La expedición debía iniciarse en octubre, eso estaba claro. Si bien quienes conocían la zona sabían que ese era la peor época para aventurarse por las áridas y escarpadas montañas, demasiado calurosas durante el día, demasiado frías por las noches, a los que financiaban la empresa se les había acabado la paciencia y habían decidido que, o se terminaba la etapa de planificación y se daba inicio a la travesía, o se retiraban del proyecto.
Esta premura por comenzar el viaje en tan impropio momento, había dado trabajo extra a Juan Aravez (líder de la expedición); no muchos expedicionarios podrían ser convencidos de aceptar semejante encargo, aún con la alta paga ofrecida, y los que ya se le habían unido, abandonaron el proyecto al conocerse que Juan había aceptado intentar cruzar las montañas en aquel momento del año. Aún así, el resuelto explorador logró reunir un grupo apto para el desafío antes de la fecha pactada. Tal vez no fueran todo lo aptos que él hubiese querido (en algunos casos no había tenido tiempo siquiera de corroborar la aptitud que los hombres decían tener), pero Juan se había estado preparando durante demasiado tiempo como para renunciar ahora; él seguramente podría suplir cualquier falta en la competencia de aquellos hombres.
Finalmente la cuadrilla quedó conformada por seis hombre. Estaba el líder, Juan Aravez, famoso y muy respetado expedicionario, hombre de coraje y pocas palabras. Antonio Lucas, un hombretón macizo que recorría asiduamente el paso norte de las montañas para llevar encomiendas de un extremo a otro. Charles Turnic, extranjero de grises cabellos que decía haber pasado más de treinta y seis días en soledad por aquellos montes, con sólo sus manos y su pericia para enfrentar a los elementos y al hambre. Juan Negri, un médico de la zona que disfrutaba del montañismo en sus tiempos libres. Natalio Gómez, un joven que Juan Aravez se había cruzado en una plaza un jueves por la tarde. Y, por último, Ernesto Aravez, meteorólogo primo de Juan que había venido de la capital a pedido de éste para unirse a la expedición.
El grupo se internó en los montes, tal cual fuera prometido, el primer día de octubre. La primer jornada de marcha fue tranquila y levantó los ánimos de la tropa, que había iniciado la marcha con fuertes dudas sobre que les depararía. Con una temperatura agradable, y avanzando por sendas consolidadas, pudieron dedicarse a admirar los bellos marrones, rojizos y dorados que decoraban las laderas a su alrededor. Por la noche, Turnic hizo gala de muchas anécdotas en recónditos parajes de rincones desconocidos del globo. Todos en el grupo reían y exclamaban con las ocurrentes (y no siempre fáciles de creer) historias del extranjero. Todos menos uno; Aravez sabía que aquella placidez era poco más que una ilusión, las montañas odiaban ser molestadas en primavera y pronto se lo harían saber a los viajeros.
El lugar siempre había tenido fama de traicionero, y cerca del anochecer del tercer día les hizo saber a los hombres de la expedición por qué. El día había sido bastante parecido a los anteriores, algo más caluroso y por un terreno más irregular, pero de todas maneras bastante placentero. Mas entrada la tarde el cielo, hasta allí completamente despejado, se cubrió en escasos minutos de oscuras nubes, y arrojó un violento aguacero (que poco coincidía con el árido paisaje) sobre Aravez y sus hombres. Afortunadamente el versado explorador intuyó lo que las nubes le traían y, al verlas, ordenó a sus hombres montar campamento; por lo que la tormenta no los encontró completamente desprevenidos. Tampoco, sin embargo, lograron preparar el refugio con toda la rapidez y calidad necesaria, ninguno de ellos se había preparado para levantar un campamento capaz de hacer frente a una feroz tormenta en tan poco tiempo.
Para peor el agua siguió cayendo fría junto con ensordecedores truenos durante toda la noche. Al salir el sol, en un cielo diáfano que no mostraba ni rastros del temporal de la noche anterior, los hombres emergieron de sus tiendas completamente empapados y exhaustos de la noche sin descanso. Aravez dio órdenes al instante de que inspeccionaran las provisiones para asegurarse de que el agua no las hubiese arruinado. Al iniciar la pesquisa, lo primero que notaron los exploradores fue que ya no era seis, sino cinco. Ernesto Aravez, el que había fallado en predecir el tortuoso temporal, había desaparecido durante la noche. Luego notaron que, junto con él, había desaparecido parte de las provisiones.
―El muy maldito se llevó comida como para seis o siete días ―bramó Gómez tras terminar el inventario―, apretando la marcha seguro llegará al poblado en menos de dos, ¿para qué llevarse tantas provisiones? ¡Maldito miserable! Algún día volveré a encontrarlo y le partiré todos los dientes.
―Calma ―dijo Aravez sin levantar la voz pero con firmeza―, ya no hay nada que hacer al respecto. Ernesto es mi primo, una vez que hayamos vuelto sabré donde encontrarlo. Podremos ir todos juntos a pedirle explicaciones. Ahora aprovechemos que el sol está fuerte para secar las cosas y poder ponernos en marcha. Negri, usted encárguese del desayuno mientras los demás levantamos el campamento.
