Inspirado por “China” de José Donosa
Hace ya largos años, hoy me cuesta recordar si en mi niñez o cerca de ella, mis padres se mudaron (y por consiguiente yo también) de nuestro hogar a una nación lejana y desconocida para mí.
Habiéndose mudado ellos por trabajo, la necesidad les obligaba a dejarme todos los días solo por algunas horas, en el lapso en que ambos trabajaban y no había nadie para cuidar de mí. Años después, ellos recordarían esas horas con revivida angustia, rememorando la preocupación que les generaba el dejarme a mi propio cuidado. Aun si hoy, a mis apelotonados años, se me hace difícil recordar la edad que tenía, sí sé que nunca me pareció que fuera yo tan niño como ellos decían. Aunque debo reconocer, que con padres así, probablemente era más joven que mis años.
Como fuera, tampoco es cierto que estuviese yo allí solo. Tal vez sí durante los primeros tiempos, pero luego pude trabar amistad con otro de los chicos del barrio, cuyos padres también dejaban solo durante el día (algo realmente común en el lugar). Era un muchacho algo tosco de aspecto, pero de ameno carácter; siempre curioso, solía disfrutar y anticipar los juegos y viajes que yo le proponía.
Siendo que la soledad, ahora absoluta y antes vigilada, era harto conocida por mí, ya hacía tiempo que había aprendido a escaparme, por alguna de las tantas puertas de nuestra anterior casa, hacía algún lugar con más espacio donde jugar. Una vez en mi nuevo hogar, en nuestra nueva nación, había aprovechado las horas diarias en que mis padres no estaban, para recorrer sus muchas puertas y estudiar los lugares a los que por ellas podía viajar, los juegos que allí podía inventar y las cosas que allí podía descubrir.
Mi nuevo amigo, aventurero como era, entusiasmado me dejó llevarle a través de las distintas puertas, a conocer los múltiples mundos que ellas escondían. Mas su voracidad por lo desconocido, al tiempo comenzó a ponerle pesadas las piernas si intentaba yo conducirlo a lugares que habíamos visitado en más de cuatro o cinco ocasiones.
–Podríamos ir donde el viejo Tomás –le propuse una fría y brumosa mañana de Junio.
–No –me respondió con varias oes en su “No” –, no quiero. Ese lugar es demasiado azul y purpura. Además, empiezo a sospechar que el viejo Tomás no es realmente tan malo; ya casi nunca nos tira piedras; y, por más colmillos que tenga, los otros chicos del barrio dicen que no come niños ¡Es más! Dicen que ni siquiera come perros.
La respuesta me irritó bastante, debo decir, descubrir las costumbres come-niños del colmilludo anciano, había requerido extensas y peligrosas indagaciones; peor aún, no era la primera vez que los entrometidos del barrio le metían ideas raras en la cabeza a mi amigo, arruinándome luego el viaje a mí.
–Está bien –concedí con rígida expresión–, vayamos a los acantilados de las águilas. Seguramente hoy estarán ensayando sus piruetas.
–Hace demasiado frio para ir al acantilado –rechazó con cara de asco–, y siempre sopla mucho viento por ahí.
–Últimamente no quieres hacer nunca nada –le hice saber mi enojo.
–¡Sí quiero! Pero no lo mismo de siempre –me retrucó con gran maestría.
–¿Ah, sí? Veamos entonces, propone algo tú esta vez.
–Vayamos a lo de Juan –contestó inmediatamente–, escuché que se compró una pelota nueva.
–A jugar a la pelota a lo de Juan no. Siempre intenta cabecear y las pincha con sus cuernos ¿Por qué crees que siempre le están comprando pelotas nuevas?
–¡¿Qué?! Déjate de decir tonteras. Juan no hace eso. Siempre le compran pelotas nuevas porque tú siempre las pateas del otro lado de la muralla.
–Lo que sea –repliqué con fastidio–, la última vez no me quiso dejar jugar, no quiero ir.
–Bueno, bueno –aceptó, con cierta resignación–. Vayamos entonces a lo de Ana. La semana pasada la mató una manada de lobos salvajes. Ahora es un fantasma.
–¡Sabes muy bien que me dan miedo los fantasmas!
