―Entonces, ¿estoy muerto?
―Así es. Te atropelló un camión.
Tuve que aceptar la realidad, la evidencia no daba lugar a la duda; mi vida se había terminado.
―Si te hace sentir mejor, el camionero está bien.
A decir verdad, no, la buena fortuna de mi verdugo no me levantó el ánimo. Casi ni podía pensar en el camionero, o en su camión; o en ningún otro camión. Sólo pensaba en todas las cosas que acaba de perder y que tanto iba a extrañar (aun si muchas, muchas que digamos, no se me ocurrían). Mi interlocutor, por su parte, no agregó más nada, se quedó ahí en silencio, esperándome que yo procese lo mío.
―¿Y vos quién sos? ―le pregunté al darme cuenta que no recordaba haber iniciado aquella conversación, con aquel hombre rubio y pálido de semblante desabrido y lentas palabras.
―Me llamo Carlos, estoy muerto como vos. Un gusto.
―¿Eso quiere decir que somos fantasmas? ―continué mi interrogatorio― Sí, sí, un gusto, perdón ―agregué recordando mis modales.
―Y sí ―me respondió―. No sé si habrá alguna otra cosa que podamos ser.
―Entonces, ¿el cielo y el infierno no existen?
―No, no, ¿cómo que no existen? ―llevó la cabeza para atrás con el ceño fruncido― Por supuesto que existen. Y el purgatorio también, eh, no te lo olvidés.
Sentí como la ansiedad me estrujaba el pecho antes de mi siguiente pregunta.
―Pero, ¿eso qué quiere decir? ¿Que no voy a ir al cielo? ¿Por qué estoy acá y no allá? ¿O es que eso viene después?
―No, no ―contestó mostrándome la palma de sus manos―. El cielo es para la gente buena.
Ahí estaba, toda una vida preguntándome si era buena gente. Y ahora, ya sin vida para preguntarme, la respuesta llegaba tan dolorosa como insulsa.
―Ósea que voy a ir al infierno.
―¡No, no; no, eh! ―me respondió casi excitado, tratando de calmarme. Hasta me dio una palmadita (que no sentí) en el hombro―. No, no, el infierno es para la gente mala.
―¿Purgatorio entonces?
―Y no, tampoco. El purgatorio es para los que no son ni tan buenos, ni tan malos. Nosotros somos fantasmas, nos quedamos acá.
―Y pero, si no somos buenos, ni somos malos, ni somos ni tan buenos ni tan malos ¿Qué somos?
―Y, eso ―se encogió de hombros varias veces antes y después de agregar:―. Ni buenos. Ni malos. Ni tan buenos. Ni tan malos. Eso. Nada. Aburridos somos.
―Ahh. Bueno.
***
Tras la dolorosa y monótona revelación, dediqué varias horas (o por lo menos lo que parecieron horas) a caminar sin rumbo tratando de repasar y reflexionar sobre la vida que se me acababa de terminar. Era difícil de negar; había sido bastante poco memorable; ni feliz, ni maravillosa, ni difícil ni dolorosa. Larga, sí, pero no mucho más que eso.
Finalmente me detuve y me senté en una plaza a la sombra de un arce. Noté entonces que Carlos estaba allí, parado cerca mío mirando la copa del árbol.
―¿Me estás siguiendo? ―le pregunté sin saber por qué habría de molestarme que lo hiciera.
―No ―sacudió la cabeza.
―Ahh, entonces, ¿estuve caminado en círculos?
―No.
―Ahh.
Pasó algo más de tiempo (¿minutos, horas, días?) y finalmente dejé de pensar en el pasado y en mi vida. Empecé entonces a pensar en el futuro y en mi muerte. Carlos seguía allí, todavía mirando las verdes hojas de arce.
―Entonces ―dije haciendo una pausa para que se notara que estaba intentando captar su atención― ¿qué se supone que haga ahora? Digo ¿a qué le dedican sus «días» los fantasmas?
―Buenos, eso depende un poco del fantasma ―respondió él lentamente (un poco ido, diría yo)―. Siendo que no podemos tocar nada tampoco es que haya tanto que podamos hacer. Yo por lo general miro cosas, más que nada tele. Tengo identificados un par de vivos que eligen bastante bien qué canal mirar y me les siento al lado a mirar lo que miran. A veces se van y apagan la televisión antes de que termine lo que estoy mirando; pero bueno, a veces se gana, a veces se pierde.
―¿Eso todo lo que hacés?
―Y sí ¿qué más hay para hacer?
―¿Y yo que sé? Por lo menos juntarte con otros fantasmas. Para charlar. Qué sé yo.
