Faltaba mucho para la caída del sol pero ya no había tiempo para esperarle; las provisiones se habían terminado y las últimas dos expediciones habían sido infructuosas. Muchos de los integrantes de la colonia empezaban a sucumbir a la ira del hambre, pronto el lugar entero estallaría en desesperación. Los débiles serían los primeros, siempre lo eran. No, no había alternativa, había que enviar una expedición diurna a buscar sustento. De día, al acecho de los gigantes.
Los gigantes, la máxima amenaza que nadie conociera jamás. Extremadamente agresivos, apenas se les presentaba la oportunidad pisoteaban a cualquiera que no fuese lo suficientemente listo como para esconderse o afortunado como para huir. De ser detectado por una de estas monstruosas criaturas (altas como el mismísimo cielo) la única tenue esperanza yacía en correr tan rápido como fuese posible, huir de su ira; mas el pavor que engendraban era tal, que no era extraño que los colonos, de ser descubiertos, paralizados por el miedo o tal vez un irracional intento de no ser vistos, se quedaran completamente quietos; sentenciando así sus propias vidas. Habían terminado con la vida de más miembros de la colonia de los que se podían contar. Las historias de viejos dementes rezaban que existía una manera de lidiar con las salvajes moles, contaban (aunque nadie les creía) que la salvación se escondía en el coraje; que los gigantes debían ser enfrentados directamente; marchando hacia ellos con furia. Si bien esta extraña teoría asemejaba a un cuento de hadas, ridículo por sí mismo pero contenedor de alguna «sabia» moraleja (enfrentar con valentía los miedos o algo por el estilo), los ancianos que insistían en contarla decían que ese no era el caso, que esta teoría era real y práctica. Por lo general aclaraban que tenía algo que ver con la vista de los gigantes, algo así como que les costaba ver de cerca. Por supuesto que nadie había puesto semejante locura en práctica, por lo menos nadie que hubiese vivido para contarlo.
Como fuera, no había más comida, había que salir a buscarla. Los más bravos y experimentados se alistaron para salir del refugio. Y entre los expedicionarios, ella, la más audaz de todos. Su aventuras habían sido contadas y vuelto a contar tantas veces que ya eran leyenda. Si alguien podía devolver la esperanza a la colonia, de seguro, sería ella.
El vigía dio finalmente la orden; no había gigantes a la vista, era el momento. De manera completamente desordenada, cada explorador partió en una dirección distinta. Ella, habiendo sido parte de las dos expediciones anteriores, sabía bien hacía donde no ir, pero ahora sabía también hacia dónde sí ir. Varios rumores habían germinado en el refugio, todos apuntaban en la misma dirección, al lugar donde se reunían los gigantes. Era una locura, ni los más corajudos exploradores se aventuraban en aquella dirección, mucho menos de día. Se decía que podían llegar a haber veinte de esas colosales bestias juntas, cada una más grande que toda la colonia; una muerte segura. Pero era el único lugar que quedaba sin explorar; allí se encontraban juntas, la perdición y la esperanza, esperándola a ella.
Marchó pues con paso cauteloso hasta el gran lugar. Mucho antes de llegar ya podía escuchar el estruendo. Era aún peor de lo que esperaba, el suelo mismo retumbaba en agonía ante el castigo de los colosales pasos de innumerables gigantes. Sus voces eran aterradoras; sólo la furia de los truenos se les asemejaba. Y se escuchaban tantas. Está debía ser una reunión particularmente numerosa. El miedo creció hasta ocupar todo el interior de la exploradora, mas el paso no le tembló. Perdición y esperanza, ella las conocía a ambas.
Entró entonces en la gran caverna. Lo que allí vio fue peor de lo que hubiera imaginado: gigantes por todos lados, a donde fuera que mirase era lo único que podía ver. Se pegó a la pared de la cueva y corrió por ella, buscando en todo momento cualquier escondite en el suelo irregulares donde detenerse a recupera el aliento. Más de una vez fue sorprendida por el pie de algún gigante que aterrizaba atronadoramente cerca suyo obligándole a corregir el curso. Tal vez su accionar pareciera demencial, pero ahora algo más que la irracional esperanza la empujaba, el olfato. Podía oler la comida; más de la que hubiera podido soñar. Por supuesto ¿No era acaso obvio? Los gigantes también tenían que comer, cada uno lo suficiente en un día como para alimentar a la colonia un mes. Sin embargo los colonos no podrían irrumpir en aquel lugar todos juntos; sería imposible esconderse y serían masacrados. No, pero tal vez hubiese alguna parte de aquel lugar que estuviese menos expuesta y desde donde sus compañeros pudiesen ir minando en secreto la comida que los grotescos colosos dejaban caer por todos lados, llevándose el alimento a las bocas de manera tan burda, torpe y desagradable. Necesitaba inspeccionar el lugar.
