente.
Al salir del lugar, y sin perder un instante (ni siquiera para asearse), cruzó la calle y fue hasta una casa de empeños cuya vitrina rezaba «Se busca vendedor». La respiración no se le aceleró al confrontar al dueño, ni al responder sus tres preguntas, ni durante la larga pausa de ocho segundos que le tomó al hombre darle el empleo. No había por qué, apenas terminado el tatuaje supo que su conjura era un éxito. Al entrar al lugar, el artista lo había mirado con desconfianza primero y con inquietud después. Al despedirlo con el trabajo realizado, le había dado un fuerte apretón de manos, mirándolo largo a los ojos.
Su nuevo empleo fue todo un éxito. Es cierto que habiendo sido orfebre conocía la calidad de las antigüedades que la gente llegaba para vender, y que habiendo sido negociante podía detectar en las personas cuanto estaban dispuestas a pagar y con cuanto estaban dispuestas a conformarse. Pero Arnaldo sabía que nada de eso importaba; ni bien entraban al local, apenas le leían la frente, confiaban plenamente en él y se negaban a serle deshonestos. Muchos incluso parecían sentirse contentos si consideraban que el de los empeños se había llevado la mejor parte del trato.
No pasó mucho hasta que el dueño, viendo como crecía su empresa, empezó a expandirla; comerciando directamente con otras casas de empeño y comerciantes de antigüedades. Esto también fue de gran provecho para el mismo Arnaldo. Él sabía manejar camiones y, por menos que un chofer profesional, podía llevar y traer la mercadería. Incluso conocía las calles y los horarios de la ciudad tan bien que siempre llevaba buen tiempo y podía hacer varios encargos por día. Si bien alguna que otra vuelta lo sorprendía el tráfico, siempre podía sacar la cabeza por la ventana y disfrutar como los demás conductores le dejaban pasar.
«Con esta cara no puedo fallar» se decía frecuentemente; y tan confiado de ello estaba, que un buen día decidió renunciar a su lucrativo trabajo (no sin antes tener que rechazar las ofertas, ruegos y hasta llantos de su jefe). Optó entonces por empezar su propio emprendimiento unipersonal de armado, arreglo y mantenimiento de espacios exteriores parquizados y florados. Siempre le había gustado y era en lo que más le había dolido fracasar. No es fácil lograr que la gente otorgue acceso a sus hogares, ni siquiera para que les corten el pasto, pero eso era algo que a Arnaldo Orovia ya no le preocupaba.
Le empezó a ir bien, mas no tanto como esperaba por lo que, viendo la oportunidad, decidió acompañar su emprendimiento con clases de jardinería. No era que sus conocimientos en la materia fuesen cuantiosos, pero lo que sabía, lo sabía y sabía hacerlo; de ahí que sus actuales clientes estuvieran siempre satisfechos. También, habiendo sido maestro, entendía que lo importante no era explicar mucho, sino explicar lo justo y explicarlo bien. Y, por sobre todas las cosas, tenía el tatuaje en su frente.
Años más tarde, cerca de retirarse y viviendo una cómoda vida, se encontró una tarde contándole su historia a otro viejo de la plaza.
―No has entendido nada ―le dijo el anciano sacudiendo la cabeza y sonriéndole una sonrisa chueca―. Has llegado hasta aquí por todo lo que aprendiste a hacer, y por haberlo aprendido bien. Tu frente no dice nada.
Arnaldo sintió primero que el hombre era un pobre tonto, mas luego debió aceptar que era él el tonto y que había vivido equivocado; la frente del hombre decía «sabio».
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»