―¿Pensamos continuar el viaje así como estamos? ―se sorprendió Turnic― Tu primo se llevó muchas provisiones, y no sólo comida. Estas montañas son muy difíciles. Me parece mejor volver al poblado y reponer todo lo que el muy miserable se llevó. Si algo quedó claro anoche es que estos montes merecen respeto. Si nos apuramos sólo nos tomará, como mucho, cuatro día en ir y volver.
―Incluyendo los días que llevamos de marcha eso nos atrasará más de una semana ―explicó el líder― saben bien que en esta expedición el tiempo nos juega en contra. Y que nuestros contratos tienen una fecha límite para cumplirlos y recibir nuestra paga por ellos. No tenemos tiempo de volver.
Al ver que miradas de incertidumbre y reprobación se extendían por el grupo, Aravez decidió extinguirlas allí mismo y les ladró a sus hombres que se pusieran a trabajar de inmediato.
El sol brillaba con tanta fuerza que cuando la cuadrilla se puso en camino (recién terminado el desayuno) la ropa y el equipaje ya estaban casi completamente secos. Y así también hizo pronto sentir su furia a los expedicionarios el astro. Cerca del mediodía el calor era agobiante y las quejas de los hombres comenzaron a hacerse sentir cada vez con más fuerza.
―¡A callar, maldita sea! ¿Qué clase de montañistas son ustedes? ¿Tan fácilmente quieren rendirse? Marchen como hombres y dejen de quejarse como señoritas ―los espoleó el cabecilla.
Por fortuna no volvió a llover y, si bien el calor de los días partía las piedras, y las noches eran heladas, el grupo recuperó gran parte de sus ánimos y volvieron a pasarse las horas de caminata intercambiando ideas de qué hacer con la paga que recibirían al fin de la travesía, y las noches escuchando las infinitas historias de Turnic. Cada tanto surgían reclamos al jefe o riñas entre los expedicionarios, pero el hombre que lideraba la marcha ya había logrado instaurar su autoridad y les ponía fin con unos pocos gritos.
Todo cambio para peor una fría y ventosa noche sin luna. Debido a las bajas temperaturas nocturnas, los hombres no extinguían la fogata antes de irse a dormir, cosa que hasta allí no había traído problemas. Pero aquella noche el viento llevó las llamas hasta la tienda de Aravez, que en un abrir y cerrar de ojos fue envuelta por el fuego. Cuando el incendio alcanzó la bolsa de dormir del expedicionario, le quemó los pies. El hombre, despertado por el dolor, tardó unos instantes en salir de la bolsa (más tiempo del necesario para evitar quemaduras) y luego analizó la situación; el fuego había comenzado por la salida de la tienda y él estaba atrapado dentro.
Gritó desesperado para que sus compañeros vinieran a socorrerlo, pero las llamas avanzaban tan rápido que ellos nada podrían hacer y él lo sabía. En un momento de lucidez recordó su navaja y la usó para cortar la tela trasera de la tienda y escapar del fuego. Había logrado salvarse.
Fuera de la tienda, parte del grupo (algunos recién estaban despertando) miraba la voracidad de las flamas sin saber qué hacer. Al ver salir a Aravez por la parte trasera, todo lo miraron esperando ordenes.
―¡Apaguen la tienda, con un demonio! ―les gritó él― ¡Las raciones están adentro! ¡Si no las salvamos estamos muertos!
Desesperados ahora, los cinco se lanzaron a la tarea de intentar extinguir el incendio. Ninguno se atrevió a usar el agua que llevaban (tanto o más preciada que los alimentos) y se las ingeniaron para lanzar al fuego piedras, tierra, arcilla y cualquier otra cosa que tuviesen a la mano que lo pudiese contener. Algunos, los más corajudos, envolvieron sus brazos trapos húmedos y arrancaron directamente los bultos de entre las llamas.
A la mañana siguiente la tienda era poco más que brasas, y los paupérrimos restos de los alimentos del grupo estaban siendo catalogados por Turnic y Gómez, mientras Negri atendía las quemaduras de los demás. Todos tenían muy en claro qué era lo que querían hacer, y mucho más en claro qué era lo que no querían hacer. Pero nadie, ni siquiera Aravez, sabía muy bien cómo hacerlo.
―¿Acaso te has vuelto loco? ―increpó el extranjero al jefe del grupo― ¿Apenas no queda comida y tú quiere que sigamos adelante? La montaña nos ha vencido, eso está más que claro. Dios santo, mírate las piernas ¿Acaso quieres matarnos a todos?
―La montaña no nos ha vencido, hemos sido nosotros quienes decidimos, como idiotas, dejar la fogata encendida, lo que ha pasado ha sido culpa nuestra ―respondió Aravez tratando de que no se le notara el dolor de las quemaduras―. De todas maneras ya estamos casi a mitad de camino. Volver o continuar es más o menos lo mismo. Pero si continuamos todavía podemos tener recompensa por todas nuestras penurias. Si damos la vuelta no cambiará lo que ha ocurrido y no obtendremos nada a cambio.
