Oración inicial extraída de «Si una noche de invierno un viajero» de Italo Calvino
Creía estar solo en el ascensor, en cambio una figura se encontraba a mi lado, a mi costado. Un joven de extensa cabellera arbórea estaba acurrucado en un rincón, vestido con ropas de tosca tela. Inmediatamente sentí el escalofrío de la certeza asaltada. El pequeño espacio de hierro tenía poco más de un metro por un metro ¿Cómo se podía entrar sin notar que había alguien adentro?
–Buenas, bonito día –me dijo, tal vez percibiendo mi inquietud.
–Buenas –respondí sin voltear la cabeza.
De seguro este joven no era del edificio. Era la primera vez que yo entraba, pero había pasado por la puerta mil veces, y jamás había visto dentro persona alguna de tan desalineada presencia. Incluso me había preparado para la ocasión de forma acorde; desde la camisa hasta las medias había comprado nuevas, y todo de gran categoría.
–¿Primera vez? –me preguntó el joven como quien pide la hora.
–Sí –respondí algo fastidiado.
Me dijeron que se había hecho demasiado tarde y que ya había entrado demasiada gente; me pidieron un millón de disculpas y me dijeron, con sus rostros ruborizados, que por favor volviese mañana.
–No se preocupen, no hay ningún problema –les dije con palabras y con los ojos; aunque frunciendo todo lo demás.
«Volver mañana» ¡Qué desastre! Iba a tener que comprar otro atuendo nuevo. Por lo menos pude bajar solo en el elevador.
Al día siguiente, me detuve un momento antes de entrar en el señorial ascensor, para confirmar que estaba realmente vacio. Sólo cuando se cerraron las puertas relajé un poco los hombros, confiado de estar solo. En cambio, una figura estaba a mi lado. Era el mismo joven de ayer, está vez, hasta tenía agujeros en sus pantalones y manchas en la remera.
–Buenas –me dijo.
–Buenas –respondí.
–A veces parece como si tardase una eternidad, como si no fuese a llegar nunca ¿No? –me buscó charla golpeando con el nudillo la pared de metal.
–Sí, puede ser –me limité a decir sin mucho interes.
–Igual llegar, llega. Siempre llega.
Me di cuenta de que el comentario (bastante imbécil) no pretendía ser profunda reflexión, si no, meramente, alivianar un poco el ambiente. Tal vez en otra situación hubiera apreciado la actitud y la simpatía, pero en ese momento estaba muy preocupado y no dije absolutamente nada.
–Hoy tampoco entrarás –agregó el joven unos instantes después, siempre con el mismo tono despreocupado. Yo me limité a apretar los dientes.
El muy condenado tenía razón. Entre ruegos de absolución, me explicaron que aquello ocurría muy rara vez, y que jamás había pasado dos veces seguidas. Hasta llamaron al gerente para ofrecerme sus más sentidas disculpas, suplicarme perdón y pedirme que volviese mañana.
–¿Aunque sea estoy bien vestido? –pregunté antes de que me cerraran la puerta en la cara.
Está vez bajé directamente por las escaleras (maldiciendo por lo bajo), no creía poder soportar otra cosa.
Otro día; otra vez el ascensor en planta baja; otra vez vacio; otra vez el maldito muchacho y sus mugrosos ropajes (que por extraña razón tenían un olor sorprendentemente agradable).
–Buenas, bonita camisa ¿Es nueva?
–¡Cállate! Deja de molestarme, sé que no existes –le ordené, siempre sin voltear la cabeza.
–¿Y por eso tengo que callarme? –fui incapaz de determinar si estaba ofendido o divertido– ¡Vaya! Y eso que traes tan linda camisa.
Luego no dijo más nada. Sentí como si el silencio a mí alrededor fuese absoluto, como si nada se moviese allí, excepto mi corazón que latía, como si hasta la maquinaría que tiraba de nosotros se hubiese detenido y el ascenso, que siempre me había parecido tortuosamente lento, se hubiese vuelto infinito. Fue el muchacho quién rompió la sofocante calma, exhalando un pequeño suspiro; una de esas pequeñas expresiones de resignación que la gente da, ante las molestias intrascendentes de todos los días.
–¿Hoy voy a entrar?
–¿Y cómo podría saberlo si no existo? –me contestó y pude ver, por el rabillo del ojo, que me miraba y me sonreía.
–Sabes muy bien que eso no tiene nada que ver –le dije bastante molesto, pero también un poco avergonzado. Y, tras un nuevo silencio, agregué– Está bien, perdón. Existes, existes ¿Voy a entrar?
–No –respondió, alargando un poco la «n» y acortando la «o».
–¿Y por qué no? –indagué ya cansado, al día siguiente.
–Si lo supiera estaría adentro, y no aquí afuera contigo ¿No es cierto?
–¿Cómo puede ser que siempre sepas que no voy a entrar pero no saber por qué? ¿Cómo haces para darte cuenta si no sabes lo que hace falta? –mi voz ya era prácticamente una súplica.
–Te juro que no lo sé –me contestó encogiéndose de hombros–. Es que yo no me preocupo tanto por esas cosas. Tal vez ese sea tu problema: te preocupas demasiado.
Otra vez la opinión del muchacho parecía sólo destinada a cortar un poco con mi pesadumbre. Sin embargo, me resultó curiosamente pertinente.
–Nunca estás cuando voy bajando –agregué como si aquello me molestase.
–No, no. Eso es verdad. Nunca entro, pero tampoco bajo.
Ese día cuando volvía derrotado una vez más a mi casa, los odié con todo mi ser. Odié sus formas y sus maneras, su falsa cortesía y su falsa elegancia. Me revolvió las entrañas recordar como fingían lamentar lo que ocurría, cuando me resultaba tan claro que yo les importaba muy poco. Detesté todo y a todos; los aborrecí. A todos, menos al joven. Tal vez no era mi clase de persona, pero por lo menos no se molestaba en agradar a quienes no le agradaban. Era distinto a todos los demás; incluso era distinto a mí.
Al detenerme a esperar el elevador al día siguiente, llevaba mis viejos pantalones deslucidos, la camisa afuera, la chaqueta rota y una enorme sonrisa.
A mitad de camino no pude contenerme más, me di vuelta hacia el joven y le dije:
–¡La puta que te parió! ¡Maldito infeliz!
Allí estaba, parado a mi lado, sonriendo, con camisa de seda y lustrosos zapatos de cuero pulido.
–¿Sabes qué es lo peor de todo? –me preguntó cuando ya sólo falta un piso– Que hoy entro yo.
Las puertas se abrieron y él avanzó con paso triunfal. Ni siquiera se volteo a mirarme al cerrarse las puertas del ascensor, pero me dijo:
–No te olvides de saludarlos.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller «La palabra en el cuerpo»