―Ahh, sí, sí ―me respondió mirando al suelo y sacudiendo la cabeza―, hago eso, hago eso. De vez en cuando; cada tanto; si es que puedo. Lo que pasa es que ―hizo una pequeña pausa para encogerse de hombros―, por algo son fantasmas ¿viste?
―Entiendo.
***
―¿Y qué si hacemos algo para no tener que ser más fantasmas? ―casi exclamé, entusiasmándome con mi propia idea.
―¿Algo como qué? ―me repreguntó Carlos, tan útil como siempre.
―Algo bueno, por ejemplo. Algo tan bueno que nos ganemos el cielo.
―Mmmm. Bueno. Emmmm. Sí. No. Esteee. Mmmm. El tema es que estamos muerto ¿viste? «Bueno» y «Malo» medio que no aplican. Eso son cosas de vivos. Y los vivos no nos ven, ni nos escuchan, ni nos sienten ¿Qué cosa buena podríamos hacerles?
―Bueno, bueno, está bien. Cosas buenas o malas no. Pero ¿qué te parece cosas «interesantes»? Nuestro problema es que somos aburridos ¿no? Si hacemos suficientes cosas interesantes tal vez dejemos de serlo y nos ganemos el ser juzgados.
―¿Interesantes como qué?
Suspiré ante la pregunta, tratando de decidir si necesitaba a Carlos para algo. Después me di cuenta de que a mí tampoco se me ocurría nada y me quedé un largo rato pensando.
―Podríamos viajar ―propuse al fin― podríamos visitar todos los países del mundo.
―Mmmm. No podemos tocar las cosas. Si nos subimos a un auto o a un avión, cuando arrancan nos quedamos ahí parados. Como si nada.
―¡Podemos caminar! Tenemos toda la eternidad para hacerlo.
―Pasarse la eternidad caminando. Eso sí que suena interesante ―el tono del comentario fue bastante neutro. Me di cuenta de que Carlos intentaba ser sarcástico, pero parecía haber olvidado cómo.
―Está bien, está bien ¿Qué te parece aprender algo? Con la eternidad a nuestro alcance, podríamos aprender todos los idiomas del mundo, por ejemplo.
―Sí, es verdad, podríamos. Pero yo ya me sé varios ¿sabés? Y después del octavo o el noveno son todos más o menos lo mismo. De todas maneras, la idea de los idiomas es poder hablar con la gente, y nosotros sólo podemos habar con otros fantasmas. Y, bueno, vos sabés ―me levantó las cejas.
―Sí, es cierto ¿Leer?
―No podemos dar vuelta la página.
―¿Qué tal el cine? Podríamos ir a festivales de cine y vernos de todo.
―¿Fuiste alguna vez a un festival de cine? A menos que hayas actuado o dirigido algo, ocho de cada diez películas son un bodrio. De todas maneras, películas mira todo el mundo ¿Cuantas tendríamos que mirar para resultar realmente interesantes? Tal vez podríamos, asumiendo que quienes están encargados de juzgarnos sean tan pretenciosos como podría esperarse, ir a ver cien mil obras de teatro. Pero ahí nos complica otra vez el tema de la caminata.
Me pasé un tiempo más explorando alternativas con Carlos. Mencionamos la lucha y el sexo (ambas inviables por obvias razones); la filosofía y el descubrimiento científico (harto difíciles si se consideraban las bases de nuestra fantasmalidad); la exploración externa e interna (en esto coincidí con Carlos en que no valían la pena); y otras tantas (que no merecen mención). Después caímos los dos en silencio.
Sin poder decidir qué hace, volví a lo mío, a deambular sin rumbo fijo. «Caminando» por la que alguna vez fuera mi ciudad, sin otra cosa que hacer que ojear y contemplar sus calles y sus edificios.
Debo haber caminado por días, sino años. Hasta que en cierto momento, en una esquina cualquiera, indigna de ser recordada, algo se sacudió en mi interior. Al principio fue una sensación indefinida y nebulosa, mas luego fue tomando forma. Fue un chasquido, una chispa, un fuego; la flama de la indignación (¿»flema de la indignación»?). Sí, eso era, indignación; furiosa indignación.
¿Qué razón había para quedarme allí haciendo nada, obedeciendo la voluntad de quien sabe quien, sólo porque algún otro decía que mi vida había sido aburrida?
―¡Carlos! ―grité montando en cólera.
―¿Qué?
―¡Ya está! ¡Se terminó! ¡Vamos a entrar al cielo!
―¿Ahh, sí? Buenísimo ¿Cómo?
―A las patadas.
