Inspirado por “Dos reyes, dos laberintos” de Borges y “Historia de los dos que soñaron” de Gustavo Weil
Cuentan por ahí, ya nadie sabe si hombres o dioses, que los laberintos ya no son lo supieron ser en su glorioso pasado. Explican, que lo que hoy denominamos como “laberintos”, son sólo burdas imitaciones de los majestuosos y terribles entramados de pasadizos de antaño; donde hombres buenos y hombres malos por igual se jugaban la vida, aferrándose a su astucia y no a su moral para sobrevivir.
Cuestionados en la veracidad de sus argumentos, siendo la comparación entre viejos y nuevos imposibles, y para dar crédito y fuerza a sus rezongos, dicen quienes miran con nostálgico desagrado los exponentes modernos que, en tiempos que son hoy solamente recuerdos, la creación de laberintos era un arte; reservado únicamente a los nacidos para ello destinados, por Dios elegidos y por reyes bendecidos. Elevándolo así hasta lo sublime.
Narran luego, que hubo una vez un artesano cuyos laberintos eran el éxtasis y la perdición de plebeyos y reales por igual. Ideados por soberanos como castigo para sus enemigos, y soñados por su autor como enrevesados deleites para la curiosidad, resultaban ser letales y a la vez hermosas trampas, de las que no podían evitar enamorarse sus amos; cayendo estos irremediablemente en la tentación de explorarlas.
Hubo así, según recuerdan viejos y locos, un poderoso rey con una particular predilección por estos palacios de la desorientación, que los hizo construir todo a lo largo de su reino; no para protegerse de intrusiones enemigas (pues no era esa la práctica de la época), sino como método de castigo para sus opositores más despreciados. Les enviaba a recorrer los enmarañados pasillos, jurando ante su corte que en el centro de los mismos descansaba un indulto para el condenado. Llegado el tercer día, se les daba por muertos para el deleite del soberano.
Tardó algún tiempo el rey en procurar los servicios del artesano, pero la espera le valió el más afamado laberinto de todo el mundo antiguo, joya máxima de su colección. Se decía que jamás el artesano había creado obra semejante, ni lo volvería a hacer. Por supuesto, como estaba destinado a serlo, su culminación había desencadenado insoportables penurias para el monarca. Desde la terraza de su habitación, caminando hasta su corte, o enviando a sus enemigos, llenos de excitación, al castigo final de penetrarlo, siempre podía contemplar el magnífico edificio y la belleza de su exterior, que trocaba en suplicio rechazar el misterio de su interior.
Siendo el gobernante más avispado que cualquiera de sus contemporáneos, supo inútil resistirse a sus deseos, e ideó una alternativa que le permitiese saciar sus ansias y conservar a la vez su vida. Hizo llamar al artesano, y le ordenó comparecer ante él; no frente a su corte, sino en la soledad del mausoleo de su excelso padre.
–Has arruinado mi vida y te he dado a cambio de ello un tercio de mi fortuna –habló el rey con ojos severos–. No me arrepiento de eso pues mi laberinto es como debe ser: el más maravilloso y terrible de todos los que han existido. Mas soy el rey y lo has creado para mí, para que haga con él lo que así decida. Y mi voluntad es recorrerlo.
–Su majestad es dueño y señor de esta tierra y todo lo que ella contenga –respondió el arquitecto, bajando la cabeza primero e hincándose después–. Mi obra fue construida para complacerle y para que su sublime presencia disponga de ella como mejor le parezca. Si desea su alteza recorrerla, así debería hacerlo y a nadie debería otorgársele opinión en el asunto.
–No soy tan tonto ni tan arrogante como los demás de mi jerarquía. Sé muy bien que no se pueden recorrer los pasillos de tu creación sin ofrecer a cambio la vida. Sé que el emperador naranja, para quién edificaste una maravilla cuyo esplendor sería únicamente superado por la que construiste para mí, ha desaparecido de este mundo tras sucumbir a sus deseos de contemplar su interior. Sé que entró con una cuerda tan extensa como su reino mismo, atada a su cintura, y que cuando sus súbditos tiraron de ella buscando rescatar a su señor, nada recuperaron más que el cabo desatado. Sé que derribaron las murallas en busca de su soberano y que nada encontraron. Sé que ha sido ése el destino de todas tus creaciones, cada una más hermosa que el recuerdo de la anterior, que es está, que has hecho para mí, la última y que allí por donde has ido, los pueblos son hoy gobernados por farsantes, que se niegan a obedecer la sucesión real por no existir rastros del verdadero rey ni evidencias de su muerte –se acercó ahora él recio soberano a su sirviente–. Y sé también –habló–, que así lo has querido tú.
