Inspirado por “Unas lindas vacaciones” de Marcelo Birmajer
―Hoy no sabía cómo hacer para que parara de hablar ―me dijo Ana, mi mujer, con ese tono de voz socarrón que mezcla incredulidad con hartazgo sin una pizca de antipatía.
―Sí ―concordé sonriendo―, pero tampoco se lo podemos reprochar, siempre empieza porque nosotros le preguntamos.
―Y, lo que pasa es que tiene cada anécdota…
Hablábamos, por supuesto, de nuestra vecina de la planta baja, la señora (señorita en realidad) Francisca.
Francisca es una vendedora de seguros cuya casa (debajo de la nuestra) tiene al frente un pequeño local a la calle. Para acceder a cualquiera de las residencias es necesario cruzar por el negocio. Por ende, siempre que volvemos de la calle durante el día nos cruzamos con la mujer trabajando; y más de una vez, siendo que está jubilada y que tiene todavía el local más que nada para mantenerse activa, nos invita a pasar y merendar algo.
Su casa es un lugar curioso; diría muy curioso si no encajase tan a la perfección con su curiosa dueña. De hecho, cada vez que entro siento que el raro soy yo. El lugar está abarrotado de recuerdos; recuerdos de una vida bien vivida; recuerdos cuyas historias ella adora contar y nosotros amamos escuchar.
Tiene, por ejemplo, una piedra un tanto mohosa que trajo de uno de sus viajes por la india donde, dice, aprendió a encantar serpientes. En la misma repisa que descansa la piedra, también hay una tapita de cerveza de Perú y una hoja de roble de Hungría. Aparentemente eso no son tres suvenires sino dos, ya que una tarotista del pueblo de Perú donde se tomó la cerveza le explicó que, astralmente hablando, el pueblo y un bosque que hay en Hungría son el mismo lugar.
Sé que piedras sin tallar o tapas de botellas no son suvenires muy normales, pero creo haber dicho ya que Francisca no era una señora muy normal. Nos respondió la primera (y no la última) vez que le preguntamos, que lo que importa de los recuerdos es la anécdota que encierran y no el recuerdo en sí mismo. Animales tallados, tejidos de seda o tazas de porcelana podrán ser muy bonitos, pero se consiguen en cualquier lado; lo mágico de comprar uno durante un viaje es que queda impregnado del momento y permite revivirlo cada vez que se los ve o se lo toca. En ese sentido, explica Francisca, piedras, ramitas y botellas vacías son igualmente mágicas pero, y en esto hace gran hincapié ella, mucho más barato.
Y las historias que brotan de los suvenires de nuestra vecina, puedo jurarlo, valen mil veces más que cualquier chuchería de puesto de artesanías del otro lado del planeta. Entre las muchas rocas de sus escaparates, tiene un trozo de ladrillo que alguna vez perteneció al Muro de Berlín. Sobre éste aclara siempre con vehemencia, que no es de los escombros que se venden hoy por hoy en la germana ciudad, sino que ella misma lo arrancó del paredón caído; «sin darle billete a ningún malandra» suele agregar rematando la crónica.
En el Amazonas, nos ha narrado nuestra vecina, vive una tribu muy versada en brujería y hechicería. Según dicen, son descendientes de una secta masónica de Asia Central que, allá por el siglo dieciocho, se internó en la selva para representar uno de sus rituales bajo la luna llena y se extravío. Luego, desesperados por salvar la vida en aquel entorno que les era tan extraño y hostil, decidieron comulgar con algunos de los espíritus de la selva y fueron recatados por expedicionarios de una tribu de la zona (kichwa según entiendo). Recuperados ya, los masones asiáticos, habiendo presenciado el poderío de los espíritus naturales y de los chamanes locales, decidieron quedarse allí e integrarse a la tribu. Aunando así tradiciones místicas de tres continentes distintos. Francisca cuenta que en una de sus recorridas por la selva amazónica, se separó por accidente de su grupo y terminó topándose con esta misteriosa gente. Relata además que se quedó con ellos un tiempo, y hasta llegó a tener un amorío con uno de sus chamanes. Todo terminó de manera algo abrupta cuando el brujo intentó usar sus poderes para que ella hiciera algo que no quería hacer; Francisca entonces le dio en la cabeza al amazónico con una vasija de barro y huyó del lugar, no sin antes recoger del suelo un fragmento del jarrón roto que descansa hoy en la mesa del comedor.
