Inspirado por “La puerta condenada” de Julio Cortázar
Pasó cuando tenía veinticuatro años, durante mis vacaciones. El año laboral había sido difícil y, aún así, palidecía en comparación con el desafío de ponernos de acuerdo con mis amigos, acerca de dónde ir en el verano. Al principio eran sólo charlas interminables, mas, a medida que avanzaba el año y se acercaba la hora, las charlas se tornaron en discusiones y las discusiones en griteríos.
―¡A la playa! ―decían unos.
―¡No, a la montaña! ―se enojaban otros.
―¡Montaña no, playa, pero esa playa no, a esta otra! ―agitaban los que quedaban.
Por mi parte, primero me uní al bando andino, pero cuando la contienda comenzó a prologarse demasiado y se me empezaron a ir las noches, dejó de importarme «dónde» y ya sólo quería que se decidieran y dejaran de molestarme.
Todo el asunto tenía a mi novia muy irritada; más que a mí, hubiera dicho. Pronto empezamos a conversar entre nosotros de lo insufrible del interminable debate, y de lo tortuoso que se había vuelto juntarse con el grupo; indefectiblemente alguien tocaba el tema y sobrevenía la batahola.
Un jueves en que habíamos quedado en juntarnos todos a cenar por la noche, mi jefe me hizo saber que tendría que hacer horas extra el resto del mes. Objetar únicamente me había rendido una áspera discusión perdida y una hora extra ese mismo día. Exhausto, malhumorado y contando las tardes que habría de perder, llegué a la casa de mi novia donde íbamos a hacer tiempo hasta la cena. Tras narrarle mi agotador día y recibir apropiadas y dulces consolaciones, comencé a quejarme de la cena que estábamos por sufrir.
―Otra vez va a ser lo mismo de siempre―dije―: las discusiones, las comparaciones, las argumentaciones ridículas y los insultos.
―Sí, Dios santo, que suplicio ―coincidió ella―. Y todo va a ser para nada; no se va a decidir nada. Y cuando nos queramos ir nos van que nos quedemos, que es importante nuestra opinión. No me quiero ni imaginar lo que van a ser las vacaciones; los que hayan perdido van a estar constantemente remarcando todo los problemas que tengamos y reprochándoselos a los otros. Y los que hayan ganado van a fastidiarse más y más con cada reproche.
Ni pude responder, sólo dejé escapar un sufrido suspiro.
―¿Y si no vamos? ―me preguntó después de algunos segundos de silencio ― Llamemos y digamos que me siento mal, que no podemos ir a cenar.
Mi novia y yo estábamos juntos hace varios años; suficientes como para que cariño remplazara a la pasión y la costumbre a la convicción. Pero con esas palabras ella incendió mi amor y la vi tan hermosa como el primer día; más hermosa. Tras una mirada, una sonrisa y ninguna palabra, me la llevé a la cama para decirle «te amo».
El llamado fue un éxito y nos libramos del fastidio. Acostado ahora junto a ella, colmado de amor, me atreví a decir lo que llevaba dentro hace ya tiempo pero que tenía miedo de revelar:
―¿Y si vamos de vacaciones nosotros a donde nosotros queramos?
Como respuesta ella primero me miró algo confundida, entrecerrando los ojos; luego miró hacia arriba algo extraviada en sus pensamientos.
―No entiendo ―me dijo al fin― ¿Decís elegir nosotros sin consultarles? Va a ser para problemas eso. Todos se van a enojar.
―No. Digo de irnos nosotros por nuestra cuenta. Que ellos hagan lo que quieran.
―¿Cómo vamos a hacer eso? Son nuestros amigos, no podemos abandonarlos.
―Tampoco es abandonarlos. Son sólo unas vacaciones. Vos misma dijiste que a estas alturas las vacaciones van a ser una pelea constante. Yo quisiera descansar.
―¡Cómo sos, eh! Siempre cortándote solo ¿Qué sentirías si ellos nos dejaran afuera a nosotros?
