Aluminé era la cocinera del barco. Lo era hace ya dos travesías y su trabajo consistía, evidentemente, en prepara las comidas de la tripulación; no era tarea sencilla (disponía únicamente de cinco ingredientes, contando la sal), pero era más que realizable en el tiempo del que disponía y ella disfrutaba y necesitaba el trabajo, y era mujer voluntariosa y resistente.
Algo que seguramente no disfrutaba era fregar los platos; el fregadero se había caído por la borda el mes anterior y todavía no había quien lo remplazase (excepto Aluminé, por supuesto). El contramaestre había indicado que se virase la embarcación para rescatar al hombre, pero el timonel estaba ocupado reparando la vela mayor y al pobre fregadero lo engulló un tiburón oportunista.
Cierto día la llamó el capitán.
―Se nos ha vuelto a romper la vela cangreja ¿Podrás ir a cuidar del timón por algunas horas? No será difícil, sólo necesitamos mantener el rumbo.
―Puedo mi capitán ―respondió ella con firmeza―. Sin embargo, ahora mismo estoy preparando el estofado para la cena ¿Puedo ir una vez que haya terminado?
―¡Por supuesto, por supuesto! Cumple tu labor primero ¡Muchísimas gracias! Qué maravillosa predisposición ¡Sabré recordarlo! Tal vez la cocina no sea el lugar más propicio para alguien como tú ―hizo entonces una pausa el hombre antes de agregar―. Si no te molesta necesito pedirte un favor más, si es posible, no te demores demasiado, no sea cosa que encallemos.
Tan pronto como sirvió el último plato, la cocinera subió a cubierta y se colocó al mando del timón. Hacía una tarde hermosa y la brisa de mar llegaba perfumada. Al verla allí, erguida majestuosamente sobre la rueda de guía, los marinos le dedicaron bonitos elogios y venturosos augurios. No faltó el pícaro que le dirigiese alguna chanza por la apurada cocción del estofado, mas ella no se enfadó; eran todas palabras bien intencionadas.
Al acercarse la noche, la brisa soplaba con más fuerza y comenzó a refrescar la cubierta iluminada por la oblicua luz del sol. La nave, que hasta allí se mecía dulcemente, empezó a sacudirse algo más de lo deseable, despertando murmullos y miradas intranquilas. Cuando los ladeos se volvieron más notorios, Aluminé, que necesitaba asir el timón con más bríos ahora, notó que varios de los marinos descendían bajo cubierta y ya no volvían a subir.
Pronto, hasta ella supo que estaban adentrándose en una tormenta, que llegaba oculta por la oscuridad de la noche. Empezaron a llegar los gritos del capitán y el primer oficial. El barco se convirtió en un hervidero de hombres preparándose para el vendaval. Cuando la primer ola lo golpeó, el navío se zarandeo con violencia, lastimando los brazos de la cocinera que se aferraba a la rueda de mando. Buscó entonces ella la mirada del capitán a la espera de ayuda. El hombre se encontraba a pocos metros, tirando con otros cinco hombres de una gruesa soga.
―¡Con un demonio! ―gritó― ¡Sostenlo con fuerza!
La tormenta pronto infundió terror en la tripulación que se afanaba por salvar la embarcación, y con ella sus propias vidas. Aluminé blandía el timón con coraje y fiereza, mas la gran rueda la arrojaba a un lado y al otro con la fuerza del mar, el viento y el azar. No sabía demasiado de navegación, pero sabía que el barco debía enfrentar a las olas; si una lo suficientemente grande lo alcanzara a babor o estribor, zozobraría, entregando al mar la vida de sus tripulantes.
