Era una hermosa mañana de abril. De esas frescas que todavía recuerdan la calidez del verano. El sol ya estaba alto y surcaba el cielo acompañado por dos nubes picaronas, blancas como la nieve. Mientras esperaban el almuerzo, Ana y Casimiro se sentaron sobre la hierba a disfrutar de las caricias de la brisa.
―Vaya que la mañana está hermosa ―dijo Casimiro, y dio un relincho antes de agregar―. Después de las tormentas de la semana pasada, este día es todo un regalo.
Ana dejó que se oyera su melódica risa y opinó:
―¡Sí que sí! ¡Cuánto quisiera poder quedarme aquí en la pradera todo el día! Si sólo no tuviésemos tantas obligaciones ―dijo en tono jocoso―. A veces me preguntó cómo sería la vida si no fuese princesa.
Así es, Ana era una princesa. Una princesa hermosa, alta y esbelta, de dorados cabellos y ojos color esmeralda. Y Casimiro era su fiel corcel, un unicornio grande, macizo y rosado. Iban de viaje con una importante tarea que cumplir, y no tenían tiempo que perder. La espera por el almuerzo casi había logrado impacientarlos, cuando el chasquido de la trampa les trajo buenas noticias.
―¡Atrapamos uno! ¡Atrapamos uno! ¡Qué alegría! ―se entusiasmo ella― Voy a ver qué es.
Al volver la jovial princesa tenía el rostro iluminado de alegría y, en la mano izquierda, una liebre por las orejas. Los dos compañeros llevaban largos días de viaje por tierras salvajes; se les habían terminado las provisiones y ahora debían cazar para alimentarse.
―Sí que se lo ve delicioso ―opinó el unicornio―. Asado será todo un manjar.
―¡No, por favor, no! ―gritó aterrado el conejillo― ¡Por favor no me coman! ¡Se los suplico!
―¡Oh, vaya! ―dijo Casimiro― El pequeñín habla. Qué pena. No podemos comerlo si habla. Estaría mal. No se debe comer animales que hablan.
―¡Oh, gracias! ―lloró el conejo― Gracias. Gr…
Las palabras del animalillo se interrumpieron con el tronar de su cuello, que Ana acaba de quebrar.
―Ya no habla ―dijo ella sonriendo.
―¡Por los cielos! ―exclamó el unicornio― ¡Qué solución más elegante! Nunca se me hubiese ocurrido ¡Comámoslo pues!
Entonces, los dos alegres compañeros almorzaron, rieron y cantaron antes de continuar su travesía. Ana se entristeció de no poder disfrutar un poco más de la pradera, pero todavía les faltaban dos jornadas de camino para llegar a destino, y debieron reemprender la marcha de inmediato.
Esa noche llegaron hasta un pequeño poblado donde buscaron refugio en una posada de camino. El posadero casi se desmaya a ver a la hermosa Ana cruzar el umbral de su puerta. Aún así, compenetrado como estaba en sus encantadores ojos verdes, el hombre debió decirle que no había lugar allí para Casimiro y que el unicornio debería dormir en el establo. Contuvo la respiración hasta ver la reacción de la princesa; así de poco quería ofenderla. Pero la mujer se tomó la situación con gracia y humor y mandó a su compañero a la caballeriza.
A la mañana siguiente, marchando otra vez, Casimiro estaba apesadumbrado y sin ganas de hablar.
―¡Oh, bello Casimiro! ―habló ella en su melodiosa voz― ¿Qué es lo que te ocurre? ¿Por qué andas con esa cara tan larga?
―No entiendo por qué siempre me mandan al establo ―respondió el unicornio contrariado―. Cuido mucho mi higiene y soy siempre educado.
―Ya lo hemos hablado ―respondió ella―, es ese pene que te sale de la frente ¿Cómo no quieres que inspire desconfianza?
―¡Otra vez con eso! ―se quejó él― ¿Cuántas veces debo decirte que no es un pene? Por todos los cielos, es blanco y puntiagudo.
―¿Y eso qué? Un pene feo y doloroso no deja de ser un pene. Más razón aun para que desconfíen ¿Qué saben ellos lo que planeas hacer con esa cosa por la noche? Una vez que hayamos hablado con el Rey voy a cortarlo. Así ya no tendrás más problemas y todos podrán ver lo dulce y tierno que eres.
Ana era la princesa de los mercenarios de sangre, y en ese momento viajaba a recibir un nuevo encargo del Señor de la Tierra. Un encargo maligno y terrible era. Pues verán, el Rey odiaba nuestro pueblo y quería que ella le solucionara el problema.
Pocas cosas en esta vida hay más terroríficas que ver llegar a tu hogar, en su rosado corcel, a la princesa Ana y sus mercenarios. En su juventud Ana descubrió una fuente de juventud eterna, por lo que el tiempo está siempre de su lado. No importa que tantas veces la derrotes, no importa que tantas veces la eches; ella siempre volverá, con su furia implacable, con sus ansias de sangre, con su melódica risa; hasta lograr su cometido; hasta haberte extinguido.
Mas con todos sus muchos y largos años a cuesta, había algunas cosas que Ana todavía desconocía. No sabía, por ejemplo, que si le cortas el cuerno a un unicornio lo matas. Tampoco sabía que nuestro pequeño pueblito, con oídos aquí, allá y en todos lados, conocía ya las intenciones del despótico rey. Tampoco sabía que, escondidos en las pequeñas casas de adobe, nuestros propios mercenarios aguardaban para darle la bienvenida a ella y a los suyos.
Así pues, queridos niños, por esto es que siempre contamos la historia de la princesa Ana. Para nunca olvidar que, mientras que su hermoso rostro de ojos color esmeralda y dorados cabellos decore en agonía el portal de nuestra aldea, y su elegante y esbelto cuerpo permanezca contorsionándose en lo alto del mástil de la plaza principal, nadie nunca se atreverá a venir aquí buscando pelea.
Y colorín colorado, este cuento se ha terminado.
Siempre y cuando jamás permitamos que cabeza y torso se vuelvan a encontrar.
Autor Javier Banchii