–Siempre quieres quedarte aquí adentro; tú y tus puertas –me dijo con su característico enojo apacible–. No sabes todo lo que te pierdes allí afuera, deberías salir más.
Esa había empezado a ser una recurrente fuente de rispideces entre mi amigo y yo. Su espíritu explorador le hacía siempre querer lanzarse a lo desconocido, con la esperanza de encontrar algo maravilloso allí, sin prestarle atención a la posibilidad de toparse con algo horrible o, peor aún, con nada en lo absoluto. Yo, por mi lado, prefería profundizar mis exploraciones de las maravillas ya conocidas, aquellas que rara vez me fallaban y, una vez allí, crearme mis propias sorpresas. Nunca se lo conté a él, pero incluso había puertas en mi casa que nunca había cruzado.
–¿Y por qué habría de hacerlo? Desde aquí puedo viajar a mundos mucho más espectaculares que cualquier cosa que haya allí afuera.
–¿Y cómo podrías saberlo si no conoces más que esta casa y las cinco vecinas?
Solía odiar ese tipo de argumentos; no me hacía falta tirarme por uno de los acantilados para saber que no lo disfrutaría. Sin embargo, en aquella ocasión el razonamiento era apropiado, y demoledor; no me quedó alternativa que conceder la victoria, cosa que hice con un seco y cargado de ira “Bueno, vamos”. Mi amigo fue siempre un maestro del debate y la contienda intelectual. Aún hoy recurro a alguno de sus trucos cuando, sabiéndome errado, me niego a aceptar la derrota.
Decidimos ir primero a las cataratas danzantes. Seguramente mi compañero de mañanas había estado ya allí, y además hacía demasiado frio como para meterse al agua, pero sospecho que lo propuso a forma de ofrenda de paz. Yo todavía estaba un poco malhumorado y me había quedado con las ganas de ver a las águilas. Si bien no eran LAS águilas, algunas de las águilas locales (aguiluchos hubiera dicho yo), se juntaban en las cataratas danzantes a beber y bañarse un poco las alas. Además, como he dicho, allí iríamos “primero”.
Las cataratas danzantes no quedaban lejos y, para alegría de los que hasta allí habíamos viajado, había aquel día una gigantesca reunión de aguiluchos. Aparentemente el aguilucho mayor (jamás me refería a él de esa manera en su presencia, sólo un demente lo haría) había convocado a una asamblea para discutir alguno de esos temas, que atañen a quienes surcan los cielos y que no son incomprensibles a quienes vivimos siempre en tierra. Como siempre, y como le es propio a su alegre naturaleza, las aves estuvieron dispuestas a prestarse a nuestros juegos; remontando vuelo a nuestro pasar y volviendo al suelo, después de alguna pirueta, listas para otra vuelta. Yo me la estaba pasando de maravilla, pero en cierto momento mi amigo detuvo mi carrera y me dijo que nos teníamos que ir.
–El aguilucho mayor nos está mirando con mala cara –me explicó hablándome por lo bajo–. Creo que le estamos arruinando la reunión y, el otro día, Ana me dijo que hay que tener extremo cuidado de no hacerle enojar.
A dónde ir después fue un tema algo álgido. Siendo que habíamos llegado hasta allí por lo “aburrido” que le resultaba a él recorrer otra vez lugares repetidos, no podíamos ir ahora a uno de los muchos parajes del barrio que ya conocíamos; aún si sabíamos que allí nos divertiríamos. Tenía que ser un destino nuevo, pero, si terminábamos en algún sitio sin demasiada chispa ni aventura, eso me otorgaría una ventaja ofensiva la próxima vez que retomásemos nuestra recurrente discusión. Sabiéndose con la espada contra la pared, mi amigo se jugó el todo por el todo y propuso que fuéramos hasta los bosques más allá del barrio; aparentemente Ana le había contado, que los duendes del bosque estaban muy intranquilos por una serie de sucesos “extraños”, que habían empezado a ocurrir allí.
Últimamente Ana se creía que lo sabía todo; y andaba diciéndole a todo el mundo lo que debía y lo que no debía hacer. La impunidad de los fantasmas, supongo. Otra de las razones por las que no me gustan, y que los chicos no me entendían. Pero bueno, así eran las cosas; nada que hacerle.
