Inspirado por “Cruzar el puente” de Eduardo Sacheri
Sentados a la mesa, se sumieron en uno de esos silencios que les resulta efímero únicamente a quienes conocen lo eterno. No habían estado antes en aquel local pero no por eso les resultó de mayor interés; habían aprendido ya hace tiempo que un restaurant es un restaurant y que todos los restaurants son restaurants. Lo que importa es la comida y ésta que acaban de terminar no les había ofrecido ninguna sorpresa.
Se intercambiaron miradas poco expresivas, a medio camino entre la indecisión y la expectación; ahora que podían hacer cualquier cosa que quisieran, tantas veces como quisieran, les resultaba cada vez más difícil encontrar cosas que sí quisieran hacer.
―Podríamos ir a Barcelona ―habló finalmente ella.
―¿Otra vez? ―respondió él con tono neutro― Ya fuimos muchas veces.
―Sí, pero ha pasado bastante tiempo de la última. Escuché que ha cambiado bastante.
―Nos han dicho eso antes y no fue cierto. Mientras más cambian las cosas más se quedan igual.
―Ya no te gusta nada ―le reprochó sin ánimos de crítica ella―. Con los años te pones cada vez más cascarrabias. La primera vez que fuimos te encantó; dijiste que jamás podrías cansarte de la ciudad.
―Claramente no tenía idea de lo que decía ―mantuvo la calma―. Eso lo sabés perfectamente.
Aquella primera vez había sido para el festejo de las bodas de oro de la pareja y, ciertamente, él había quedado enamorado del lugar; casi no se había detenido a descansar, todo el tiempo estaba en movimiento, siempre quedaba algo por conocer. Ahora, tras haber aceptado volver por no ocurrírsele qué más hacer, se disponía a reencontrarse con las calles mediterráneas como quien va al supermercado porque se quedó sin leche.
No se dijeron una sola palabra durante toda la estadía aunque, al emprender la vuelta, ambos coincidieron que había sido una buena idea ir; seguro no había sido excitante, y tal vez placentero fuera exagerar, pero claramente había sido ameno.
―Tal vez podríamos hacer como antes, irnos cada uno por su lado y reencontrarnos más adelante. En soledad uno hace cosas que nunca se atreve a hacer compañía ―propuso la mujer.
El hombre, que tenía la cabeza vuelta hacía un lado, la giró para mirarla. Tras un segundo de estática contemplación alzó ambas cejas; luego dio un lento parpadeo y llevó la mirada a la derecha y después hacía arriba; entonces volvió a mirar a su esposa y abrió grande los ojos, apretó el labio inferior contra el superior y se encogió ligeramente de hombros.
―Buenos ―dijo al fin― probemos. Qué se yo. Si vos querés.
―Muy convencido no parecés.
―Y, qué se yo. Bueno, sí, está bien, hagámoslo. Pasa que yo sin vos ¿Qué se supone que haga?
―Lo qué hace uno cuando viaja solo; pasear, reflexionar, conocer gente.
―Pasear y reflexionar vaya y pase pero ¿Hace falta qué me ponga a hablar con algún insufrible? ―se quejó el hombre de lo que interpretaba era una lista de tareas a realizar.
―No, no, si no querés no ―explicó ella tratando de endulzar su voz―. La idea es que puedas hacer lo que quieras.
―¿Y no puedo hacer lo que quiero con vos acompañándome?
―Bueno, sí.
―¿Y vos tenés mucho que quieras hacer que no puedas hacer conmigo acompañándote?
―Bueno, no.
El resto de viaje transcurrió en silencio. Ambos sabían que ya no era posible contar el tiempo que llevaban juntos, cosa que a él no parecía molestarle y a ella sí. El tiempo comparte eso con la rutina, le pasa y pesa distinto a distintas personas. Las primeras décadas habían estado bastante bien, más que bien de hecho; aún con sus desafíos y asperezas, la mejor forma de describirlas sería como «felices». Incluso cuando surgió el problema no parecía de mayor cuidado. Fue sólo cuando terminaron de entender que estarían juntos para siempre que se vieron las primeras grietas.
El camino hacia la constancia perpetua le sentaba bien a él, contento al parecer de hacer siempre las mismas cosas. Mientras que ella cada vez más buscaba el cambio y lo nuevo; tratando de recuperar aunque sea algo de la antigua excitación.
