Al abrir los ojos escuché la lluvia y maldije mi suerte. Sonaba fuerte y constante, ese golpeteo de gotas sobre el techo que deja saber que no tiene intenciones de detenerse e intentará caer por siempre. Mi viaje no podía posponerse, debía llegar; había dado mi palabra. Tendría que hacerle frente a la tormenta y encomendarme a la voluntad del universo, y a la de ella. Hace tiempo ya que no se comportaba como solía; ya sea más débil o más quejosa, viajar con ella ya no era el placer que siempre había sido.
Nada que hacerle, me levanté y me preparé para la travesía. Desayune copiosamente y bebí tres tazas de café; envolví mi equipaje en múltiples capas de cuero para protegerlo de la lluvia que nada respeta y me resguardé dentro de mis vestiduras lo mejor que pude. Entonces salí de la casa y me dirigí al establo. Estaba húmedo pero afortunadamente el invierno había terminado siete semanas atrás y no hacía demasiado frio. Ella miraba adormecida el agua caer del otro lado de la ventana; mi yegua, la única fiel de todas mis compañías.
―Espero que hayas descansado porque tenemos que partir enseguida ―le dije.
―Pero si está lloviendo a cantaros ―me respondió con voz lastimera que resonaba a suplica.
―Prometí llegar hoy y esta lluvia probablemente siga así por días ―noté la excesiva firmeza en mis palabras y me avergoncé al recordar con quien estaba hablando―. No te preocupes ―agregué dulcemente―, vamos despacio, a tu ritmo, estamos apurados pero no tanto.
Ella no me respondió pero dejó escapar un relincho bajo con color de resoplido. De todas maneras no planeaba oponerse, para eso estaba allí.
Los primeros kilómetros transcurrieron sin mayores sobresaltos; la tierra era bastante compacta y todavía ofrecía buen sustento. Mas luego arreció el aguacero y empecé a sentir mi cuerpo mojado, me revolví un poco entre mis ropas y comencé a hacer cuentas en la cabeza para calcular cuánto nos faltaba; todavía no estábamos ni a mitad de camino. Ella me extrajo de mis cavilaciones al sacudir sus crines empapadas. Le acaricié el lomo para darle ánimos y pude sentir lo ralo que los años le habían dejado el pelaje; pensé en mis ropajes y en la lluvia para la que no alcanzaban.
―¿Cómo te encuentras? ―le pregunté sabiendo la respuesta― Vamos a buen ritmo, si seguimos así llegaremos sin problemas.
―La verdad que el camino empieza a reblandecer y siento el agua hasta los huesos ―me respondió a tono informativo y tosió un par de veces.
―Tranquila ¡Ánimos! Vamos a llegar.
Llevábamos años juntos y yo sabía de lo que era capaz. Jamás me había fallado y más de una vez su férrea voluntad me había sorprendido, triunfando allí donde yo me había entregado a la desesperanza. Seguimos varios kilómetros más regulando un poco el paso y empecé a entender la magnitud de las circunstancias. Su paso se había vuelto irregular a medida que peleaba con el suelo traicionero y con su propio cansancio; tosía, se sacudía, y su andar era cada vez más vacilante. Por enésima vez le dediqué palabras de aliento, pero ya no tenían la misma energía de antes; mi propia voluntad esta mellada por la tormenta que arreciaba más y más a cada momento. Logré esconder la alarma en mi voz mas no pude fingir tanta confianza como hubiera querido ni disimular que más que acariciarla me asía a su lomo para resistir el fuerte viento.
En cierto momento se detuvo bajo un árbol.
―Necesito descansar un poco ―explicó―, me duelen las patas.
Mi primer instinto fue buscar refugio en los alrededores donde montar un fuego y esperar que cesara el temporal. Pero entonces recordé mi misión, pensé en la palabra empeñada y en las consecuencias de faltar a ella.
―Entiendo que el camino está difícil ―dije con verdadera comprensión―, pero tenemos que llegar, no tenemos tiempo de parar. Vamos, ya no falta tanto. Cuando lleguemos te prometo descansar todo lo que necesites y más.
No hubo respuesta, simplemente dio un paso adelante y reemprendió la marcha. Poco después volvió a detenerse, ya no bajo un árbol si no en medio de camino, respiraba pesado y no dijo nada. Esperé algunos minutos hasta que me vencieron el frio y la impaciencia. Volví a insistir en que debíamos llegar, expliqué a dónde íbamos y por qué. Lo hice con firmeza tiznando de orden mis explicaciones. Está vez ella protestó con la voz resquebrajada por el frio y el cansancio, mas sólo obtuvo silencio y, una vez más, se lanzó hacia adelante.