La idea de ir hasta esos lúgubres bosques me produjo escalofríos. Mas, por aquel entonces, Ana era otro tema complicado entre mi amigo y yo, y decidí que no era ese el día para llevarle la contra a ella. Haciendo tripas corazón, acepté la imprudente propuesta e iniciamos la prolongada marcha hacia lo desconocido. Ya cerca de las fronteras del barrio nos cruzamos con un nárdulo que estaba hablando con un hombre, que le discutía airadamente con la cara toda roja. No logré distinguir quién había agraviado a quién, o qué era exactamente lo que había hecho el agraviante, pero preferí no meterme y apretar el paso.
Fue una lástima, porque los nárdulos siempre me habían provocado mucha curiosidad y ésta era la primera vez que veía uno. No había cosa semejante en el lugar de donde provenía yo; había unos cuantos elfos de distintas razas, pero nada como los nárdulos. Este era muy parecido a como me los había imaginado; alto y corpulento, con la piel negra y brillosa como el mármol, y cuernos pálidos de distintas formas y tamaños creciéndole por todo el cuerpo. Nada que ver con los cuernos de Juan, debo decir (el muy mentiroso). Tenía también una espesa y larga cabellera creciéndole desde la cabeza hasta la cintura. Cosa que pude ver pues llevaba el torso descubierto; a quienes tienen cuernos saliéndole de los hombros, los brazos y la espalda, las camisas les salen carísimas. A pesar de que intenté no meterme en lo que estaba sucediendo, al pasar por el costado me ganó la curiosidad y no pude evitar mirarlo, cuando se percató de ello se limitó a sonreírme y saludarme con la mano; el otro con el que hablaba, estaba demasiado alterado como para notar nada.
A poco caminar luego del incidente con el nárdulo llegamos hasta la mítica arboleda, e inmediatamente le lancé a mi amigo una mirada de reproche en aproximación; nada allí prometía aventuras. Los árboles estaban sin hojas y eran bastante menos que imponentes, eran altos, sí, pero con troncos tan agostos que no servían ni para jugar a la escondida; además tenían las ramas tan arriba que no se los podía trepar. Mi compañero fingió (con escasa destreza) no ver la expresión de mi rostro, y se adentró en el bosque. Por mi lado, lo seguí, cada vez más contento de pensar lo que haría, la próxima vez que me criticase mis puertas o que Ana se hiciese la sabia.
–¡Vaya! Nunca había visto tantas hadas juntas –exclamó en cierto momento quien hacía de guia.
–Sí, sí, son muchísimas. Con lo interesante que son las hadas –al sarcasmo me faltaban algunos años antes de aprender a usarlo correctamente, pero consideré que esa vez me había quedado bastante bien–. Siempre salen antes de la lluvia, va a ser muy divertido volver a casa –agregué, sólo para molestar.
El destinatario de mis rezongos nuevamente no se dio por enterado y comenzó a subir una pequeña colina. Al llegar a la cima, se detuvo de golpe y se echó cuerpo a tierra, señalándome frenéticamente que me acercara. Sorprendido por lo que veía, fui hasta allí lentamente y con suma cautela. Una vez recostado a su lado, mi amigo me indicó que mirase más adelante, al otro lado de la colina. Se me pusieron los pelos de punta al ver lo que me mostraba; una veintena de pasos delante muestro, un enorme monstruo anaranjado devoraba ferozmente a lo que seguramente era última víctima, tironeando de la carne muerta para hacerse con cada bocado. Tenía la cabeza llena de grandes dientes de pura crueldad. La bestia era terrible y pronto me dio mucho miedo, decidí alejarme con aún mayor sigilo que con el que me había acercado, tironeando de la manga de mi amigo para que me siguiese.
Cuando volvíamos por el barrio, vimos que algunos de los chicos se habían reunido en la casa de Juan a jugar a la pelota, y fuimos hacía allí para contarles todo lo que habíamos hecho. Sus caras de asombro me llenaron de orgullo. Ana trató de adueñarse de la charla, haciéndose la que sabía mucho de monstruos; pero no esa vez, esa vez la historia era mía.
