Al café llegué por una escalera bastante empinada que daba a la calle, del otro lado de una puerta de madera. Era un primer piso con pintorescos balcones y bastante espacioso, en buena parte, por tener únicamente mesas para dos. En realidad, el cartel de la puerta decía «Casa de té», pero yo sabía perfectamente que eso en Buenos Aires no existía. Buenos Aires es tierra de cortados, no de hebras.
Me senté sin pensar demasiado en dónde y esperé que la moza viniese a atenderme. Era una chica joven, aunque no tanto, y tenía cara de buena, aunque no mucho. Me saludó cordialmente y me ofreció la carta.
―No hace falta, gracias ―le dije, devolviendo la sonrisa―. Un café doble con crema y tres medialunas, por favor.
―No, perdón ―me respondió bajando la mirada―, no nos quedan más medialunas.
El asunto pareció darle algo de vergüenza, lo que no era para menos. La idea de que no tuvieran medialunas me pareció absolutamente inverosímil, casi irreal. Tanto que no pude evitar entrecerrar los ojos y ladear un poco la cabeza.
―¿En serio?
―Sí, disculpe.
―Bueno, está bien, no es nada terrible ―respondí cuando mis modales lograron darle alcance a mi asombro―. Entonces una porción de Selva Negra, por favor.
Sí, sí, lo sé, un cambio algo irracional. Pero bueno, tenía mis razones, y a ella no pareció molestarle. Se fue enseguida a encargar mi pedido.
No estaba sólo en aquel local, había algunas otras mesas ocupadas. Era esa hora ambigua de la mañana donde no se puede estar completamente seguro si la gente desayuna tarde o almuerza temprano. Entre las mesas más cercanas, a mi izquierda, había una pareja que llevaba tiempo juntos. No es que yo tuviera forma de saberlo, pero se les notaba. Desde donde fingía leer mi diario, se podía escuchar con bastante claridad lo que decían.
―No, eso lo dijiste vos. Yo dije que podía ser, que había que hablarlo ―exageró su tono de voz la mujer.
―Eso no es cierto, no empecemos con estas vueltas ―respondió él, exagerando su frustración― Los dos estuvimos de acuerdo, por algo dijimos de ya empezar a averiguar.
Con eso me alcanzó y me sobró para decidir que mejor el diario.
Sin mirarla directamente, por el rabillo del ojo, pude ver que la mesera miraba alternadamente hacia mí y hacia la pareja, indecisa por algo.
―Dijimos de empezar a averiguar para ir ganando tiempo por si acaso ―traté, en efecto, de volver a mi lectura, pero ellos subieron el tono de voz y no pude―. Siempre igual vos; siempre querés tomar la decisión por ambos.
―¿Yo quiero tomar la decisión por ambos? ¿Me estás cargando? Nunca me dejás tomar ninguna decisión. No me das ni cabida.
La pelea comenzaba a irritarme, y quise mandarlos a callar (aunque por supuesto, no lo hice). Para colmo, la moza se acercó finalmente para decirme lo inevitable: no había Selva Negra. Dada la situación, y lo indefenso de mi triste diario, le pedí que me traiga un tostado; pedido que le provocó una sonrisa y promesas de volver enseguida. Evidentemente, esta vez había acertado.
―No, no, no. Así, no. Tenés que enderezar tu vida. Si realmente sos una buena persona tenés que actuar como tal.
Detrás mío, en la mesa de la esquina, transcurría otra discusión. Yo no podía ver a los participantes porque estaban a mis espaldas, pero los había observado ya al llegar. Un oficial de policía charlando con un malandra (uso la palabra «malandra» porque es lo suficientemente peculiar como para no ofender a nadie). Cono dije, no los podía ver, por lo que me costó saber quién decía qué; mas, escuchando un poco, pude identificar quién era quién.
―Yo soy una buena persona ―respondió el facineroso―. Me levanto todos los días y salgo a ganarme el pan de mi familia. De la única manera que me queda. De la única manera que puedo. Si estuvieras en mi lugar harías lo mismo. Pero tenés alternativa, y por eso te es tan fácil decir que yo soy malo.