Cuando volvió a habar el marido, antepuso a sus palabras un exagerado suspiro.
―Bueno ¿Entonces a dónde tengo que ir? ―preguntó.
―La idea no es que yo te lo diga, la idea es que hagas lo que quieras. Dale, no me hagás enojar ―trató de mantener ella la dulzura.
―Entonces me quedo en casa y vos andá a pasear y conocer todo lo que quieras. Pasala lindo.
La idea le pareció perfecta al él, era exactamente lo que su mujer había dicho: cada uno por su lado haciendo lo que quería. Ella no opinó lo mismo y se sintió atacada por lo que consideraba una negativa, enojándose por primera vez en mucho tiempo.
―Me tenés tan harta ―gritó sin alzar la voz―. Siempre lo mismo, nunca querés hacer nada. Te propongo algo para hacer para que los dos estemos bien y me lo desprecias.
La obvia respuesta de su esposa, aún ahora después de una eternidad juntos, sorprendió al hombre.
―Si yo nunca quiero hacer nada, vos siempre querés hacer lo mismo: pelearme ―atacó.
―Hace siglos que no nos peleamos ―heló ella el aire.
―¿»Siglos»? Ésta es la misma pelea de siempre que nunca se termina.
―En eso sí que tenés razón. Deberíamos haberle hecho caso al cura.
―¿Qué cura?
―El de «hasta que la muerte los separe».
―¡Cómo te gusta el melodrama a vos, eh!
Pasar la eternidad con la misma persona es una promesa fácil de hacer pero difícil de realizar. Incluso cuando se logra evitar la separación, se llega a un punto donde se suele dejar de ser dos para pasar a ser parte de una misma cosa, quitándole sentido al término «juntos».
Tras otro eterno silencio, él decidió que ya era hora de solucionar de una buena vez la situación y dijo:
―Amor ¿por qué en vez de dar tantas vueltas no te conseguís un amante y listo? ―la idea no le agradaba demasiado pero le parecía más fácil que andar dando vueltas por el mundo al mismo efecto.
―¿Vos decís? ―preguntó la esposa a quien la propuesta había agarrado desprevenida― ¿No te molestaría semejante cosa?
―Antes por ahí sí, pero después de tantos años de que me rompas las pelotas me vendría bien que vayas a entretenerte con la de otro.
El tiempo tiene efectos curiosos e inesperados y, ni la propuesta ni la chanza tuvieron el efecto que se hubiera podido esperar. Ella lo miró un instante y luego abrió grande los ojos y tiro la cabeza un poco para atrás; entonces empezó a decir algo pero cerró inmediatamente la boca; después llevó la mirada hacia arriba y la dejó allí por algunos segundos; finalmente miró a su marido y, con las manos al frente dijo:
―Bueno ―una pausa―. Podemos probar ―otra pausa y una contemplación―. Pero si vamos a hacerlo me parece que no conviene que lo haga yo sola. Podemos buscar alguna otra pareja que este en nuestra misma situación así vos también probás.
―¿Te das cuenta como sos? ―no preguntó él con una leve sonrisa chueca y un leve sacudir de cabeza― Venís hace décadas y décadas diciéndome que querés hacer más cosas por separado y cuando te propongo algo en serio me decís de hacerlo juntos.
Pudieron encontrar una pareja dispuesta con tanta facilidad como esperaban. Y, mientras ella se iba por ahí con su aventura, él se quedó donde estaba con la suya; tomando mate y comiendo biscochos. Cosa que, para su sorpresa, le resultó mucho más gratificante de lo que hubiera creído; la mujer era bastante callada y prácticamente no hablaban. Una de las poquísimas cosas que sí le dijo ella fue:
―Tú sabes que tarde o temprano van a venir a quejarse de nuevo ¿no? Pero de ellos en vez de nosotros.
―Van a venir a quejarse de ellos y de nosotros ―respondió él.
La mujer no contestó pero apretó los labios y asintió con la cabeza.
―Podríamos separarnos ―opinó luego.
―Preferiría no hacerlo.
Ella volvió a apretar los labios y sacudió ligeramente la cabeza. Entonces él sentenció:
―¿Qué le vamos a hacer? Así es el amor.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»