Por la noche, durante la cena, yo no podía para de hablar. No solía narrarle a mis padres mis aventuras matutinas, pero está vez estaba demasiado excitado como para callar. Ellos escucharon con suma atención todo el relato, haciendo alguna pregunta aquí y allá, y hasta intercambiaron miradas cuando les conté del nárdulo. Concluida mi historia, me dijeron que eso me pasaba por desobediente; que tenía suerte de estar vivo; que el mundo más allá del barrio estaba lleno de monstruos; que había hecho bien en no hablarle al nárdulo; que nunca debía hablar con extraños; y que, de ahora en más, les evitase siempre.
Al día siguiente, desoyendo las indicaciones de mis padres (que casi ni había escuchado en un principio), mi amigo y yo fuimos otra vez al bosque a buscar a la bestia. Recostados nuevamente en la cima de la colina pudimos verla, en el mismo lugar del día anterior, descansado sobre el pasto. Y así le espiábamos cuando, sorpresivamente, el monstruo alzó la cabeza, como alertado por algo, y comenzó a husmear el aire con su terrible nariz. Mientras observaba en silencio lo que hacía, atónito por su brutal majestuosidad, un sonido a mi lado le llamó la atención y le hizo mirar hacia donde estaba yo. Me miró directo a los ojos. Había vivido yo demasiado poco como para haber experimentado antes semejante terror; por el segundo más largo de toda mi vida, se detuvo mi respiración y los latidos de mi corazón. Todo dentro de mí era silencio, y todo fuera de mí había dejado de existir, excepto la terrorífica criatura, sus demoniacos ojos y los escasos metros que nos separaban.
El sonido a mi lado, que había alertado a la bestia de mi presencia, había sido el aterrado y poco sigiloso escape de mi amigo. Viéndome petrificado e incapaz de tomar decisión alguna, mis brazos y mis piernas decidieron tomar control de la situación, y siguieron el ejemplo del escapado (aunque propulsándome en otra dirección). Ya a la carrera, evitando como mejor podía chocar con los árboles, pensé (pues no había otra cosa que pensar) que si lograba llegar al límite del bosque salvaría el pellejo. No podía escuchar nada y no tenía valor como para voltear la cabeza, pero sabía que la bestia venía detrás de mí en implacable acoso, con sólo tropezar me atraparía y me despedazaría.
Lo logré. No podría asegurar si detuvo efectivamente su persecución al salir yo de la arboleda, pues no paré de correr hasta mi casa ni miré detrás de mí, pero de seguro no me alcanzó. Una vez echado el cerrojo a la puerta de entrada, me encerré en la pieza y esperé por una eternidad que me dejara de golpear el corazón contra el pecho.
Durante los dos días que siguieron a mi roce con la muerte mi amigo no vino a casa. Era claro para mí que él había logrado salir del bosque antes que yo, siendo que el estruendo de su salida me había vuelto objetivo del peligro y propiciado la mía, por lo que no me preocupe demasiado por él y me dedique a mis cosas. Hasta me alegró el hecho de estar nuevamente solo y poder volver a dedicarme a mis viajes, sin nadie que me los criticase. Al tercer día, finalmente reapareció por el portal de mi casa. Tenía puesto un abrigo con la capucha baja y las manos metidas en los bolsillos. Entró de un salto, puso su espalda contra una de las paredes y se quedó muy quieto, como si esperase oír algo provenir de la calle. Luego, me hizo una seña con la cabeza para que lo siguiera y se metió por una de mis puertas menos aventureras. Una vez protegido de los ojos ajenos empezó a hablarme en voz baja.
–¿Dónde has estado? –me preguntó– No sabes todo lo que te has perdido.
–¿Que dónde he estado? Aquí, en mi casa ¿Dónde más?
–Cierto. Bueno, como sea. Tenemos que irnos. Mientras estabas aquí jugando yo estuve yendo a ver al monstruo ¡Y creo que estamos empezando a hacernos amigos! –hablaba siempre en voz baja pero rápido y muy excitado– Fue un poco difícil al principio, pero creo que lo estoy logrando. Necesito que vengas, creo que con tu ayuda será más fácil.
¿Volver? ¿A intentar hacernos amigos de esa terrible bestia? Mi amigo estaba totalmente loco, y eso fue exactamente lo que le dije. Él insistía en que si lo acompañaba vería que no era así, que el monstruo no era realmente malo.