Una historia que Ana no se cansa de pedirle que repita es la del pañuelo sucio. Según ya me sé de memoria, en un viaje por Santiago del Estero, cerca de Quimilí Francisca se cruzó con un niño sentado un una pequeña mesa, tomando el té con un aguará guazú. El canino estaba al borde de la indignación por los modales del chico que poco parecía entender de etiqueta y formalidades. En cierto momento, el muchacho habría mojado unas masas secas en el té, empujando al aguará guazú más allá de lo que era capaz de tolerar, por lo que se levantó de la mesa, ofreció una correcta inclinación de cabeza a manera de saludo, arrojó con indignación su pañuelo al suelo, y se fue sin decir más. El niño entonces, muerto de vergüenza, se habría incorporado de inmediato para perseguir al animal para pedirle disculpas. Francisca, viendo que ya no regresaban, se acercó a la mesa y recogió el pañuelo del polvoriento suelo.
―Ya lo sé, ya lo sé ―se exculpa siempre―. No está bien tomar lo que no es de uno; pero es que, un aguará guazú tomando el té, no pude dejar pasar la oportunidad, eso es algo rarísimo, todo el mundo sabe que prefieren el mate.
Podría contar mil historias y aún así no haber narrado todas las que he escuchado, sin importar cuantas veces vayamos, ella siempre tiene una nueva (si es que no le pedimos que nos repita una de nuestras favoritas). Además, no son sus historias las que quiero contar aquí sino una mía que la incluye. El otro día, caminando yo por el parque, la vi entre los juegos de los chicos, estaba parada en el arenero con los ojos cerrados y la cabeza algo gacha. Tras volver a abrir los ojos se retiró del lugar en dirección a su casa; justo antes de hacerlo se agachó y recogió un puñado de arena del suelo. Esa misma tarde, volví sólo de hacer las compras y la mujer me recibió con una gran sonrisa, estaba barriendo el local pero me dijo que podía seguir luego y que si quería entrar a tomar unos mates. Acepté con mucho gusto y fuimos hasta el comedor. Mientras ella calentaba el agua, noté que en la mesa había una tacita de café llena de arena; la levanté y comencé a inspeccionarla, temiendo saber de dónde venía.
―¿Te gusta? ―me preguntó la dueña de casa cuando volvió con la pava― Me la encontré en una caja en mi pieza y decidí que ese no era buen lugar para tan bonito recuerdo. Es de una playa de Madagascar. A mí me gusta mucho porque en ese viaje trabé amistad con un baobab muy sabio que vive en la isla. Siempre que tengo algún dilema mayor trato de escribirle para pedirle consejo ¿Querés que te cuente como nos conocimos?
―»Playa de Madagascar» ―repetí algo ensimismado―. La verdad que siempre que vi fotos de Madagascar, la arena era bien blanca; y está es bastante amarilla.
―Sí ¿no? Qué raro ―contestó ella con una sonrisa.
―Francisca, te vi hace un rato en el parque. Esta arena es de ahí. ¡Por el amor de Dios, hasta tiene una colilla de cigarrillo enterrada!
―¿Colilla de cigarrillo? Qué asco. Dame que la tiro.
―Francisca ―insistí entre indignado y triste― ¿Es o no es del parque la arena?
―Sí, por supuesto. De ahí la traje.
―Entonces no estuviste nunca en Madagascar.
―¿Cómo que no? Estuve cuatro veces. Sólo que nunca me traje ningún recuerdo. Además ya no viajo mucho. A mi edad es un poco cansador.
―¿Y pero entonces como puedo creerte nada de lo que me contás? ¿Cómo sé que los recuerdos no son todas mentiras? ―pregunté contrariado― Si todos son piedras o maderas que pueden venir de cualquier lado.
―¿Otra vez con lo mismo? Ya te expliqué un montón de veces que lo que importa es la anécdota ―me respondió con su tono de voz socarrón que mezcla incredulidad con hartazgo sin una pizca de antipatía.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»