Una y otra vez se levantó la mujer para volver al mando del timón, y obligar al navío a trepar la próxima cumbre de agua que éste no quería trepar. Y cada vez, al caer el barco del otro lado de la ola, éste se estremecía y hacía girar con violencia el mando, arrojando cruelmente a la dolorida cocinera a un lado y al otro. Ella siempre volvía a levantarse y volvía a aferrarse a la ingobernable rueda, para nuevamente alinear la embarcación en el sentido correcto y así salvarla. No había nadie allí que pudiese ayudarla, todos los tripulantes se entregaban a labores igualmente desesperadas que la suya; todo en el barco crujía, gemía y amenazaba con soltarse y llevarse parte del navío consigo. Múltiples hombres había ya caído por la borda y otros tantos se desesperaban por rescatarlos.
Luego la marejada arreció. Los clamores tornaron en llantos y las ordenes en ruegos. Un gran muro de agua impactó la embarcación en la popa lanzando a Aluminé por los aires hacia la borda y hacía el olvido. La mujer se aferró a un amarre justo a tiempo para salvar la vida. Mientras luchaba contra su extenuación por volver a cubierta, pudo ver, iluminada por la luz de la luna que se filtraba por entre las nubes, una gran ola que se cernía sobre el herido navío. Si le alcanzaba con el barco en su posición actual, sería el fin de todo. Con las fuerzas que no sabía que poseía, la timonel logró subirse nuevamente al castillo de popa y corrió hasta el timón.
Usó sus brazos extenuados, usó sus piernas doloridas, usó su espalda magullada y usó su tenacidad inquebrantable. El mar embistió con furia a la irreverente embarcación. Los mástiles cedieron, los amarres estallaron y la cubierta se quebró; pero el barco permaneció a flote. Como si fuese el desafió final con el que la tripulación se había ganado el perdón de la mar, tras salvar la enorme ola la noche se inundó de luz de luna; las aguas calmaron su ira; y los vientos amainaron. La tempestad había pasado.
Desde aquel día nadie volvió a gastarle bromas a Aluminé. Todas sabían que le debían la vida, y la mayoría se preguntaba si hubiese tenido el coraje y la fortaleza necesaria para conquistar la crueldad del mar como lo había hecho ella. Sólo el capitán y el contramaestre infundían mayor respeto en los hombres de abordo (y tal vez ni siquiera ellos). Reconociendo su excelsa tarea, y dado que el timonel se había quebrado una pierna en la tormenta y no estaría en condiciones de realizar su labor por varios días, a la cocinera se le encargó el mando de la nave y se le entregó el timón. Todavía mantenía sus responsabilidades en la concina mas esto no le molestaba; después de todo, era ése su trabajo. Cual recompensa divina, se la libró del fregado que tanto detestaba.
Herido como estaba, el navío tardó muchas lunas en volver a tierra firme. Cuando finalmente lo logró, atracaron en un puerto que no figuraba en casi ningún mapa y comenzaron a reparar las numerosas averías. Cierto día, aprovechando un pequeño resquicio de tiempo libre, Aluminé fue a dar un paseo por el pequeño poblado pesquero al que pertenecía el puerto. Al volver, vio que el capitán la esperaba en el muelle junto a la pasarela de acceso. Tenía en la mano un trozo de papel y una bolsa.
―Aluminé ―dijo con la voz grave y cansada―, lo siento tanto. Sabes que te quiero como a una hija pero no tengo alternativa. La calidad de la comida no ha sido aceptable en estos últimos tiempos; la cena ha llegado numerosas veces fría y otras tantas cruda. He decidido contratar un nuevo cocinero.
―Pero mi capitán ¿Qué más podía esperarse de mí? En las condiciones en las que se encontraba el barco no podía descuidarse el timón ni por un momento.
―Lo sé, lo sé. Sabes que lo sé ―respondió el hombre―. Pero las cosas son lo que son. Eras la cocinera y la concina falló.
―Lo entiendo. Tal vez sea para mejor. Nunca fui la mejor de las cocineras y ahora dispondré de todo mi tiempo para comandar el timón.
El capitán dedicó a la mujer un solemne silencio y una severa mirada antes de volver a hablar.
―No. Verás; timonel ya tenemos.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»