Así lo hizo, jugándose la vida a cada momento, saltando de escondrijo en escondrijo, siempre rogando que ninguno de los gigantes la viese. Entonces, tras haber recorrido buena parte de la enorme caverna, encontró una apertura que comunicaba a una gruta menor. El olor que salía de aquella abertura inundó sus sentidos por completo; evidentemente allí guardaban sus provisiones aquellas abominables criaturas. Al entrar pudo comprobar que la situación era mejor de lo que se hubiera permitido esperar; el lugar estaba deshabitado, no había nadie allí; sólo montañas y montañas de comida. Si sólo pudiese dejar un rastro desde allí (de esos que los gigantes parecían incapaces de percibir), sería la salvación de la colonia. Sí, ella sabía muy bien lo que veía, era esperanza, la perdición había quedado atrás; sólo tenía que volver como había llegado, de escondite en escondite.
A mitad de la caverna mayor estaba cuando ocurrió; el montículo en el cuál se guarecía se elevó por los aires. Uno de los gigantes lo levantaba sin el menor esfuerzo. Peor aún, el monstruoso ser miró debajo del montículo al levantarlo y la vio. Entonces, con su voz de trueno, dio el grito de alerta y todos sus compañeros se volvieron hacía lo que había encontrado. Por un instante eterno ella pudo ver un sinfín de horrorosos rostros cargados de odio mirando en su dirección; entonces lo sintió, el torrente de miedo que le tomó por asalto el cuerpo; la parálisis de sus miembros; la seguridad de que moriría. Inmovilizada por el terror pudo ver como el grupo de gigantes se hacía a los lados para dar paso a uno sólo, que avanzaba hacia ella furioso. Sabía lo que estaba por pasar, pero no podía hacer nada. El coloso levantó su pie y se dispuso a atacar; todo estaba perdido. Mas en ese mismo momento, contemplado el odio supremo en el rostro de su verdugo, algo gritó en su interior. Era ella misma, pero no la que era ahora consumida por el miedo, si no la que había sabido ser antes, valiente, firme, incapaz de rendirse. «¡Los ancianos!» gritó la voz en su interior. «¿Y por qué no?» Se dijo a sí misma. Si iba a morir lo haría peleando. Esa idea final descongeló sus miembros que se alistaron a la batalla. Corrió entonces hacía el iracundo gigante, confiada como sólo a quien ya nada le queda confía, que si estaba lo suficientemente cerca el gigante erraría la estocada.
Sin embargo no fue eso lo que ocurrió. Y lo que ocurrió fue más grotesco que las grotescas criaturas. El gigante, al ver como la pequeña atrevida se abalanzaba sobre él, retrocedió. Y lo hizo de manera ridícula; saltando hacía atrás como si la mismísima muerte hubieses venido por él. Incapaz de comprender lo que ocurría pero sintiendo en su interior que no era mera casualidad, ella cargó nuevamente contra su enemigo. Otra vez el gigante se echó a un lado para esquivarla. El colosal demonio tenía miedo. Le temía a ella, le temía a coraje, y temía por su vida. Lo mismo ocurrió con todos los otros; apenas veían como ella se les venía encima se apartaba de su camino, aullando de pavor. Algunos (también entre los gigantes existe el coraje) intentaban pisarla al mismo tiempo que se hacían a un lado, pero sus extremidades estaban entumecidas por el terror y se volvían torpes y poco certeras.
Ella corrió entonces hacia la salida. Una vez fuera de la caverna de los gigantes pudo escuchar como uno intentaba perseguirla, todavía consumido por el deseo de matarla. Pero ahora estaban en su territorio y aquí afuera no había otros con tanta experiencia como ella. Le fue fácil evadir al engendró y ocultarse allí donde no podía alcanzarla. Había escapado, había encontrado el alimento y había marcado el camino para que los demás pudiesen encontrarlo también; había salvado a la colonia.
Y la colonia jamás volvería a caer en la garras de la perdición. Ella ahora lo sabía, sabía que siempre habría una última esperanza; la esperanza de los desesperados, pues allí donde hubiera gigantes habría alimento, gigantes temerosos e indefensos (mayormente).
Autor Javier Banchii