―Señor Juarez. Buenos días, ¿cómo está usted?
―Bien, gracias ―respondió el señor Juarez visiblemente intranquilo, alejando su silla del escritorio para que no se le notase.
―Supongo que habiendo venido tantas veces preferirá usted que vayamos directo al grano. Lamentablemente esta vez tampoco le puedo otorgar la entrada. Sepa disculparme.
―Pero, me casé ―se quejó sin demasiada convicción el hombre―, estuvimos juntos por casi cuarenta años. Criamos hijos felices y ellos nos dieron nietos felices.
―Señor Juarez, asumo que a estas alturas usted ya entiende la situación con claridad ―dijo el otro quitándose los anteojos y depositándolos cuidadosamente sobre la mesa―. Para poder ingresar al Nirvana usted debe lograr en sus vidas terrenales la comprensión de una serie de conceptos esenciales a la existencia.
―Sí, sí, lo sé ―rezongó el aplicante dejando caer su cabeza al pecho.
―Señor Juarez, le pido por favor que no me interrumpa ―se molestó el otro juntando frente a sí los dedos de sus manos con las palmas separadas―. Reconocemos que es admirable la velocidad con la que usted adquirió sabiduría en casi la totalidad de los requerimientos. Pero sólo puedo otorgarle ingreso cuando cumpla con todos ellos.
―Pero si le dediqué toda mi vida.
―Por favor señor Juarez. Usted aprendió dedicación y abnegación ―hizo una pausa mirando hacia arriba y volvió a juntar los dedos pero no las palmas antes de volver a hablar― ¿hace cuántas vidas, señor Juarez? Frente a la elección entre el amor y la seguridad, usted eligió la seguridad; y entendía muy bien que eso era lo que elegía. Sabia decisión en ciertos contextos, pero no a lo que le indicamos de dedicase esta vida. Lo siento mucho señor Juarez, deberá volver a la vida una vez más. Esperemos que ésta sea la última.
***
Julio Venedetto caminó hasta el escritorio. Llenó de convicción y bríos. Esta vez, se dijo a sí mismo, entraba seguro. Al sentarse a la mesa, al otro extremo, con una corbata impecablemente anudada, le dedicaban una expresión vacía e inescrutable. Julio Venedetto entendió inmediatamente lo que ocurría.
―No, no ―se lamentó elevando las palmas― Otra vez no. Escúcheme, lo di todo por amor, ¡todo! Mi tiempo, mis años, mis proyectos, mis deseos, hasta mi dinero. He muerto en la pobreza por amor ¿Cuánto más amor quieren de mi?
El hombre del escritorio se quitó los lentes, los depositó ordenadamente frente a sí y luego le dedicó una larga mirada a su interlocutor.
―¿Y dónde está ella, señor Venedetto? Su vida culminó hace casi dos años ¿Y dónde está? ―señaló en derredor primero con una mano y después con la otra.
―Seguramente que adentro. Esperándome.
―No, señor Venedetto. Ella está adentro, pero le aseguro que no lo está esperando.
―¿Y eso por qué me deja a mí afuera? Yo la amé, si ella no me amó a mí vaya a reclamárselo a ella. A mí déjeme entrar.
―Señor Venedetto ―sacudió ligeramente su cabeza el hombre del escritorio―. Para obtener ingreso al cielo, no basta simplemente con amar; usted debe aprender a amar. Si no se ha amado a sí mismo, ¿cómo puede ser que crea que sabe amar?
―¿Otra vez?
―Otra vez.
***
―¿Y qué se suponía que hiciera? ―cuestionó Laura Vasquez visiblemente molesta pero tratando de mantener la compostura― Me pasé la vida entera buscando el amor y nunca lo encontré. Caminé tres continentes distintos buscando quien amar y nunca lo encontré ¿Cómo se supone que aprenda a amar sin amor en mi vida? No se puede amar en soledad.
―¿»No se puede amar en soledad»? ¿Está usted muy segura que vivió una vida sin amor? ¿Tal vez no era cuestión de encontrar el amor, sino de dejar que el amor la encuentre a usted? ¿Tal vez se pasó la vida buscando lo que ya tenía?
Laura Vasquez se mantuvo en silencio, con los ojos fijos en los de su interlocutor, respirando largo y pausado para aplacar el torrente de emociones que ardían en su interior.
―Seis vidas atrás me dijiste que haber amado a mi familia no era suficiente ―tomó aire―, que debería haberme atrevido a buscar más, a buscar más allá, a salir allí a donde me daba miedo ir, en busca del amor pleno, del amor de quien no conoce otro amor ―apretó con fuerza los dientes.
No hubo respuesta. Sólo una mirada silenciosa e inerte. Ella se levantó en silencio respirando largo y pausado, el aire entrecortándose en las asperezas de su garganta, y se retiró del lugar.
***
Volvió a no saber elegir. Oyó los consejos externos pero le reprocharon no oír los internos. Escuchó las advertencias y no a su corazón; escuchó a su corazón y no las advertencias. Luchó de más; luchó de menos. No vio lo que debía; no supo que los ojos engañan.
***
―Está vez no tienes nada para decirme. Está vez me dejarás pasar. Amé a la persona más maravillosa. Amé con todo mi ser. Experimenté más felicidad en un instante a su lado que en los mil años que viví antes de saber que existía. Y luché cada día por su felicidad. Nunca nos separamos y nunca nos traicionamos. Tuve todo lo que puede desear y mucho más que ni siquiera sabía que podía tener. Nada que haya vivido se compara con el amor que sentí.
―Pero no amó como su pareja necesitaba que le amen ¿verdad? ¿Le dio lo que necesitaba para ser feliz o le dio aquello en lo encontraba felicidad usted?
―¿Cómo te atreves a decir semejante cosa? ―desbordó de ira― Murió feliz de haber estado a mi lado. Jamás se arrepintió de haberme elegido. Me lo dio absolutamente todo sin jamás dudar que hacia lo correcto. Fuimos plenamente felices juntos; nos amamos de la manera que se debe amar.
―Por favor. Te amó como se debe amar pues sabía amar, pues sabía que sólo existe una formar de amar. Pero te equivocas, sí dudó al dártelo todo, se cuestionó si tal vez podía darte aún más, se cuestionó si merecías más de lo que te podía ofrecer y así, se cuestionó si te amaba en realidad. Dime, pues ¿dónde están tus dudas?
―No sabes nada. Sólo sabes juzgar ¿Qué podrías entonces saber? Te sientas y miras y hablas; cuestionas y decretas; impones lo que crees que sabes pero que jamás podrías saber, pues estás allí y no aquí. Volveré una vez más, sí, y mil veces más si así lo necesito. Cuando nos encontremos amaré y me amará. Y entonces vendré una última vez y nos dejarás pasar. Ya te he escuchado demasiadas veces, serás tú quien escuche entonces, seremos los dos, tu y yo, quienes escucharemos, y entonces no habrá nada más para que digas. Y nos dejarás pasar, entraremos y estaré siempre a su lado y estará siempre a mi lado. Y nos olvidaremos de ti.
***
―Ufff ¡Por fin! ¡Cómo te costó! ¿Eh?
―Sí. La verdad que sí. Me cansa la necedad.
―¿Piensas que esta vez aprenderá a amar?
―¡¿Amar?! No tiene chances.
Autor Javier Banchii