Embelesado por el ensueño de unas vacaciones a solas con mi novia, sin necesidad de formar comités de emergencia cada vez que hiciera falta elegir qué comer, no me di cuenta el efecto que mi propuesta estaba teniendo en ella, ni del marcado cambio en las expresiones de su rostro. La charla se tornó en discusión y la discusión en griterío. El viaje habrá sido la chispa pero habíamos acumulado ya demasiada madera seca. Tres días después ya no éramos pareja, y ese mismo sábado ella logró convencerlos a todos de ir a Bariloche. Yo no estaba invitado.
Sólo entonces me di cuenta de que, en realidad, todavía quedaba bastante tiempo para las vacaciones. Hice lo posible por arreglar las cosas y me pareció que lo estaba logrando; hasta tuvimos un par de noches juntos. Sin embargo, un fin de semana ya cerca del verano, me crucé con un de mis «amigos» que me contó que el viaje ya estaba todo planificado y que ella no viajaba sola. Esa noche no pude cenar y casi no dormí. A la mañana siguiente, mientras tomaba mi café, empecé a pensar en Bariloche y la cocina se llenó de voces.
―No, no quiero ir ahí.
―No, es demasiado lejos.
―No, no me gusta esa comida.
―¿Caminando hasta allá? No, ni a palos.
―No, ahora no. Tenemos que ir a encontrarnos con los chicos.
Entonces hablé yo para mis adentros «Sí, pero no voy a Bariloche». Las voces callaron. Yo sonreí.
Decidí pues irme de vacaciones solo; parar en algún hostel sin programar demasiado y dejar que los planes se hiciesen solos. Decidí que el Norte, recorriendo sus ciudades y sus pueblos, era la mejor opción; en parte porque nunca había ido y en parte porque lo había propuesto al principio de la discusión y todos me habían dicho que no. La primera parte del viaje, no que importe demasiado, fue poco trascendental; dormí bastante, caminé mucho, conocí varios extranjeros y llegué tarde a casi todos lados (incluido más de una vez a sacar pasaje). Pero entonces llegué a un pueblo no tan conocido pero claramente bien preparado y predispuesto a los viajeros; y, en el centro de todo, estaba el mejor hostel que hubiese conocido.
El lugar era amplio y cómodo. Cada habitación, de no más de ocho camas, estaba decorada con un estilo propio y diferente a las demás. Una tenía motivos indígenas de la zona, aunque sin ser esa zona demasiado especifica; había un poco de quilmes, un poco diaguita, bastante inca y hasta un rincón azteca. No que yo fuera a darme cuenta de dichos tintes esquizofrénicos del lugar. Otra de las habitaciones tenía muchos colores, con algo así como un fileteado que le daba toda la vuelta. La ultima (pues eran tres en total), parecía haber empezado como un cuarto prístino de paredes blancas al que, a través de los años, los huéspedes habían ido decorando a gusto con unos tarritos de pintura que había al lado de la puerta; las paredes estaban llenas de arte amateur y mensajes filosóficos o de rebeldía; era bastante irritante. En todas ellas, como en el resto del lugar, se podía encontrar infinidad de pintorescos detalles; como secciones de pared con la pintura ajada por los años o puertas que no cierran del todo bien. Las tres habitaciones, junto con el comedor (que hacía las veces de recepción) y algunos cuartos de servicio rodeaban un parque muy cuidado y atentamente decorado.
Lo mejor del lugar eran las noches. El parque era bastante grande con varios árboles y unos cuantos recovecos. En él, después de la cena, siempre se armaba algun festejo improvisado. A veces fogón, a veces guitarreada, a veces peña y a veces boliche (o algo así). Siempre había más gente que los huéspedes y nunca nadie se quedaba solo. Ya en la primera velada, mientras el dueño del lugar nos regalaba una vidala, una chica se me sentó a lado y nos pusimos a hablar. Una muchacha un tanto extraña, era linda y decía cosas graciosas, pero nunca levantaba la vista y lo decía todo muy pausado, casi entrecortado. Se movía un poco de lado a lado con la música pero con la manos siempre quietas sobre los muslos. Con tantos años de pareja yo había perdido un poco la práctica para hablar con desconocidas de noche y no pasó mucho tiempo hasta que ella se excusará y se pusiese de pie. Fue caminando hasta el fondo del parque y se metió atrás de un árbol. No la volví a ver, mas no me importó, algo en aquel lugar me hacía sentir relajado y alegre.
