La mujer de la pareja, su nombre era Celia, se sentó a la mesa con un aire exuberantemente pensativo que buscaba captar la atención de su marido. Vivian juntos en su bonita casa hace ya cuarenta años, tiempo suficiente como para que él supiese identificar los aires exuberantemente pensativos que podía ignorar y los aires exuberantemente pensativos que no. Dejó a un lado la no tan pequeña botella dentro de la cual estaba armando un pequeñísimo navío, y miró a su esposa en silencio.
―¿No te sientes aburrido? ―le preguntó ella con sonriente gravedad.
Él apuntó con ambas manos abiertas al barquito embotellado y, encogiéndose de hombros dijo:
―No ―mas luego, reviendo la situación, agregó―. Bueno, un poco, ¿voy a buscar el mazo de cartas?
―No, Adolfo ―suspiró ella―. No me refiero a eso. Quiero decir en la vida en general ¿Cuándo fue la última vez que hicimos algo nuevo, algo fuera de lo común?
―La semana pasada nos vino a visitar tu hermana y no se quejó ni una sola vez de lo que le cocinamos. Eso es bastante fuera de lo ordinario.
―Tenemos que recordar el nombre del restaurant con el que le «cocinamos» ―asintió Celia con la cabeza abriendo grande los ojos―. Y el del vino que le servimos.
―¿Y qué cosa fuera de lo común quieres que hagamos?
―Podríamos emprender una travesía, un viaje de aventuras sin igual. Hacernos a lo desconocido, sin saber cuándo o cómo volveremos; arriesgándolo todo a los caprichos del azar y a los designios de la eternidad. Ir allí donde no hemos ido, ver aquello que no hemos visto, sentir lo que no sabíamos que nos quedaba por sentir. Adelante, más allá, siempre adelante.
―Bueno. Una travesía. Bueno.
Celia festejó el apoyo recibido y comenzaron a planificar el viaje. Tras seis días de idas y vueltas decidieron ir a conocer unas cataratas de las que habían escuchado hablar que, se suponía, era las más maravillosas del mundo. Estaban en medio de una frondosa selva donde crecían incontables especies vegetales y pululaba un sinfín de criaturas. Las cataratas estaban compuestas por sesenta y dos saltos de agua de distintos colores, algunos que no podían verse en ningún otro río, lago o mar; y donde, incluso, a veces el agua subía en vez de bajar. Empacaron todo lo que consideraban que podían llegar a necesitar y, sin perder ni un momento, emprendieron el viaje.
Mas, justo antes de girar el picaporte de la puerta de calle, Adolfo se detuvo pensativo.
―Un momento, esto no es una gran travesía ―dijo.
―¿Cómo que no? ―preguntó perpleja Celia― ¡El agua sube en vez de bajar!
―Y, no ―insistió él apuntando sus palmas abiertas al cielo―. Es innegable que las cataratas serán increíbles. Pero ése es el destino, no la travesía. Tú y yo nos hemos pasado la vida quejándonos de la gente que dice una cosa y hace otra, y ahora decimos que vamos a emprender una gran travesía y terminamos realizando un viaje bastante ordinario a un destino maravilloso.
Desempacaron tan cuidadosamente como habían empacado y comenzaron nuevamente a discutir el asunto. No pudiendo dar con nada que quisiera hacer más que ver las alocadas cataratas de colores, decidieron posponer la gran travesía en pos de un gran destino. Volvieron a empacar sus cosas y salieron de la casa. Caminaron por la acera a paso firme, envalentonados por su osadía y, al llegar a la esquina, llamaron un taxi. Le explicaron al conductor que querían que los lleve hasta las imponentes cataratas de colores donde el agua a veces sube en vez de bajar, pero el hombre les dijo que no sabía llegar hasta allí.
―Nunca nadie me pidió llevarlo más allá de los límites de la ciudad ―explicó.
Adolfo y Celia discutieron entonces bajarse de aquel taxi y busca otro, pero no lo hicieron. El conductor se veía realmente apenado y ellos afortunadamente eran gente de buen corazón, aceptaron entonces ir a donde el taxista sí supiese llegar y, una vez allí, fingir que era ése el lugar al que querían ir. Pedro, pues así se llamaba el conductor, les agradeció de sobremanera y los llevó a la casa de su hermano, donde tenía que buscar unas cajas.
―¿Dónde estamos? ―le preguntó a su marido Celia tras despedirse afectuosamente de Pedro.
―No tengo la menor idea ―respondió Adolfo.
