La situación era ya desesperada. El embate de las olas continuaba con furia y ahora hacia crujir en agonía al casco de la nave. Agua por todo el interior del barco, que se hundía cada vez más en el embravecido mar; pronto sería incapaz de flotar y le entregaría el alma de sus veintiún marinos. Detrás de las nubes, el sol del mediodía iluminaba el terror en los rostros de los oficiales de cubierta que se entregaban vencidos a la cruel voluntad de la tormenta.
El capitán resistía.
El capitán no se rendía.
Corría por todo el navío gritando ordenes y arengas a sus hombres. Iba por cubierta a paso firme, compitiendo en bravura con las mismísimas olas. Así caminaba, de popa a proa, cuando parte de la carga rompió las amarras y comenzó a deslizarse por la cubierta. Era una caja de gran tamaño, la próxima vez que el navío se inclinase al trepar las olas, saldría despedida arrasando con todo a su paso. El capitán no perdió un segundo y le ordenó a dos de sus marinos que fueran a contener a la bestia de metal. Los hombres obedecieron sin vacilar. Cuando todavía no habían llegado hasta la carga desbocada. Una gran ola golpeo al barco, enviando a uno de los dos por los aires. El otro caminó hasta su compañero, lo levantó del suelo y lo llevó a la rastra hasta la caja mientras el hombre recuperaba sus sentidos.
―Y entonces, ¿qué vas a hacer cuando volvamos a tierra firme? ―gritó por encima de rugir del oleaje Juan (pues ese era el nombre de uno de los dos marinos).
―Mis padres compraron una casa nueva que no está en condiciones. Creo que voy a pasarme unas semanas con mis hermanos restaurándola ―respondió Ignacio (así se llamaba el otro) mientras soportaba en su enorme espalda el peso del embalaje.
―Pensé que me habías dicho que se iban a mudar a la casa de tus abuelos ―agregó meditabundo Juan, con sus brazos sujetando con tremenda firmeza el cabo que intentaba amarrar a donde fuera que pudiera.
―Es ésa. Mi abuela falleció hace unos años y la cas…
En medio de la explicación de Ignacio una ola rompió en cubierta golpeándolo de lleno y estampándolo contra la caja. El marino resistió el golpe sin dejar de sostener la carga.
―Falleció hace algunos años y la casa quedó abandonada ―terminó de decir cuando recuperó el aire―. Además parece que está llena de ratas, o castores o no sé qué cosa. Mi hermano dice que hay un montón, pero no creo que sea problema, la última vez que atracamos bajé al puerto y compré muchísimas especias.
―Ah, sí, te vi en el mercado, pero pensé que estabas comprando flores como siempre. Ya está, esto no se mueve más ―agregó Juan tras comprobar la tensión de la cuerda que acababa de amarrar―. Vamos.
Ésta no era la primera tormenta a la que le hacía frente el capitán. De hecho, el portentoso líder había perdido la cuenta de las veces que se había batido a duelo con la muerte en el mar solitario. Pero esta tormenta tenía algo distinto, algo que aquel valeroso lobo de mar sentía en los huesos. Ésta venía por él.
A su alrededor notó los cuerpos inconscientes de algunos de sus hombres. Levantó entonces la vista y los vio a Juan y a Ignacio que volvían de asegurar la peligrosa carga.
―¡Ustedes dos! ¡Lleven a estos hombres a la enfermería! ―ordenó con voz de trueno.
Los dos marinos pusieron a sus compañeros a una zona mejor resguardada de la cubierta y los fueron llevando de a uno hasta la enfermería.
―Jorge y Martín están medio maltrechos pero creo que van a estar bien ―dijo Ignacio― ¿Alberto como está?
―Muerto ―respondió Juan y apretó con fuerza el antebrazo de su amigo caído.
―Puta madre ―se lamentó Ignacio y apretó con fuerza la pierna sin vida de Alberto.
―Vayamos a la bodega a ver si podemos hacer algo allí.
La bodega estaba inundada, el agua llegaba ya hasta las rodillas y seguía subiendo. Mientras la recorrían Ignacio y Juan escucharon golpes desesperados desde uno de los pañoles. Varios marinos estaban atrapados dentro, sin poder salir y clamando a gritos que alguien les socorriese. Los dos amigos se pusieron de acuerdo con sus compañeros atrapados y comenzaron la ardua tarea de forzar la puerta contra todo el peso de la inundación.
―Hablé con Natalia, ¿te dije? ―le comentó Ignacio a Juan con el hilo de voz forzada que le permitía su cuerpo, mientras palanqueaba ferozmente el marco de la puerta para abrirla.
―¿Otra vez? ―se molestó Juan con la misma voz de forcejeo― ¿Y qué te dijo?
―Que éste no es el momento, que ahora está bien con el otro. Parece que se van a ir de viaje o algo así.
―Te dije que deberíamos haberle roto las piernas ―reprochó el amigo.