―Deja de decir pavadas, ¿querés? ―se ofendió el representante de la ley― No es cuestión de lo que yo diga. A la sociedad le parece mal y, por ende, está mal. No es cuestión de opinión.
―Ya decidieron qué van a pedir chicos ―a mi izquierda, la mesera acababa de interrumpir a la pareja. Cosa que agradecí para mis adentros ya que, por el volumen ascendente de sus voces, me dificultaban cada vez más escucharlos al malandra y al policía.
―Al final no sé si pedirme el tostado ―le dijo ella a él para responderle a ella―, es un poco mucho ¿Querés la mitad?
―Bueno dale ―respondió él tras unos segundos de vacilación interior―. Traenos dos lagrimas y un tostado, por favor.
Mientras todos esperábamos nuestros desayunos (el policia y el malandra habían pedido tantas cosas que no podría ni listarlas), se escuchó la campanilla de la puerta, anunciando la llegada de dos nuevos comensales: un perro y un aguará guazú. Me pareció algo raro ver ese canido litoraleño en Buenos Aires, mas asumí que debía estar de visita y no le di mayor importancia al tema. Se sentaron en la mesa frente a la mía y continuaron con la discusión que evidentemente traían de la calle.
―¿Ves? ―dijo el perro― ¿Vos podés hacer esto cuando quieras? Yo, sólo si me dejan salir.
―¿»Cuando quiera»? ―repitió en tono burlón el aguará guazú― Cuando no esté ocupado viendo cómo sobrevivir, querrás decir.
―No seas tan melodramático. Ya aprendiste a sobrevivir hace rato. El tema es que sos vos quien decide cómo hacerlo. No sólo sobrevivís; vivís. Y tu vida es tuya.
―Vos ni tenés que preocuparte. Sabés qué y cuándo vas a comer, y dónde y cuándo vas a dormir. La razón por la que te preocupás tanto de qué te dejan hacer es que no tenés que preocuparte de si vas a poder hacerlo. No entendés lo que te costaría eso que crees que querés. En la naturaleza, te morirías de hambre.
―Vos no entendés ―devolvió gentilezas el perro―. No entendés todo lo que tendrías que sacrificar por eso que crees que necesitás. En la ciudad, te moririas de tristeza.
Quise seguir escuchando lo que decían pero, por alguna razón, me resultó un tanto angustiante. Trate de volver a mi diario, pero las palabras en él se me nublaban. Miré entonces por la ventana pero no había nada que mirar, más que una día nublado y gris. Finalmente me recliné un poco para tratar de volver a la discusión a mis espaldas (que continuaba a todo vapor).
―Yo no lastimo a nadie.
―Yo tampoco, ¿y?
Había algo raro en estas voces, algo que hacía que me dieran muchas ganas de darme vuelta y mirar a la cara los dos que hablaban. Pero, dado el miedo que me daban (ambos dos), seguí escuchando sin hacerlo.
―Está bien, es cierto que hago cosas malas. Pero a mí la gente me quiere, por algo debe ser ¿no? Saben que si me necesitan los voy a ayudar. En cambio vos, cuando se termina tu turno, colgás la gorra y te olvidás de todo. Que los demás se hagan cargo de sus propios problemas.
―Yo cumplo siempre con la ley y hago siempre mi trabajo que, como si fuera poco, es hacerla cumplir ―tronó la voz del policía―. A mí nadie me puede reprochar nada. Además, bastante caradura de tu parte decir semejante cosa, ¿no? A mí no me vengas con cuentos; la gente a la que le sacás lo que es de ellos muy «ayudada» que digamos no se debe sentir.
―Ayudo a los que lo necesitan ―se notó en la voz del malandra que le acaban de meter el dedo en la llaga―. Los que tienen de sobra se pueden ayudar ellos mismos.
―¡Dios mio! ―resopló de malestar el policía― Pedí la cuenta, ¿querés?