Sin saber muy bien qué hacer, comenzaron a caminar en dirección nornordeste. En realidad, caminaron en la dirección que Celia indicó debía ser nornordeste, que para el resto del mundo sería más bien sur. Al poco tiempo se les ocurrió hacer dedo y los levantó un camionero. El hombre no iba a las cataratas, pero sí iba fuera de la ciudad y eso era un comienzo. Los dejó en medio de una carretera que avanzaba junto a un cordón montañoso de picos nevados. Era noche sin luna y las montañas estaban iluminadas por las estrellas más brillantes y numerosas que ninguno de ellos hubiese visto jamás. Tornando aquella maravilla aún más maravillosa, la ruta estaba bordeada por unos pastizales abarrotados de luciérnagas que encendían la noche con sus destellos verde amarillos. La pareja miraba todo aquello con aire grave de preocupación.
―¿Qué hacemos? ―preguntó Adolfo.
―Y, no podemos hacer nada ―respondió su mujer―. Esto es parte del viaje y decidimos no emprender una gran travesía y encaminarnos hacia el gran destino. Tenemos que seguir.
―¡Diantres! Para colmo el aire está cargado de un aroma dulzón.
Caminaron entonces por la noche y no se detuvieron a ver los búhos que cazaban silenciosamente en la noche o la pareja de zorros que jugaban al amor entre las llovidas ramas de un sauce llorón. Hicieron como si no escuchaban la misteriosa música que llegaba desde un bosque cercano y, tratando lo más posible no ser descorteces, eligieron no intentar responder el acertijo del risueño anciano que cantaba meneando la cabeza al costado del camino. Caminando así, sin detenerse por nada, lograron llegar a un pequeño hotel a la hora del desayuno. Cansados y hambrientos como estaban le agradecieron su buena fortuna al cielo y las estrellas: unos minutos después y la cocina estaría cerrada.
Mientras desayunaban y planificaban si dormirían aquel día ocho, diez o dieciséis horas, tuvieron otro golpe de buena suerte. La mujer que atendía el hotel, que resultó ser también la dueña, sabía cómo llegar a las cataratas y les prometió explicarles antes de que se fueran. Tan de buen humor estaban los dos cuando se fueron a la cama, que decidieron hacer un poco de trampa e intentar resolver el acertijo del anciano. Por supuesto, en la habitación con la puerta cerrada para que nadie los escuche.
Por la mañana y luego de otro desayuno tuvieron que enfrentar una decisión difícil. María, que era el nombre de la dueña del hotel, les dijo que había dos maneras de llegar a las cataratas; se podía llegar en avión, lo que significaba volver a la ciudad de donde habían partido; o podía seguir avanzando y desviarse al oeste hasta un pueblo donde una conocida de Maria los podía llevar en camioneta hasta los saltos de agua, por un camino muy pintoresco pero algo peligroso y descuidado que, además, les tomaría varios días más que el avión.
―Suena que va a estar lleno de aventuras, no sé si podremos ignorarlas todas ―opinó preocupado Adolfo.
―No quiero retroceder, siento que estamos cercar de algo ―dijo Celia con palabras dulces pero firmes―. Tal vez podemos avanzar en la dirección de la que vinimos para llegar al aeropuerto.
―Perdón que me meta ―se metió Maria― pero, ¿no me contaron ayer que querían hacer una gran travesía?
―Sí, pero decidimos posponerla.
―¿Y por qué no la posponen para ahora mismo?
El camino por el que los llevaba Analía, como resultó llamarse la mujer de la camioneta, era verdaderamente pintoresco y agradable pero, a decir verdad, sin mucha aventura. La pareja intentó convencerla de tomar alguno de los caminos laterales que ninguno de los tres sabía a dónde conducía, pero la mujer era muy testaruda y no hubo manera de convencerla. Finalmente decidieron bajarse de la camioneta y seguir a pie con destino incierto. Se despidieron de Analía con promesas de volver a encontrase y comenzaron a caminar. Cuatro días después, luego de una ardua jornada de caminata se sentaron cerca de la fogata, abrazados para mantener el calor. Bromearon un rato sobre sus desventuras desde que abandonaran su bonito hogar y, luego de una pausa contemplativa, Celia dijo:
―Tal vez deberíamos dejar de esforzarnos tanto en conseguir esto o aquello. Dejar de pensar tanto en lo que queremos que ocurra y dejaron llevar por lo que sí ocurre. Que nuestro objetivo sea llegar allí donde la vida nos lleva. Estudiar y comprender las experiencias luego de que ocurran y no antes.
―¿Si no avanzas hacia algún lugar cómo sabrás que avanzas siquiera? Los objetivos no son importantes únicamente por el objetivo mismo; le dan sentido y razón a nuestros pasos. Hacen que no sea lo mismo dar un paso en una dirección u otra. Si no caminas en cierta dirección, si te da lo mismo llegar a cualquier lugar, ¿hay alguna diferencia entre caminar y permanecer en donde estás?