―¡¿A Natalia?! ―se escandalizó Ignacio, mientras luchaba desesperadamente por la vida de sus compañeros.
―¡Al tipo ese, imbécil! ―se enfureció Juan.
―Si hago eso no la recupero más.
―Recuperarla no la vas a recuperar. Pero el tipo se lo merece; y por lo menos te sentirías un poco mejor con toda la situación. Debes aprender a exteriorizar más tus emociones.
―¡Sí, Ignacio! ¡Vamos! ¡Esa mujer no es para ti! ¡Búscate una te quiera de verdad! ¡Te mereces que te quieran! ―Gritaron sus arengas los marinos atrapado desde dentro, mientras luchaban desesperadamente por sus vidas.
―¿No se acostó con el cocinero ese mientras todavía eran pareja? ―intentó hacer entrar en razón a su amigo José, que acaba de llegar y forcejeaba con la puerta a su lado.
―¡No, no, por supuesto que no! ―se enojó Ignacio― Ya estábamos separados, Natalia me lo explicó muy claro la última vez que nos vimos. Además, la poesía del tipo era mejor que la mía, ¿qué se suponía que hiciera ella?
La puerta finalmente cedió y los atrapados fueron liberados. Todos gritaban de alegría y se abrazaban cuando apareció el capitán.
La tormenta finalmente amainaba y el sol perforaba el manto de nubes; mas esto no traía esperanzas. El capitán había analizado la situación y sabía que las posibilidades de llegar a puerto eran casi nulas. El buque seguía llenándose de agua, más rápido de lo que se la podía bombear, el naufragio era ahora casi certeza. Debía haber, en algún lugar bajo cubierta, una perforación en el casco por donde se filtraba el agua. Si no se sellaba la fisura el navío se hundiría.
El capitán lo sabía, mas la angustiosa situación no doblegaba su férrea voluntad. Allí estaba él, frente a sus hombres, la imagen misma de la fuerza inquebrantable, con la antorcha en la mano. Se acercó con todo el poderío de su presencia a Juan y le entregó la herramienta. No le dijo nada, la mirada penetrante del portentoso líder daba órdenes sin que hicieran falta palabras. Entonces el capitán dio media vuelta y volvió al puente. Juan, Ignacio, José y los recién rescatados marinos se internaron en lo profundo de la bodega a buscar la filtración.
Aquella labor fue más peligrosa que la mismísima tormenta, el agua entraba con fuerza y el mar por el que navegaba el buque seguía revuelto, sacudiéndolo constantemente. Varios de los marinos vieron de cerca a la muerta. Incluido Juan que tragó mucha agua y debió ser rescatado a último momento por sus compañeros. Maltrecho, agotado y casi ahogado, tuvo que pasar el resto del viaje en la enfermería. Pero el viaje continuó, y la tripulación llegó a puerto.
Al llegar, el recuento de la odisea se había adelantado a la embarcación. Un contingente de notables esperaba por ella. Por ella y por su valeroso capitán. Se habían hecho preparativos para que el director del puerto entregase al gran héroe una condecoración por su bravura. Una más entre tantas.
La ceremonia comenzó de inmediato y el personal del puerto subió a cubierta a hacer los honores. Alejados de la gala, sentados cerca de la gran caja de acero que días atrás los intentase matar, Juan e Ignacio miraban y charlaban.
―No creo que se tarde tanto en arreglar todo ―opinó Ignacio―. Vas a ver como en menos de un mes ya nos embarcamos de nuevo.
―Si siguen arreglándolo así nomás uno de estos días no volvemos.
―El capitán no nos haría embarcar si no estuviese seguro que el buque está en condiciones.
―Eso es cierto ―asintió Juan―. Si él dice que podemos zarpar entonces así debe ser. Y en todo caso puede sacarnos de cualquier apuro. Sí me gustaría que apuren un poco la ceremonia. Tengo hambre, el restaurant del puerto va a estar lleno si tardan mucho más.
Se hizo un corto silencio y entonces habló Ignacio despacio:
―Esta vez sí que estuvo cerca.
―Sí. La verdad que pensé que no saldría de la bodega. Gracias por todo.
―De nada.
La ceremonia no entendía de premuras y pronto los dos amigos se aburrieron y voltearon para hablar entre ellos.
―Estoy pensando de decirle a Natalia de ir al teatro ―comentó Ignacio― ¿Podré decirle que vamos los cuatro? A ella tu mujer le agrada mucho, seguro que si le digo que viene me acepta la invitación.
Juan se limitó a suspirar tan sonoramente y con tanto hastió como pudo.
Concluida la ceremonia los marinos abandonaron la maltrecha embarcación y pusieron rumbo a sus hogares. La familia de Juan estaba allí esperándolo, como cada vez que volvía. Su hijo le recibió con un fuerte abrazo y en seguida le preguntó cómo había estado el viaje.
―Bien ―respondió Juan―, un poco movido, pero bien. Sin problemas.
Autor Javier Banchii