Inspirado por “El retrato oval” de Edgar Allan Poe
Hacía años que no vendía yo aquellos pinceles, mas no por eso dejó de insistir. Le expliqué que, aún si todavía tuviese alguno para ofrecerle, no había dos iguales, que nada podría asegurarle que de obtener uno iba a poder pintar lo que fuera que buscaba pintar. Pero tampoco le importó. Yo en realidad ya sabía lo que quería pintar, más o menos siempre quieren lo mismo. Esa era una de las razones por las que no los vendía más.
Viendo con fastidio que la discusión no iba a ningún lado, cometí el error de subir el tono de mi voz. No sé por qué; no sé qué destello fugaz de locura se adueño de mi garganta pero lo hice. Ella, tras escucharme, hizo lo propio; aumentando la fatalidad en la suya. Me consideró un hombre valiente y sensato, y valerosamente elegí la sensatez de aceptar lo que se me pedía.
Nada que hacerle, iba a tener que ir en busca de alguno de mis viejos clientes y convencerlos de devolverme alguno de los pinceles. No esperaba que me fuese difícil; considerando las otras razones por las que ya no los vendía más.
Fui primero a ver al viejo Ernesto. No era hombre de mi agrado pero su pueblo era el que me quedaba más cerca. La casa estaba desierta de vida, pero claramente había sufrido un exceso de ella. Por todos lados había señales de violencia, de esa que es su propia razón de ser. La puerta de entrada había sido pateada forzada y hasta hachada (más que nada de la mitad para abajo), y dentro no quedaba un mueble o una pared sana. Llamé a gritos al viejo pero no hubo respuesta. «Malditos pinceles» pensé. En el estudio (o en lo que quedaba de él) encontré varias pinturas mundanas y mediocres de niños jugando, todas evocaban la alegre dulzura de la inocencia infantil. Viejo estúpido, te dije que no lo hicieras; me pregunto si lo disfrutaste tanto como creías.
Recordé entonces otro pintor que vivía no muy lejos de allí y decidí ir a buscarlo. Era uno de esos ricachones que se pasan la vida despilfarrando lo que les sobra y haciendo alarde de problemas que sólo existen en sus cabezas. Me caía aún peor que Ernesto. Ahora que lo pienso, no sé sí tuve cliente alguna vez que me cayese bien. No lo encontré en su casa pero mientras daba vueltas buscando rastro de él, fui sorprendido por un mayordomo del lugar. Cuando le pregunté por el pintor me dijo que había muerto. Podría haber preguntado más al respecto pero las pausas entre sus palabras eran más que elocuentes. Se me puso a conversar de todas maneras del pintor y su obra, hablando de «hermosura», «calidez», «rendirse a los pies de su gracia sublime» y tantas otras fantochadas. Traté lo mejor que pude de que se notara que no me interesaba, pero ese tipo de discursos son más para el que los dice que para el que los escucha.
Tras sobornarlo por segunda vez me dejó entrar en la casa a buscar el pincel. Estaba medio vacía y daba la sensación de que la mitad que faltaba era la de valor. En una de las habitaciones encontré los enseres de arte sin embargo, después de revolver un buen rato, tuve que aceptar que lo que buscaba no estaba allí. Había sí un gran cuadro con un corte en el centro que mantenía absorto al mayordomo. Le eché una mirada; era más de lo mismo, sólo que esta vez era un joven esbelto y elegante con una expresión genérica de persona esbelta y elegante. «Un poco insulso ¿no?» le dije al hombre que contemplaba el retrato. El comentario pareció revolverle las entrañas y me devolvió un gesto de profundo desagrado acompañado de un «creo que debería usted retirarse». Por un fugaz momento pensé en explicarle que era sólo una pintura, pero el hombre parecía bastante turbado ya y opté (valientemente) por la sensatez del silencio. Si no podía verlo para qué explicárselo.
Habiendo dejdor al mayordomo y su retrato (y descansar un poco), fui hasta el castillo de otro de mis antiguos clientes; luego de golpear varias veces la puerta vino finalmente a abrirme. Estaba pálido y desahuciado. Cuando me vio un destello de furia le brilló en los ojos aunque sin mayores consecuencias. Evidentemente ya no había nada que esa chispa pudiese encender. Le expliqué que quería recupera el pincel y, tal como me lo esperaba, no tuvo ninguna objeción; hasta diría que lo alivió mi pedido. Me condujo hasta su habitación donde había colgado varias de sus obras y me indicó que esperase mientras buscaba lo que le había pedido. Sus cuadros me parecieron todos de escaso valor hasta que di con un pequeño retrato oval de una mujer. Ni siquiera la burda técnica del autor lograba esconder su belleza y me quedé todo el tiempo que tardó en volver aquel hombre, contemplando la obra.
Cuando me trajo el pincel noté que mantenía la vista rígidamente al frente, como si no quisiese mirar nada del cuarto que no fuese yo. «Seguro seguiste pintando ¿no? Maldito ciego» le increpé. No me respondió pero si bajo la cabeza y comenzó a llorar en silencio. No me queda compasión para gente como él; tomé el pincel y me fui sin decirle nada.
De vuelta en mi estudio me puse a meditar sobre todo lo que había ocurrido. No quería volver a repetir la misma historia de siempre. Pensé en destruir la maldita brocha ahí mismo, pero me considero un hombre valiente y sensato, y mi sensatez me dijo que era momento para un acto de coraje. Tomé un lienzo en blanco y puse manos a la obra. Cuando ella llegó tenía una insufrible expresión de desdén en su supuestamente bello rostro. Me preguntó si tenía lo que me había pedido y le respondí que sí, pero que antes quería mostrarle algo. La llevé al estudio y le develé mi trabajo. Tal vez no sea yo un gran maestro, mas debo decir que está era mi obra máxima y que había capturado los pliegues de mi rostro con la más exquisita de las perfecciones.
Se quedó unos instantes en silencio y luego me miró estupefacta. «Es usted un hombre horrible» me dijo. «Soy el mismo que siempre fui y que tantas otras veces viste, esta pintura no cambia nada. Sólo se puede pintar lo que se ve». Sin siquiera responderme dio media vuelta y se fue; y yo arrojé el pincel a la basura.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»