―Avanzando, a algún lado siempre se llega. Se puede avanzar hacia un destino sin elegirlo primero, sin consumir energía en decidir si es el correcto o no. Que sea el que tenga que ser y…
―Momento, momento ―interrumpió a su mujer Adolfo―. Estamos filosofando. Dijimos que realizaríamos una gran travesía y venimos con atraso. Hagamos lo que dijimos que íbamos a hacer.
―No estoy con ganas de seguir viajando. Quiero sentarme a pensar sobre el sentido de la vida.
―Yo también, Celia. Pero, ¿qué quieres que haga? Dijimos que emprenderíamos una gran travesía. No podemos cambiar nuestros planes así como así cada vez que se nos de la gana.
―¿Qué te parece si, en vez de filosofar, realizamos un viaje mental por los misterios del universo, una gran travesía espiritual por los confines de la experiencia humana?
―¡No está nada mal! Ése es un viaje que podemos emprender bajo techo, sentados en alguna silla cómoda y donde no haga frío. Después de todo, ¡¿qué aventura más grande que la aventura del auto-descubrimiento?! Mandemos a estos condenados bandoleros a freír churros y vayamos a buscar algo rico para comer.
―Sí. De todas maneras no quería batirme a duelo con su líder mañana. Ni siquiera sé cómo usar un machete.
Juan, pues ese era el nombre del jefe de la pandilla a la que habían decidido unirse, pareció bastante desilusionado al enterarse de que Celia y Adolfo se marcharían. Ellos, que eran gente de buen corazón, se apiadaron del sanguinario criminal y aceptaron batallar de todas maneras por el control de la pandilla. Aunque lograron cortarle la mano derecha de un machetazo, el jurado consideró que la maniobra no había sido del todo elegante y perdieron por puntos.
Tras dejar a los bandoleros detrás, los viajeros retomaron la ruta por las que los llevara Analía y se subieron al primer vehículo que aceptó subirlos. Era un coche grande y espacioso, manejado por una pareja de simpáticos ancianos. Les preguntaron a dónde querían ir y ellos respondieron que no importaba demasiado, mientras fuera cómodo y agradable como para charlar.
―En ese caso podemos llevarlos a donde vamos nosotros ―concluyeron.
El lugar a donde iban los ancianos resultó de lo más maravillo. Era una fiesta en el claro de un bosque. Los lugareños, cálidos y simpáticos, habían adornado las ramas de los árboles con colores que brillaban por sí solos y cambiaban de tonalidad, al mirarlos desde distintas direcciones. Había música, baile, risas y más comidas de las que Celia o Adolfo hubieran imaginado. La música y el aroma del aire atraían a todas las aves y animales del bosque, que se paseaban entre la gente como si fuesen ellos también invitados de la fiesta. La noche estaba tan estrellada como en aquel primer día del viaje, pero ahora una luna llena carmesí las acompañaba en galano espectáculo.
―¡Qué lugar más hermoso! ―le dijo Adolfo a su mujer mientras la aferraba fuerte por la cintura.
―¡Sí! ―dijo ella― Esto sí que es un destino hermoso para nuestro viaje.
―No sé si le diría destino ―se rascó el mentón Adolfo―, no elegimos venir aquí, ni sabemos cómo llegamos.
―Cierto, ¿qué te parece «hermosa coincidencia» de nuestro viaje?
―Mmm… la verdad que me gusta mucho este lugar. Preferiría pensar que se suponía que llegáramos hasta aquí, en vez de que sea una «coincidencia».
―Podría ser un «hermoso final» ―sonrió Celia―, estoy con ganas de volver a casa. Y si volvemos a casa podemos sacar pasajes de avión para ir a las cataratas de colores.
―¡Sí! Me parece bien. Que así sea. Ahora vayamos a bailar.
Justo antes de llegar a la pista Celia se puso pensativa de nuevo.
―Las cataratas son el lugar hacia donde partimos al iniciar el viaje ―reflexionó―. Si después de llegar a casa planeamos retomar la senda a las cataratas, ¿no sería el mismo viaje que continua? Entonces éste no sería el final.
―Cierto. Cierto ―aceptó Adolfo contrariado―. Me parece que esto durará por siempre ―agregó meneando la cabeza―. Podemos seguir mañana ¿no? Ahora mejor, ¿por qué no bailamos?
―Sí, sí, es verdad, podemos seguir mañana. Y lo haremos. Ahora, ¡bailemos!
Autor Javier Banchii