Basado en tres frases de “Ante la ley” de Franz Kafka
Ante las puertas de la ley hay un guardián. Su trabajo, como el de todo guardián, es doble; vigila quién entra, y controla quién sale. Quien desee entrar (y la mayoría lo desea) tendrá que lograr su permiso. Salir es más fácil; rara vez se opone, pero siempre observa, y siempre registra. Si entrar es difícil, volver es extenuante; más aún, caprichoso.
Y allí estaba yo, parado en la fila, esperando mi turno. Era lo que había que hacer; quería entrar y no sabía escabullirme por donde el guardián no ve, mucho menos sabía dónde es que el guardián no ve.
La espera sería larga, ya lo sabía, no era la primera vez que lo intentaba ni la primera vez que esperaba. Para pasar el rato busque charlar con mis compañeros de fila. Había varios, más de dos, está no era una fila como otras filas. Pero que hubiese allí hubiese allí tanta gente no quería decir que hubiese mucha charla. La mayoría estaban muy ocupados preparándose para su entrevista con el guardián.
Entre los que no murmuraban por lo bajo con los ojos cerrados, había tres suficientemente cerca como para hablarles sin moverme: un hombre, un mono y un perro. El mono parecía demasiado excitado, decidí no intentar hablarle, me pareció que la conversación sería agotadora y quería reservar mis energías. Tampoco busqué palabra con el perro. Los perros tienen sus propias leyes y saben evadir al guardián, yo no sabía, ni sé, qué hacía aquel canino en la fila pero, si se molestaba en esperar, seguro no era nada buena.
Inicié pues, una charla de escasa trascendencia con aquel hombre. Era un hombre un tanto extraño, o tal vez sea mejor decir, un tanto singular. Tenía ojos y espalda de joven, pero rostro y mirada de viejo. Su voz era de ambos y ninguno.
–¿Y tú por qué quiere entrar? –le pregunté cuando me cansé de hablar de perros y de monos.
–¿Qué clase de pregunta es esa? –respondió mi pregunta con otra pregunta–. Entrar es ley y la ley es entrar.
–¡¿Qué?! –el comentario hizo que se me escaparan los modales– Eso no tiene sentido.
–Bueno, te lo acepto –me respondió sin ofenderse–. Pero te lo acepto sólo para que no pienses. Pensar aquí no ayuda. Al guardián no le gusta y no quiero arruinarte el día.
–La verdad, ya ni sé qué le gusta al guardián –dije casi para mi mismo–. He venido tantas veces. He respondido una cosa una vez y otra distinta otra vez, y he sido rechazado en ambas ocasiones. Qué sé yo.
–Pero, arriba ese ánimo, es sólo cuestión de seguir intentando, tarde o temprano todos entran.
–Eso dicen –continué mi pesadumbre–. Ya ni sé. Ojalá no hubiese que entrar.
–Entrar es ley y la ley es entrar, pero tampoco es que haya que entrar –me dijo mientras pateaba unas piedritas del suelo–. También puedes entrar, pero no aquí. Yo ya entré y salí tantas veces que terminé por hacerme mi propia ley. Allí está, desde aquí es la ve perfecto. Dime si no es bella.
Miré un largo rato a dónde me señalaba, más que contemplando, preguntándome cómo no la había visto en tantas veces de estar allí parado. Honestamente era muy bella.
–¿La verdad? Es muy hermosa. Felicitaciones –opiné sinceramente.
–¡Puedes visitarla cuando quieras! –me dijo animado– Está siempre abierta.
–¿Estás loco? –dije con ojos de confusión y labios de asco– ¡Yo no soy perro!
–¿No? Tal vez más tarde entonces. Ahora voy y la cierro.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller “La palabra en el cuerpo”