Es de noche y camino solo. Únicamente se dejan escuchar el viento y mis pasos, pero yo escucho mucho más. Escucho todo aquello que se esconde en la penumbra. Escucho los crujidos y los silencios de ojos que me observan allí donde no puedo verlos. Trato de caminar rápido y siempre alejado de las sombras, mas el corazón me late cada vez más fuerte y no puedo refrenar la duda ¿Y si esta vez sí hay alguien esperando para arremeter contra mí? Hay tantos arboles en esta calle, tantas casas con entradas donde alguien podría estar escondido en la noche. No sé porque vivo en esta zona, en cuanto pueda buscaré una casa nueva.
Finalmente logró entrar a mi hogar, pero hoy no me alcanza para recuperar la calma. Y si se metió alguien mientras no estaba. Sólo después de prender todas las luces y revisar todas las habitaciones logro relajarme. Maldita oscuridad.
Últimamente pienso mucho en eso; en las sombras y en todo lo que en ellas se oculta. En sus secretos, en lo desconocido, en la incertidumbre.
Los dueños del lugar donde trabajo han empezado a recortar gastos, dicen que la empresa está pasando por momentos difíciles y quieren balancear los libros. Inevitablemente todos los empleados comenzamos a temer lo peor. Las largas sombras de posibles despidos se proyectan sobre nuestros días, tornándolos lúgubres y difíciles. Cada vez hay menos risas en el edificio y todos estamos nerviosos ¿Cuando empezaran los despidos? ¿A quienes les tocará y quienes se salvaran? ¿Y si cierran la empresa y nos echan a todos?
La oscuridad me ha acompañado toda la vida. Nunca logré ser una persona alegre; a pesar de haberlo intentado mucho; a pesar de haberlo deseado tanto. A donde sea que vaya la tristeza me oscurece los días y me ensombrece el semblante. Los siempre presentes ecos de la depresión menguan la luz de todas mis alegrías. Pienso también mucho en eso ¿Por qué no puedo ser feliz? ¿Por qué debo vivir siempre entre sombras?
***
Esta vez todos nuestros miedos eran certeros. Los dueños de la empresa la cerraron y nos dejaron a todos en la calle. Me pasé un par de días en la cama pensando que hacer, sin encontrar respuestas esperanzadoras.
Al final, la falta de víveres en mi casa me obligó a salir al almacén a comprar algo de comida. Caminé con la cabeza gacha, casi sin prestarle atención al calor del verano, preguntándome cómo hacer para no gastar demasiado; ahora que tenía que tener cuidado con esas cosas. Mas, de regreso del almacén, distraído con la idea de otras cosas que tenía que hacer para la casa, volví un poco menos ensimismado. Entonces pasé por el parque y vi aquel jacarandá que tanto me gusta. Era cerca del mediodía y el sol estaba fuerte. Se me ocurrió entonces que podría sentarme un rato debajo de aquel árbol a descansar; tampoco tenía mucho más que hacer y el calor se estaba poniendo molesto.
Sentado allí bajo las hojas, apoyé la espalda contra el tronco e inmediatamente comencé a sentirme mejor. Si no se estaba al sol directo el día estaba hermoso, e invitaba a relajarse y disfrutarlo acariciando el pasto suave y mullido. Volví a pensar en mi trabajo pero esta vez sin tanto fatalismo. Tampoco era tan terrible, tenía ahorros que podrían durar tiempo suficiente como para encontrar otro trabajo; incluso podría aprovechar para descansar y hacer algunas de todas esas cosas que siempre había pospuesto por no tener tiempo. Tuve la idea de listarlas todas para empezar a planificar, sin embargo una brisa veraniega vino y se llevó entre caricias mis maquinaciones. Dejé de pensar, inspiré profundamente, di un apacible suspiro, me relajé por completo y sonreí.
Sentí que podría quedarme allí por siempre, bajo la copa de aquel hospitalario jacarandá, al resguardo de esa dulce, refrescante y tranquilizadora sombra.
Ante semejante escena, la sombra me miró con suspicacia, me gritó «¡Ah pero sos la gata Flora, vos!» y se fue indignada.
Cuánta razón.
Autor Javier Banchii