Inspirado por “El Tren” de Santiago Davobe
Llevo demasiado tiempo en este tren; tanto que ya ni siquiera noto que se mueve. No escucho el traqueteo de las ruedas ni siento su bamboleo. Sí me percato cuando hace sus paradas, y presto muchísima atención cada vez.
Es que me subí en el tren equivocado. A veces pasa, y cuando pasa, es tremendamente laborioso saber cuál es tu estación.
Se detuvo una vez, cerca de una plaza lleva de araucarias. Pero nada allí me resultó familiar; ni los arboles, ni el pasto, ni la gente. Claramente no se suponía que me bajara entonces ahí.
Luego llegó a un poblado opulento, todo de mármol y piedra caliza. Me pareció que había visto ya el reloj de la torre. Ansioso, empecé a mirar cada detalle del pueblo, tratando de despertar más recuerdos. Creí reconocer una casa, una esquina y a una mujer. Mas cuando estaba ya por levantarme, miré dentro del tren, deteniéndome en mis pantalones. Estaban algo gastado y arrugados, como mis manos; claramente no era yo de aquel oneroso lugar. «Tal vez la próxima», me dije.
Justo después de esa estación se detuvo en otra, llena de niños. Corrían libres y felices, jugaban, cantaban, reían y lloraban. No me hizo falta quitar los ojos de la ventana, recordaba aún las arrugas en mis manos; no era allí donde debía dejar el tren. Me alegré; me irritan los niños y ya tengo raspadas las rodillas.
En el andén con los apacibles ancianos paseando de la mano tampoco me bajé. Arrugas tenía, pero no tantas. Además probé de pararme y lo logré sin mayores esfuerzos, y con sólo un único tronar de mis huesos.
La siguiente parada era azul y mi remera verde. La que vino después de esa estaba llena de mosquitos. Ni me acuerdo las tres que vinieron a continuación, pero a la cuarta casi me quedo. El pueblo estaba de fiesta y había gentes de todas clases; todos reían y cantaban. Enseguida me pareció reconocer a varios de los que pasaban por la ventanilla. Uno juraría que era mi tío, con quien juraría no era mi tía. Me paré, junté mis cosas y fui derecho a la puerta. Pero cuando la estaba por abrir me arrepentí, me di media vuelta y volví a mi asiento. No sé por qué. Me parece que la mujer que estaba con mi tío me saludó cuando el tren se puso en marcha.
En la estación que vino tras esa no había nada y no supe que hacer. Luego pasé por una donde un elefante, un puma y cuatro gorriones tomaban el mate y discutían de política. Quise bajar pero sabía que no tenía trompa, garras ni alas. «Puedes venir igual» me dijo el elefante, «No, gracias» le respondí con una sonrisa de resignación.
Luego llegamos a otra fiesta, pero ya no tuve ganas de abandonar allí el tren. La gente era distinta, la risa era distinta y el canto era distinto. Era como si sólo «parecieran» estar divirtiéndose.
Muchas estaciones vinieron y se fueron después de esa, la mayoría no tenía nada o tenía muchas cosa que me era imposible reconocer.
Ahora el tren está llegando a una enorme, exquisitamente decorada. Se detiene y todos los que quedaban en él descienden. Me quedó sin saber que hacer pero no vuelve a moverse. Días después viene el guarda y me dice que hay que abandonar el vagón.
―¿No puedo quedarme hasta que arranque la vuelta? ―Le pregunto― Ya estoy muy cansado.
―No ―responde―. Disculpe pero el tren ya no va a ningún lado.
―Siempre puedes tomarte un ómnibus o un taxi ―me dice uno de los apacibles ancianos agarrados de la mano―. Desde aquí salen muchos.
Nada que hacerle, era el tren equivocado. Voy a tener que caminar.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»