Las fiestas nocturnas me convencieron de cancelar la mayoría de mis planes y quedarme varios días en aquel Hostel tan ameno; aún si de día era bastante menos animado. Al tercer fogón, noté que la mayoría de las personas que se repetían en ellos no eran huéspedes del lugar. De se podía confirmar que la mayoría de las camas del lugar estaban vacías, y las que no eran ocupadas por pasajeros que nunca se quedaban más de una noche allí.
―¿Entonces son gente del pueblo que viene de noche a festejar? ―repregunté algo confundido por la repuesta del dueño.
―Así es ―respondió él, que resultaba algo más seco de día que de noche.
―Pero si hay un par de franceses y una brasilera.
―Vinieron de turistas y decidieron quedarse ―me ofreció una escueta respuesta el hombre, tras lo cual se dio media vuelta y se fue sin más.
Esa noche, como todas las noche, hubo otro fogón. Yo había quedado como único huésped del hostel y los demás eran algunos de los regulares. La brasilera se me puso a hablar de todas las cosas que me quedaban por ver en el norte y una parejita de argentinos empezó a preguntarme cuando tenía planeado seguir con mi viaje. Cuando les dije que había pensado que a lo mejor me quedaba todas las vacaciones allí se hizo un silencio medio incomodo y los tres se miraron entre sí. Antes de que pudiera decir nada el dueño comenzó a entonar unas coplas y todos lo seguimos. Cuando me fui a dormir ya no quedaba casi nadie, al otro lado del parque estaban la brasilera y los dos argentinos mirándose en silencio con las cabezas gachas. Los saludé con la mano y los tres levantaron la vista hacia mí y se me quedaron mirando en silencio. No les presté mayor atención y me fui a buscar una colcha; estaba refrescando.
A la mañana siguiente pude comprobar que seguía sin haber más huéspedes en la posada. Pensé en ir a dar unas vueltas por el pueblo y sus alrededores, pero me dolía un poco la cabeza y me sentía algo cansado así que volví a la cama. Cené solo (no había visto al dueño en todo el día) y me puse a leer un libro mientras esperaba que llegara la gente. Pasaron un par de horas y seguía sin verse nadie más. Haciéndome sentir algo incomodo, el lugar tenía un apariencia mucho menos festiva que de costumbre. Sin el dueño no había nadie para prender las luces del parque (tal vez por eso no venía nadie) y, para colmo, estaban nublado y sin luz de luna; todo el lugar se sentía algo lúgubre.
Ya de madrugada, y habiendo aceptado que no vendría nadie, me fui a dormir. Me metí en la cama pero me costó conciliar el sueño; el silencio era penetrante, no se escuchaban ni los insectos del parque. Después de un rato empezó a soplar el viento, al principio lo agradecí porque, golpeando contra las paredes y colándose por los resquicios de edificio, rompía aquella inquietante mudez. Pero pronto hizo bajar la temperatura y me agarró frio. Estuve un rato debatiéndome si salir o no de la cama hasta que el aire gélido pudo más y me fui a buscar un acolchado.
El lavadero estaba del otro lado del parque. Pasando por al lado de la zona de los fogones, me pareció ver por el rabillo del ojo algo que se movía a mi izquierda. Me volteé a ver por no había nada. Me quede quieto aguzando el oído por alguna señal de movimiento pero el viento había cesado y otra vez no se escuchaba absolutamente nada. Di otro paso hacia el lavadero y otra vez me pareció ver algo que se movía, está vez a mi derecha, hacia la zona del parque que no tenía edificios. Otra vez me quedé quieto. Ahora estaba seguro que algo (o alguien) se movía por allí entre la oscuridad de los arboles). Sentí miedo de ir a investigar y, sin embargo, no pude resistir la tentación y fui hacía la arboleda. Cuando pasé el primer árbol, una correntada de aire me subió por la espalda y me dio escalofríos. Me hizo parar en seco y pensé inmediatamente en volver a la pieza; no, en irme de hostel. Pero cuando estaba por dar media vuelta, las nubes se abrieron un poco y se filtró por ellas la luz de la noche. Ahora podía ver mejor y, lo que podía ver, era a ella parada al lado de un árbol. Era la chica de la primera noche, me miraba en silencio con rostro inexpresivo. El corazón empezó a latirme con fuerza cuando vi que me llamaba con la mano. Cuando estaba por alcanzarla, con mis ojos expectantes clavados en los suyos impasibles, dio un paso al costado. Parado detrás de ella estaba el dueño, con un hacha en la mano.