–¡Por su magnífica presencia, mi señor, no diga tan terribles palabras! –suplicó lastimeramente, sin levantar la cabeza el artesano– Yo soy su humilde servidor, hago sólo aquello que me ordenan mis amos y deseo para ellos sólo aquello que ellos desean para sí.
–Yo no soy como esos idiotas –vomitó repugnancia el rey–, y puedo ver detrás de tus mentiras. De TODAS tus mentiras, sé que quieres que se crea que nadie puede salir de tus laberintos, pero sé que es eso tan falso como todo lo demás que tú dices. Hay alguien que puede encontrar las salida de tus mortales pasillos, pues ya la conoce; tú. Tú has creado la mortífera maquinación y la conoces por completo; tú la has edificado y, al hacerlo, la has recorrido. Tú sabes salir y tú me mostraras cómo se hace.
–¡Su majestad! ¡Su magnánima y piadosa excelencia! ¡Por favor, no! –clamó el hombre, llorando de terror como un niño, siempre con la cabeza gacha– El laberinto se construye siempre hacia afuera; desde afuera; nunca he estado dentro de él pues si hubiese entrado estaría todavía allí ¡Le suplico no me haga entrar!
–No desperdicies tu aliento ni tus falsas lágrimas. Sé quién eres, sé lo qué eres y sé lo que haces; lo sé todo. Pero tu creación no es tuya sino mía. Iremos ahora mismo a recorrerla, no pienso esperar ni un instante más. Tú me llevarás dentro; me mostrarás todas las maravillas que contiene; me enseñarás a llegar hasta el centro y me enseñarás a salir; así, luego podré recorrerla tantas veces como me plazca. Y cuando salgamos –se acercó ahora quien hablaba a quien se agachaba ante él, y le apoyó la mano en el hombro–. Levanta la cabeza, mírame a los ojos. Cuando salgamos, voy a matarte. Seré entonces su verdadero dueño y el único conocedor de sus secretos.
La revelación del gran señor dejó al hombre ya sin palabras. El condenado volvió a bajar la cabeza y se cubrió el rostro lloroso con las manos. A una orden del monarca, se puso de pie y comenzó a seguirle en silencio.
Fueron hasta el portal del magnífico objeto de la obsesión del rey y allí se detuvo él un instante, sólo tan largo como le permitieron sus ansias. Si la había contemplado mil veces ya, la obra del artesano le resultaba ahora más hermosa que nunca; se le entrecortaba la respiración con la idea de que pronto podría recorrerla al fin. Encendió entonces dos antorchas, le entregó una a su afligido y sumiso súbdito, y también una mochila con otras tantas por si alguna llegaba a extinguirse, y le indicó que lo siguiese. Al principio, el soberano caminaba a paso veloz, excitado de estar finalmente entregándose a sus anhelos. Pero siendo hombre entrado en años, debió luego aminorar la marcha para poder continuar sin ser víctima de las limitaciones de su cuerpo.
Continuó así un cierto tiempo, avanzado tan rápido como podía pero cada vez más lento, precisando detenerse cada tanto para recuperar el aliento, con la vista clavada en la oscuridad que se extendía delante suyo. Caminando ahora mucho más despacio, dejó de mirar por vez primera hacia adelante, y posó su mirada en lo que lo rodeaba, iluminado las paredes a la luz de su antorcha. Pudo ver entonces para su gran sorpresa, que los muros de la galería eran grises y desprovistos de lustre; tenían las ondulaciones e imperfecciones típicas de la mampostería apresurada y funcional. Tras inspeccionar, con los ojos y con las manos, la superficie del muro, el gobernante empezó a avanzar apresuradamente como antes. Cada tanto se detenía a examinar nuevamente las paredes, tocándolas y recorriéndolas de arriba abajo con la mirada. Cuando su añoso físico volvió a obligarle a aminorar la marcha, se volvió hacía el artesano que lo miraba con desconcierto en el rostro.
–¿Es que acaso, además de mentiroso, eres un estafador? –le dijo entre jadeos.
–¿Su majestad? –respondió el otro, entrecerrando los ojos.