Así lo hicieron y, al rato, volvió la mesera con la cuenta, la dejó en la mesa y se fue a atender otra pareja que acaba de llegar. Apenas unos segundos más tarde, escuché que los dos a mis espaldas volvían a hablar.
―Bueno, ¿vamos?
―Dale, vamos.
Al ver como el policía y el malandra desaparecían por la escalera de entrada, la moza corrió hacia la mesa que acaban de dejar. Esta vez sí me di vuelta para ver lo que ocurría. En la mesa sólo había dos tazas y varios platos vacíos, un tostado a medio terminar y algunos papeles. Se habían ido sin pagar. La muchacha soltó un resoplado suspiro de hartazgo, limpio la mesa y siguió con su trabajo.
―¿Alguna vez tuviste que perseguir a tu comida con la panza pegada al lomo? ―escuché que ironizaba el aguará guazú.
―¿Alguna vez tuviste que pedir permiso para ir al baño?
En la otra mesa, la discusión de la pareja continuaba y continuaba. Aunque no por eso había logrado entender yo de qué discutían. Tanto así, que asumí que la pelea nunca acabaría. Ahora, ambos repasaba viejos problemas que sentían relevantes al actual; con muchos «igual que la vez que…» y «como cuando…». Tras un reproche algo mundano y, en apariencia, poco filoso, se hizo un silencio pesado. En el reflejo de la ventana pude ver que se miraban el uno al otro.
―A veces siento que no me querés.
―Lo sé, es porque no me entendés.
Antes de que algo más pasara llegó la moza con el pedido. Puso una taza en cada extremos de la mesa y un plato con cuatro tostados en el medio. Mecánicamente, cada uno se dedicó a azucarar su taza. Luego, él tomó un tostado y empujó el plato con el resto hacia ella.
―Es mucho esto ―remarcó la mujer―. No creo que me coma más de uno.
―No hay problema ―respondió el hombre―, yo estoy con bastante hambre.
―¿Hablaste con tu mamá al final?
―Sí, parece que no era nada. Igual, a la tarde voy a ir por si acaso.
―¿Querés que vayamos juntos? A la vuelta podemos parar a ver lo de los muebles ―propuso ella animada.
―Sí, dale ―respondió él con una sonrisa.
Desde allí la conversación continuó, pero con otro ritmo, tornándose más enérgica. Intenté seguirles el paso y no abandonarlos, pero tengo poco interés en mesas y sillas y pronto me di cuenta de que los había perdido. Ahora, siendo que mi tostado seguía sin llegar, sólo me quedaban el perro y el aguará guazú.
―Esta noche ―gruño el canino doméstico―, cuando levante mi cabeza, voy a ver el techo que sostienen las cuatro paredes que me encierran. Si al mismo momento vos levantás la tuya, vas a ver miles de estrellas.
―Poco voy a andar levantando la cabeza, la mayor parte del tiempo la voy tener apuntando al suelo en busca de comida.
―Poco, pero vas a levantarla.
―No voy a disfrutar mucho de esas estrellas cuando llegue el invierno y no tenga tus paredes para cobijarme.
―Me estás mintiendo ―aseguró el perro con cierta desazón en su voz.
―Te estás mintiendo a vos mismo ―aseguró el aguará en respuesta.
Todas las conversaciones fueron entonces interrumpidas por un gruñido grave, sonoro y mal educado; mi panza se quejaba tristemente. Me sentí muy avergonzado y completamente fuera de lugar. Busqué con desesperación a la mesera, pero no había ni rastros de ella.
Nada que hacerle, decidí pararme e irme. Mejor probar suerte en otro lado que seguir allí esperando.
Al tope de las escaleras, a punto de dejar aquel café para nunca regresar, di una última mirada atrás. Los dos de la pareja estaban ahora sentados del mismo lado de la mesa en silencio, haciéndose caricias con los pies el uno al otro, y prestando atención a la discusión entre el perro y el aguará guazú, que continuaba y continuaría por siempre. A ellos, la moza todavía ni les había tomado el pedido.
Autor Javier Banchii