Mi ciudad es afamada en el mundo entero por algo que no es parte de ella. En las afueras, al suroeste, existe una población de extraños personajes. Todo en ellos es inusual, y la oportunidad de contemplarlos atrae visitantes de todos los rincones del globo.
Lo más llamativo (pero seguramente no lo más intrigante) es su contextura física. Son altos y flacos, tanto que más bien debería decir «alargados». Un poco demasiado delgados para hombre, pero gordos como para serpiente. Tienen además los brazos muy cortos; da la sensación de que les sería más útil usarlos en conjunción con sus cortas piernas para caminar, que como acompañamiento prensil de su erguida presencia. Sin embargo caminan erguidos, cuando caminan.
Coronando sus larguiruchos cuerpos grisáceos de cortos miembros, poseen grandes cabezas de aún más grandes orejotas. Todo ello constituye un coctel de inexplicables rarezas y, sin embargo, el conjunto final resulta armonioso, cohesivo y cautivante.
Mas, como he dicho, su físico es sólo el principio del enigma de estos inusuales hombres. Debo mencionar también la forma en que se mueven, cuando se mueven. Ya sea para caminar, sentarse a la mesa o simplemente acomodarse, lo hacen todo con una lentitud hipnótica. Es casi imposible puntualizar qué parte de sus cuerpos están moviendo en un determinado momento; es como se moviesen enteramente, en una onda que les atraviesa de punta a punta; como si fuesen un único gran musculo, en una única contracción que los abarca por completo. Todo en armoniosa e intrigante lentitud.
Luego, otorgándoles una aura sobrenatural, están sus rostros. Pequeños e inexpresivos, con ojos perforados y bocas rasgadas, parecen ocultar el profundo océano de sus intelectos. Cada uno de sus pensamientos a la vez simple y eternos; una infinidad imposible de comprender o siquiera abarcar para nuestras mentes chatas y puntuales; una verdad destilada, mucho más pura que nuestro rebuscados y toscos intentos de reflexión. Y allí también se percibe que todo avanza pausada pero inexpresivamente.
Llevan vidas sencillas, o, tal vez, tan complejas como su paulatina existencia les permite. Poseen poco y parecen desear menos. Sus días transcurren siempre de manera pacífica, jamás un enojo o un ajetreo.
Todo esto, sumado a otros tantos misterios de sus curiosos seres, atrae visitantes de todo el mundo que quieren contemplar estos seres únicos, de los cuales es difícil aseverar incluso que sean humanos. Como sea, allí viven, yendo y viniendo justo afuera de la ciudad. Ciudad que hace buen uso de su presencia. El poblado ha sido decretado «santuario antropológico» y «patrimonio de la humanidad», está protegido por ley y nada se permite a los visitantes alterar en él. Justo a la entrada (y en gran parte de urbe que lo protege) una multiplicidad de comerciantes ofrecen todo tipo de objetos de recuerdo y piezas de tejido autóctono al pequeño poblado; además están las excursiones guiadas, el alojamiento en la ciudad y un sinfín de entretenimientos decorados con imágenes de los extravagantes pobladores.
Debo decir que, si bien es una parte muy importante de nuestra economía, siempre me generó rechazo todo este comercio relacionado a los curiosos pobladores. Estos simples pobladores viven sus vidas en humildad, y todos esos mercaderes disfrutan de los lujos que ellos generan. Sin el pueblo de peculiares habitantes todos esos comerciantes no tendrían nada y, aún así, los ricos comparten poco con los pobres. Una verdadera vergüenza.
Decidí un día hacer algo al respecto. Iría en persona a hablar con alguno de esos extraños hombres y le haría saber que se estaban aprovechando de ellos. Que los vendedores les compraban sus tejidos por poco, y luego los vendían por mucho; que si los vendiesen ellos mismos, podrían vivir mucho mejor. Imaginé que me sería difícil hacerles entender la situación siendo que mi mente, a pesar de ser menos profunda, trabajaba más deprisa, de una forma más práctica y funcional. Mas aún así lo intentaría; era lo menos que les debía.
Mientras caminaba hacía uno, particularmente gris y elongado, con su cara elemental y minimalista, me di cuenta que era la primera vez que me disponía a conversar con uno de ellos. Es más, no sabía de nadie que les hubiese hablado jamás. La gente viajaba miles de kilómetros para conocerlos pero nunca nadie les decía nada; de hecho, ni se acercaban lo suficiente como para siquiera intentarlo. Hasta los comerciantes que les compraban los tejidos lo hacían todo de manera expeditiva y sin decir palabra.