–Es como Tomás –me dijo, siempre en voz baja y tratando de esconderse dentro de su abrigo–, al principio parece malo y te tira piedras, pero después ves que sólo quiere que lo dejes en paz, y que las piedras no te pasan ni cerca. Además, el monstruo no es lo único que hay para ver en el bosque, está lleno de criaturas mágicas.
¿Otras criaturas mágicas? Debo confesar que la idea era muy tentadora. Después de todo, había sido esa mi más grande aventura; como mínimo, la más osada. Pero el recuerdo de la feroz criatura y su terrible persecución no me habían abandonado aún. Empecé a hacerle muchas preguntas tratando de saber cómo pensaba evitar que nos comieran, finalmente, tras varias cuestiones intrascendentes, di con un interrogante que, no lo parecía, pero era clave.
–¿Y por qué tenemos que ir ahora? Déjame pensarlo un poco, planifiquemos la travesía para asegurarnos que no nos atrape.
–No, no, tiene que ser ahora –me respondió, subiendo apenas el tono de la voz.
–¿Por qué? –insistí yo, con mis suspicacias en alerta máxima.
–Porque mis padres han salido, es ahora o nunca.
–No entiendo –nunca fui de brazo fácil de torcer–, si siempre te dejan ir y venir a tu gusto.
–No. Ya no más –contestó, casi nostálgico, inclinando la cabeza a un lado–. Tuve que contarles del monstruo y ahora ya no me dejan salir.
–¿Y por qué no?
–Es que… hubo algunos problemas.
Tras decir eso, con extremo cuidado miró hacia ambos lados y hacia atrás, y se sacó las manos de los bolsillos. Al levantar él su mano derecha, pude observar horrorizado que sólo tenía cuatro dedos. Quise formular mil preguntas, pero sólo pude quedarme helado con la boca abierta.
–No es nada, parece peor de lo que es –comenzó a intentar explicarme–, me lo sacó el monstruo ayer. Fue un error mío realmente, todavía no era el momento.
La visión del recientemente inaugurado muñón de mi amigo fue todo lo que faltaba para sellar mi decisión. Indignado le dije era un demente, que sus padres tenían toda la razón y que jamás volvería yo a ese lugar. Luego me dispuse a la contienda, sabía que rebrotaría nuestra eterna discusión; él diciendo que la aventura estaba fuera de la casa, y yo que mis viajes eran mucho más fantásticos y llenos de maravillas que el mundo externo. Pero no. Se quedó un rato mirándome y después, puso chueca la boca y se encogió de hombros.
–Está bien –me dijo–, podemos hacer como siempre, no creo que a mis padres les moleste que venga aquí.
Desde ese día jugamos siempre dentro de casa; a lo sumo dentro de la casa de alguno de los chicos del barrio, pero nunca más allá de la de Ana. Había aprendido los peligros de aventurarse demasiado.
A mi amigo no pareció molestarle, siguió viniendo a jugar como siempre, incluso ahora se quejaba mucho menos. Sí se ausentaba cada tanto por varios días, y regresaba luego con nuevas crónicas de sus andanzas, insistiéndome en que tenía que acompañarle en la proxima. Pero a mí, sus historias me parecían todas medio parecidas entre sí y, además, siempre podía retrucarle con mis propios relatos de lo que había vivido en su ausencia, más fascinantes y llenos de color que los suyos.
Los años pasaron y nuestros caminos terminaron por separarse. Yo fui creciendo, pero siempre recordé lo sucedido con el monstruo con gran consideración. Siento que tras todo eso, terminé de aprender a crearme mi propia alegría y hacer mi propia felicidad, eligiendo yo qué aventuras vivir y el destino de mis travesías.
Mi amigo, por su parte, hizo lo que siempre había estado destinado a hacer. Afortunadamente me escribe todavía de vez en cuando, siempre desde algún nuevo y recóndito rincón de nuestro mundo. En su última carta me contó que perdió otro dedo de su mano derecha y el ojo izquierdo. Me lo escribió llenó de orgullo, no dudo que con una gran sonrisa y, asumo por la letra, con la mano izquierda.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»