Se me acercó despacio. Yo no pude dejar de mirarlo ni moverme.
Como se podría esperar, es un tanto extraño ver como alguien descuartiza tu cuerpo meticulosamente y te entierra en una tumba improvisada. Me pregunto qué hubiera pasado si aunque sea hubieses gritado. Como sea, el muy forro me enterró en el fondo del parque y luego se fue a la pieza a revolver mis cosas. Se quedó con todo mi dinero y encendió el fogón para quemar todo lo demás. Tan pronto el fuego alcanzó su altura habitual, empezaron a llegar (sólo esta vez noté que desde la arboleda del fondo) los «invitados» a la velada. Ella fue la última y, cuando me vio que la miraba, se encogió de hombros con las manos en alto; con los labios me gesticuló un «perdón».
―O sea que tenemos que hacer todo lo que nos dice ―le pregunté algo contrariado a uno de mis nuevos compañeros, refiriéndome a nuestro asesino.
―Algo así ―me respondió sacudiendo la cabeza―. Es como que nos ordena y automáticamente le obedecemos. Como si no lo pensáramos, como si no fuese cuestión de decisión nuestra. Por eso es que lo primero que te dijo es que nunca salgas del hostel y que sólo salgas de la tumba cuando prende la fogata.
―Y cada vez que prende el fogón nos obliga festejar para atraer nuevas víctimas.
―Bueno no, eso no. Hacemos peña porque no hay mucho más que hacer. Si no es medio aburrido por acá.
―¡Pero si son esas peñas las que hacen que la gente se quede, condenándolas a morir!
―No sé si es tan así. La mayoría de la gente viene y se va enseguida. El lugar medio que se cae a pedazos ¿viste? De vez en cuando alguno como vos se queda más tiempo, pero, por más que le digamos, nunca nos hacen caso ni se van. A vos te dijimos y te quedaste igual.
Al poco tiempo tuve que aceptar que sin los fogones la existencia allí era bastante monótona, mas, uniéndome a los festejos nocturnos, me la pasaba bastante bien en mi nuevo lugar. Además estaba ella, una que vez que superamos el tema de haberme matado empezamos a pasar bastante tiempo juntos. Por su puesto no antes de que yo aceptara que ella no tenía culpa en lo que había pasado. Yo no estaba tan seguro pero preferí no generar problemas. Lo único que me molestaba era siempre andar teniendo que hacer todo lo que él me decía; bueno, eso y que ella no dejará de charlarle a cada nuevo huésped que llegara.
Pasó casi un año y volvió el verano, y con él se acercaban los carnavales. Empezó a aumentar mucho la cantidad de turistas lo que, por obvias razones, me tenía de malas. La noche antes del desentierro del diablo todos los cuartos estaban con pasajeros. Yo estaba algo triste y decidí buscarla para ver si podíamos hacernos a un lado y charlar a solas. Empecé a buscarla y no la pude encontrar, traté de preguntarle a los demás pero me decían que no sabían o me daban evasivas. La noche siguiente finalmente pudimos hablar.
―¿Te acostaste con el estúpido ese de la guitarra? ―la increpé sin mayor diplomacia.
―Sí, un poco ―me respondió.
―¡Pero si apenas cruzaron unas palabras! ¡Además en el cuarto había gente!
―¡Ay no! ¡Qué terrible! ¡¿Qué van a decir de mí cuando vuelva a casa?! No me molestes, sabés que no soporto cuando te ponés celoso.
Si hubiese podido la habría matado. Ya me estaba preparando para empezar la discusión cuando se me acercó él (siempre tan oportuno) y me dijo que fuera a buscar leña.