¿Yo sería acaso el primero? Me había pasado la vida meditando los misterios de los extraños hombres, parado a la puerta de su enigma; y ahora, estaba a punto de abrir esa puerta; incluso cruzarla.
―Hola ―le dije, pues no se me ocurría nada más.
―Hola ―me respondió.
Una respuesta más que pertinente, de seguro, y aún así, algo decepcionante, debo decir. No sé qué otra cosa esperaba en realidad, algo un poco más enigmático supongo. Incluso la voz misma sonaba bastante común y corriente.
―Me llamo Jorge. Un placer conocerte. ―me presenté estirando la mano.
―José. El placer es todo mío ―contestó con un apretón de manos.
Ahora sí. Vaya que era extraña su forma de saludar. Su mano subía y bajaba como podría esperarse; y la vez distinto de la de cualquier otra persona. Era un movimiento lento y ondulante, que parecía abarcar todo su ser; hasta sus orejas parecían ser parte del sacudir de su mano. Igual, debo confesar algo ¿»José»? No estoy seguro de que se me ocurra un nombre más mundano. Sigo sin poder decir que era lo que esperaba; pero de seguro no un «José». Y la forma en que lo dijo también fue un poco desconcertante. Lo dijo lento sí, pero no más lento que cualquier campechano. De seguro esa respuesta no llegaba pausada e inexorablemente como la marea; empujada por el océano infinito de su mente.
Descolocado por la extrañamente común conversación me quedé sin palabras; no se me ocurría que decir. Con esfuerzo logré recordar por qué estaba allí y logré decir:
―Los comerciantes a los que les venden sus tejidos los venden por mucho más dinero. Si los vendiesen ustedes por su cuenta ganarían mucho más.
―Lo sé ―fue la calma respuesta del pequeño rostro imposible de leer.
Se me vino el alma al piso ¿Ellos lo sabían? ¿Cómo era posible? ¿Y la simpleza inquebrantable de sus pensamientos profundos como el mar? ¿Y el intelecto supremo, navegando alto en verdades tan puras que lo vuelve incapaz de comprender o siquiera percibir las banalidad del día a día?
―Es más fácil así ―comenzó a explicarme, tal vez adivinando en mi rostro el torbellino de desconcierto en que me encontraba―. Toda esa gente que viene a comprar las telas está muy ajetreada, siempre quieren algo y nunca pueden esperar nada. Requieren mucha atención; son algo extenuantes. Vendiéndole a los comerciantes nos sacamos el problema de encima rápido y podemos volver a nuestras cosas.
―Entonces ¿Lo hacen así para no tener que trabajar demasiado y poder andar por ahí holgazaneando?
―Bueno, tampoco tan así.
Entre una palabra y otra miró hacían un costado y entrecerró un ojo, apretó los labios (empujando el superior con el inferior) y luego ladeo la cabeza de un lado a otro frunciendo el ceño y mostrado un poco los dientes como si estuviese haciendo fuerza ¡Maldita sea! ¿Dónde te dejaste el rostro inexpresivo y su aura sobrenatural que parece ocultar el condenado océano de tus pensamientos?
―Yo diría que hacemos bastante ―siguió el muy puto―. Tejemos las telas. Y nos aseguramos de andar siempre moviéndonos bien despacio, cosa que atrae mucho a la gente. Además tratamos de nunca sonreír ni discutir en público para mantener la mística. Nada de eso es fácil ¿Sabes?
O sea que no sólo son vagos, encima son unos chantas.
Di una larga inspiración y dejé que el aire saliese lentamente; hice lo posible por recuperar la compostura; recordé todas las veces en que había escuchado hablar y discutido el enigma de los moradores del misterioso pueblo y de la enorme admiración que le producían al mundo entero. ¡Por el amor de Dios! ¡Eruditos de todo el planeta habían venido a hasta aquí a estudiarles! Algo debía haber que no estaba comprendiendo.
―Pero entonces, buen señor, parecería ser por lo que me dice que ustedes no son realmente tan extravagantes y fuera de lo común como creemos, que simplemente han aprendido a subsistir de comportarse extravagantemente.
―La verdad no veo la diferencia ―me respondió encogiéndose de hombros.
―¡¿Por qué no te vas un poco a la concha de tu hermana?!
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»