Turnic, Gómez y Negri miraron a Lucas buscando confirmación.
―Es cierto que estamos casi a mitad de camino ―opinó éste―. Y ya hemos realizado todo el asenso, de ahora en más debería ser algo más fácil.
Lucas estaba equivocado. Era cierto que ya habían alcanzado la altura máxima de la montaña, pero desde allí el terreno se volvía aún más irregular, con abruptos asensos y descensos que sólo podían ser salvados trepando con cuerdas y con extremo cuidado. Para peor los pies de Aravez estaban muy lastimados y, aunque el escalador era duro como la piedra y recio como la marea, sólo podía avanzar algunas horas por sí sólo y los otros tenían que turnarse para ayudarlo. El hombre todavía mantenía su autoridad (así de férrea era) pero cada vez le era más difícil contener las quejas de sus hombres, que comenzaban a culparlo por el desastre. Él había planificado la expedición; él había decidido seguir después de que su primo se llevase parte de las provisiones; era su tienda la que se había incendiado; y era él quien había decidido guardar todas las raciones en un mismo lugar. Ninguno de esos hechos se les escapaba a los cuatro hombres que no necesitaban ayuda para avanzar por la montaña, y que podrían hacerlo más rápidamente si no tuviesen que ayudarlo.
En cierto momento llegaron a un gran quiebre en la ladera del monte, demasiado extenso como para franquearlo. Las opciones eran descender por un extremo y ascender por el otro, o construir un puente de sogas para cruzarlo. Todos sabían que cruzar sería mucho más riesgoso, pero el alimento ya comenzaba a escasear y las míticas habilidades de Turnic para obtener sustento de la naturaleza no habían rendido ningún fruto hasta allí. Bajar y subir tomaría demasiado tiempo; no tenían alternativa.
Lo más peligroso era, por supuesto, ser el primero en cruzar. Para poder armar el puente hacía falta alguien del otro lado que lo apuntalase apropiadamente. Esto implicaba lanzar primero una cuerda con una garra en el extremo que se enganchase en las imperfecciones del terreno, fijar el otro extremo lo mejor posible a la ladera desde donde se quería cruzar, rogarle a los cielos que la garra hubiese quedado bien firme allí donde hubiese aterrizado y encomendarse a la buena suerte. Cuando Aravez dijo que sería él quien cruzaría nadie se opuso.
Afirmada la cuerda entre los dos extremos del precipicio (y habiendo tirado el grupo entero de ella para asegurarse que la garra estuviese bien agarrada), Juan Aravez se agarró con fuerza, entrecruzó por arriba de la soga las piernas, y comenzó el cruce. Cerca de la mitad sintió como la cuerda se aflojaba de golpe. Miró desesperado hacia adelante pero ese extremo permanecía firmemente sujeto. Miró entonces detrás y vio que la punta que él y sus hombres había clavado en la pendiente comenzaba a ceder. Miró luego a sus compañeros y vio rostros de sorpresa. Los rostros de sorpresa de hombres que no sabían, ni sabrían que hacer.
La soga finalmente se soltó y el cuerpo del hombre (todavía sujetando con fiereza la cuerda) describió un movimiento pendular que lo estrelló violentamente contra la ladera. Luego cayó por el precipicio y hacía su muerte.
Sus cuatro compañeros quedaron petrificados mirando la escena largos minutos antes de que alguno se atreviese a hablar.
―¡Dios santo! ¡No puedo creerlo! ¿Y ahora que vamos a hacer? ―casi lloró Gómez.
―Lo que debimos hacer desde un principio ―respondió Negri, no menos conmocionado―, dar la vuelta y volver a casa. Esto es una locura. Tenemos que volver.
―Sí, sí ―gimió Gómez―, volvamos.
―Tranquilícense ―Habló Turnic―. Ahora más que nunca tenemos que mantener la calma. Ya no hay vuelta atrás, hemos avanzado demasiado. La única salvación es seguir avanzando.
―Ya no estoy tan seguro de que estemos a mitad de camino ―acotó Lucas―. Tal vez geográficamente sí, pero si el terreno sigue tan complicado tardaremos más en llegar a otro lado que en volver.
―Eso nos hubiera servido antes ―retomó la palabra el extranjero―. Ahora ya dejamos la mitad del camino atrás, y lo que sabemos de esa mitad es que no hay nada para comer allí. Hacia adelante no sabemos, puede que haya algo.
―¿Qué vamos a hacer con Aravez? ―preguntó ahora Negri.
―Nada que hacer ―respondió Lucas―. Ya está muerto.
―No ―irrumpió Turnic―. Vamos a bajar a buscar el cuerpo.
―¿Estás loco? ―gimió Gómez― Está muerto. Yo no pienso arrastrar el cadáver por estás malditas montañas.
―Yo tampoco ―habló pausadamente Turnic―. Pero tengo hambre y tú también.
Autor Javier Banchii
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