***
Sí. Eso íbamos a hacer: tomar el cielo por la fuerza. Interesantísimo ¿no? ¿Qué te parece? Malditos miserables ¿Quién era el aburrido ahora? La ira me consumía ¿Cómo se atrevían a dejarnos afuera? ¿A negarnos la entrada? ¿quiénes eran ellos para decir si vivimos la vida bien o no? ¿Quiénes eran ellos para juzgarnos de esa manera? ¡Peor! ¡Para no juzgarnos! ¡Por Dios!
Y, más que nada: ¡¿quién carajo eran ellos?!
No fue fácil convencer a Carlos, la empresa le resultaba harto trabajosa. Argumentaba una y otra vez que, si eso se pudiese hacer, ya lo habrían hecho otros antes, y que era de locos pensar que un montón de «fantasmuchos» como nosotros pudiesen romper los designios divinos. Sin embargo logré que acepte (no se le ocurría otra cosa que hacer) y comenzamos a reclutar más espectros para la batalla. Carlos argumentó que la palabra estaba mal usada porque «espectro» es «algo» de la luz y nosotros somos invisibles, pero hace tiempo ya que trataba de no prestarle demasiada atención a Carlos. Tras varios días (¿años, décadas?) estábamos listos para la incursión. Listos para luchar por lo nuestro.
Al llegar a las puertas del cielo San Pedro nos recibió con una extensa mirada de incredulidad.
―Hola ―nos dijo.
―Hola. Hemos venido aquí para entrar al cielo. Si es necesario, lo haremos por la fuerza. No se quienes se creen ustedes que son como para decidir que nuestras vidas no han tenido valor, qué merecemos y qué no ¡Hemos vivido como hemos querido! ¡Es nuestro derecho! Les guste o no, ¡somos libres! Ahora, más te vale dejarnos pasar. De una u otra manera vamos a entrar, si hace falta vamos a derribar estas puertas ¡Dejame entrar, te digo!
―¿Sólo vos o todos ellos también?
―¡Todos!
―Bueno, no hay problema, pasen.
El gran grupo de fantasmas a mis espaldas comenzó a ingresar ordenadamente al paraíso, mientras yo miraba con el ceño un tanto fruncido al guardián del portal. Después de algunos segundos no pude hacer más que decir «gracias» y entrar yo también.
―De nada ―me respondió.
Adentro las cosas no eran exactamente lo que me esperaba. Había muchas nubes, muy muy blancas, y alguna que otra fuente donde la mismísima luz caía en dulce cascada; el cielo todo a nuestro alrededor era del más puro azul y el aire, completamente inodoro, era refrescante y vigorizante. En él se percibía, grave y tenue, una dulce melodía que no podía ser otra cosa que el canto de los ángeles. Más allá de eso, no parecía que hubiese mucho más o demasiado que hacer. Los muertos celestiales estaban por todos lados, recostados o sentados sin ningún orden particular haciendo nada. Cerraban los ojos para inhalar el aire divino y de vez en cuando sacudían sus cabezas al son del canto angelical. La única otra cosa que hacían era suspirar.
―No parecen muy felices que digamos ―le comenté a San Pedro que estaba a mi derecha mirándose las manos.
―No, no ―se apuró a responder―. Están felices, están felices. Solo que, bueno, no hay mucho que hacer ¿vieron? Más allá de hablarse unos a otros por toda la eternidad; y bueno, ustedes saben.
Miré a Carlos con incredulidad en mi rostro. Él no pudo hacer más que encogerse de hombros en un celestial «y sí ¿Qué esperabas?».
Luego, sin que se nos ocurriese que más hacer, buscamos una nube medianamente cómoda y nos dispusimos a sentarnos en ella por el resto de la eternidad.
―La vida es una mierda ―dije tras acomodarme en mi nube.
―Así es ―respondió Carlos desde la suya.
―Y en la muerte no pasa nada.
―Así parece. Supongo que por eso Dios nos manda tantas inundaciones, guerras y calamidades. Debe estar aburrido.
Tras otro lapso indeterminado de tiempo en silencio, contemplado el paraíso y escuchando el canto de los ángeles, en un indistinto momento, Carlos me dijo:
―La verdad que no está tan mal ¿no? Digo, mucho no pasa pero es lindo, tranquilo, relajado.
―Sí, la verdad que sí. Muy lindo. Muy relajado.
―Bueno, y ahora que ya nos ganamos el cielo, ¿qué tenés ganas de hacer? ―me preguntó.
―¿Y qué más nos queda? Démonos una vuelta por el infierno.
―¿Podré ir con ustedes? ―me preguntó San Pedro por lo bajo.
Autor Javier Banchii