Desde allí el camino fue un verdadero calvario. El agua continuaba cayendo y el avanzar de mi yegua se volvió absolutamente impredecible. Por momentos avanzaba lentamente y por momentos lo hacía normalmente como si nada hubieses pasado, luego comenzaba trastabillar, y a toser copiosamente, muchas veces incluso debió detenerse hasta recuperar el aliento. Yo estaba siendo consumido por el miedo, la duda y el frio. Ya no estaba seguro de que podría llegar y debía hacerlo. Comencé a enfocar mi frustración en mi yegua; sí, la lluvia y el camino eran difíciles pero habíamos conquistado condiciones mucho peores sin un decimo de los problemas que estábamos teniendo ¿Acaso lo hacía apropósito? ¿Acaso fingía? ¿Acaso había decidido abandonarme justo ahora cuando más la necesitaba? Mis pensamientos se tornaban más lúgubres con cada pausa en el avance. Maldije mi suerte, tenía que llegar como fuera, todo dependía de que así lo hiciera ¿Qué podía hacer? ¿Qué alternativa tenía? Dejarla allí a su suerte y seguir a pie; ya no quedaba mucho, caminando solo llegaría a tiempo. No, eso no, cualquier cosa menos eso; tenía que llegar, pero teníamos que llegar juntos, no existía otra posibilidad.
Entonces una de las patas se le hundió en el fango, las otras buscaron asidero desesperadamente y lograron evitar la caída. Forcejeo por unos instantes y luego se quedó allí, varada, jadeando. Me bajé enfurecido; ya casi habíamos llegado. Inspeccioné sus ancas y busqué la manera de posicionar su cuerpo lo mejor posible para que saliera del fango. Entonces me ubiqué de manera de poder empujar desde su muslo para ayudarla a salir y le indiqué que a mi señal intentase liberarse.
―No ―me dijo―, no puedo, no quiero ―su voz era un llanto, cargado de miedo y desesperación― ¡Déjame! Voy a esperar aquí a que deje de llover.
―¡Maldita seas ―aullé―! ¡Ya casi llegamos! No vas a quedarte aquí, vamos a seguir, vamos a llegar. Con un demonio, malagradecida ¡te ordeno que sigas!
―¡No! No puedo. No. Por favor.
―¡Te digo que vamos a seguir y vamos a seguir! Si te quedas aquí con la lluvia te seguirás hundiendo en el suelo, tarde o temprano tus patas delanteras perderán el asidero y caerás, y está pata atrapada en el fango se romperá ¿Entonces qué? Morirás ¡Te digo, maldita sea, que hagas fuerza!
Seguí profiriendo tanto insultos como la furia, el temor y el desconsuelo pudieron conjurar. Ella finalmente, habiendo perdido por completo la razón, comenzó a forcejear mientras yo empujaba. Fue duro, pero logramos salir del barro. Le permití un pequeño descanso y la obligué a retomar la marcha. En las afueras de la ciudad había un pequeño establo desvencijado; tendría un buen trecho a pie si la dejaba allí pero no había otra alternativa. Ofrecí una monedas al dueño y busqué el corral más seco y guarecido del viento del lugar. Ella entró tambaleando y se echó en el suelo ni bien terminó de entrar.
―Tengo que seguir ―le dije―. Volveré en algunas horas.
Luego, antes de irme, respiré hondo dos veces, la miré a los ojos y dije «perdón».
Llegué justo a tiempo e hice todo lo que necesitaba hacer, cumplí mi deber y me aseguré que mañana seguiría siendo mañana. Entonces regresé al establo a buscarla y llevarla a un lugar mejor, más cálido y más seco.
Ella me esperaba de pie, lista para recibirme; la única fiel de todas mis compañías. No me hizo falta hablarle para saber lo que me diría; había descansado y la lluvia había cesado, sabía que no retomaríamos la marcha hasta estar recuperada y que el camino por delante sería firme y tranquilo; estaba lista para emprenderlo, sin reproches y sin quejas. Mientras le acariciaba las crines me pregunté si podría alguna vez serle yo tan fiel como ella lo era conmigo. La respuesta era no y ambos lo sabíamos. Tomé las riendas pues y partimos.
Autor Javier Banchii