–Os ordené construir un laberinto más bello que todo los que hay en mi reino, en el mío o en cualquier otro; el más hermoso que jamás hubiese existido; exigiendo demoler todos los demás por ser indignos de ser comparados con aquél. Esto que has construido, claramente, no lo es.
–Hice aquello que me ordenasteis; me pediste que fuese hermoso de contemplar y terrible de recorrer; y así lo es. Nada puedo más allá de lo que puedo; con toda mi alma quiero hacer lo que deseáis, pero sólo soy capaz de hacer lo que me ordenáis.
–Verdaderamente intrincado y taimado eres –habló el monarca recuperando toda su severidad y magnitud–. Pero el exterior no es el único lugar de un laberinto que no se recorre. Tampoco se recorre el centro. Hacia allí me llevarás ahora, y si llega a ser tan vulgar como lo que no rodea ahora, entonces habrás desoído mis órdenes y te mataré ahí mismo, sin concederte ni un respiro más de tu miserable vida.
–Es allí donde estamos ahora su majestad, tras dos días de camino nos habéis traído hasta el centro de tu laberinto.
–Ya veo. Debería realmente terminar ahora mismo con tu despreciable existencia ¿Qué dices a eso asquerosa alimaña?
–Que ahora ya no podéis hacerlo –dejó ver el artesano la insignificancia de la amenaza.
–¡¿Osas burlarte de mí?! ¡Soy tu rey y no hay nada que no pueda! –comenzó a desesperarse el antiguo señor– Llévame ahora fuera de aquí, mas sabe que cuando salgamos voy a matarte, y voy tirar abajo esta deformidad que has creado. Morirás tú y morirá tu obra, y luego morirá tu recuerdo. Te entregaré al olvido y ya jamás nadie sabrá que has existido.
–Majestad, soy yo el más fiel de tus siervos pero nada puedo más allá de lo que puedo; con incondicional entrega he creado aquello que me has pedido: un laberinto del cual sea imposible salir. Eso pedisteis y eso os he dado. Vuestra voluntad es ley.
–¡Maldito infeliz! ¡Soy tu amo y mi voluntad es salir de aquí! –la voz del hombre intentaba resonar a furia, pero temblaba y se quebraba– ¡Haz aquello que os he ordenado!
–Su alteza, soy yo solamente un humilde artesano. Nada desearía más que cumplir los designios de su excelencia, mas sólo hago aquello que puedo y salir no se puede; así lo ha dispuesto su magnífica voluntad, la cual no es posible trasgredir.
El rey aulló entonces de furia asesina y se lanzó sobre el hombre, dejando caer sobre este sus puños, su odio y su desesperación. Mas siendo el primero un anciano que llevaba días sin comer, y el segundo mucho más lozano y vigoroso, pronto cayó el monarca de rodillas, rendido ante la fragilidad de su cuerpo, permaneciendo de pie e inmóvil el artesano. Por entre el los jadeos del viejo, ambos hombres comenzaron a escuchar un rítmico sonar que llegaba desde muy lejos, por los pasillos que se abrían a la sala.
–¿Qué es eso? –preguntó el rey tras recuperar el aliento.
–El ruido de mil martillos –respondió el otro–. Tus súbditos vienen a rescatarte y para ello arrasan ahora los muros que los separan de ti.
El soberano sonrió y miró a quien estaba con él con ojos de placer y lujuria.
–Cuando lleguen hasta nosotros –dijo– haré que te despedacen. Prepárate, pues te haré sufrir como nunca nadie lo ha hecho.
–Si su majestad desea mi muerte, así lo deseo yo también y así será. Pero vuestros súbditos no llegarán hasta nosotros derribando los muros; ellos están afuera y nosotros dentro, y de aquí no se puede salir, así ha sido vuestro inexorable designio; aquí nos quedaremos y aquí moriremos. Pronto no quedarán paredes y sin ellas no habrá más laberinto, ni volverá a haberlo; éste es el último y vos sois el último de los monarcas. Así lo deseasteis y así ha sido; soy yo el más fiel de tus siervos.
Y es así como cuentan, presas de la melancolía y sin esperanza alguna, quienes añoran hoy los días del viejo mundo, como dejaron de existir los laberintos verdaderos y los monarcas genuinos. Por supuesto, quien la haya escuchado con atención sabrá seguramente, que la historia es mentira, si no fuese así ¿quién hubiese podido dar testimonio de ella?
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»