―Sí, sí, ya voy ―le dije.
Empecé a caminar hacia el cobertizo pero a los tres pasos no me pude aguantar y la fui a buscar de nuevo. Ella acababa de entrar al baño y antes de que pudiera decir nada me miró, me dijo que no la molestara más y me cerró la puerta en la cara. Mientras levantaba los leños la insultaba a viva voz; estaba tan harto de aquel lugar. Entonces, fui a levantar un madero y me di cuenta; él me había dicho que fuera a buscar leña y yo había ido a pelearle a ella. Había elegido ir a pelearle.
Tan rápido como pude, con el corazón latiéndome a mil, empecé a tratar de entender lo que ocurría. Me le acerqué y esperé que me diera alguna orden. La cumplí pero, antes de eso, me aseguré que no me hacía falta hacerlo si no quería.
No me importaba nada, tenía que probar; caminé tratando de que nadie me viera y crucé la puerta de entrada.
Empecé a correr como loco. Era libre. A las cuatro cuadras me di cuenta de que no sabía a dónde estaba yendo. Lo medité un momento y decidí encaminarme a la estación de ómnibus. Con algo de suerte podría subirme en alguno, o colarme en algún coche y escaparme del condenado pueblo. Estaba por llegar cuando lo vi llegar por una de las calles perpendiculares. Me alcanzó fácil y me arrastró de vuelta al hostel. Cuanta humillación sentí de que le fuera tan fácil.
A la noche siguiente me mandó a prepar la ensalada y lo hice sin chistar; de vuelta la obediencia. La pregunta era entonces que podía haber sido que me liberara antes. La muy conchuda se había acostado con un inglés cara-de-nada y habíamos vuelto a discutir, así que eso no podía ser. No, tenía que haber sido el desentierro ¿Y si el día del desentierro volvía a pasar? Era mi oportunidad, pero está vez tenía que estar mejor preparado.
Rápidamente, siempre que él no me viese, le conté a mis compañeros lo que había pasado. Incluso algunos recordaron pequeños episodios, en este carnaval y otros, que corroboraban mi teoría. Planificamos el escape al detalle; durante la noche del entierro nos aseguraríamos de que el dueño del hostel se emborrachase desde temprano. La idea era que se durmiese y no se enterase lo que hacíamos. Luego iríamos a la estación y nos subiríamos en algún ómnibus nocturno hacía la libertad.
Llegó finalmente el día. Tal cual lo esperábamos ninguno de nosotros tenía que hacer lo que nos decía si no queríamos. Por supuesto no dejamos que se diera cuenta de ello. Tan pronto como pudimos empezamos a abrir las botellas de vino y nos aseguramos de que su vaso no estuviese nunca vacio, y a cada rato le pedíamos a algún turista que propusiese un brindis.
Funcionó a la perfección, más que dormirse se desmayó. Nos juntamos todos y nos miramos unos a otros sonriendo complacidos y nos encaminamos hacia el portal.
―Esperen, esperen ―nos dijo uno de los franceses― ¿A dónde estamos yendo?
―¿Qué se yo? ―le respondí― A cualquier lado. Vamos a Buenos Aires.
―¡¿A Buenos Aires?! ―se indignó alguien desde el otro lado del grupo― Yo odio Buenos Aires, a Buenos Aire no.
―Bueno, no importa ―dije yo poniéndome nervioso―. A cualquier lado. Vayamos a Córdoba.
―¡Ni loca, es aburrido Cordoba! ―gritó una de las argentinas parada al lado mío.
―¡¿Qué carajo importa?! ―me exasperé― Vayamos cada uno a donde mejor le parezca.
―¡¿Y separarnos?! ―preguntaron a coro varios.
―Chicos, por favor tranquilicémonos ―habló ahora ella―. No hay necesidad de apurarnos, todavía hay tiempo. Calmémonos y decidamos entre todos.
Durante el fogón de la noche siguiente me senté solo a un costado; no quería hablar con nadie. Todos me dijeron que estaba exagerando, que el año siguiente habría otro carnaval y que esta vez teníamos todo un año para decidir. Yo no sé si no me quedo.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»
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